De jueces autoritarios y defensores progresistas: activismo judicial y controversias sociojurídicas en la ejecución de una sentencia ambiental

Of Authoritarian Judges and Progressive Defenders: Judicial Activism and Socio-Legal Controversies Amid the Execution of an Environment-Related Sentence

De juízes autoritários e defensores progressistas: ativismo judicial e controvérsias socio-jurídicas na execução de uma sentença ambiental

Andrés Scharager *
Universidad de Buenos Aires, Argentina

De jueces autoritarios y defensores progresistas: activismo judicial y controversias sociojurídicas en la ejecución de una sentencia ambiental

Revista Estudios Socio-Jurídicos, vol. 23, núm. 1, 2021

Universidad del Rosario

Recibido: 10 marzo 2020

Aceptado: 09 septiembre 2020

Información adicional

Para citar este artículo: Scharager, A. (2021). De jueces autoritarios y defensores progresistas: activismo judicial y controversias sociojurídicas en la ejecución de una sentencia ambiental. Revista de Estudios Socio-Jurídicos, 23(1), 1-31. [Publicación electrónica previa a la impresión] https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/sociojuridicos/a.8804

Resumen: A partir del caso de una sentencia que condenó al poder ejecutivo a construir un camino a la vera de un río de Buenos Aires, este artículo examina las controversias sociojurídicas desatadas entre un juez y los defensores públicos que patrocinaron a la población ribereña afectada. El estudio reveló que el juez, al conducir el proceso de implementación de políticas, actuó en detrimento de la protección de derechos sociales, mientras que los defensores apelaron a la construcción de conflicto para convertir dichos derechos en el eje de la causa. El trabajo, basado en un diseño cualitativo que incluyó entrevistas en profundidad y análisis de documentos, permitió examinar las características que asume la puesta en práctica del activismo judicial en sus distintas facetas.

Palabras clave: activismo judicial, derechos económicos, sociales y culturales, políticas públicas, conflicto social.

Abstract: Based on the case of a sentence that ordered the government to build a towpath along a river in Buenos Aires, this article examines the socio-legal controversies aroused between a judge and the public defenders who represented the riverside’s affected population. We shall find that the former, as he conducts the implementation of public policies, lessened the protection of social rights while the latter aimed at creating a conflict to make those rights the centre of the lawsuit. This work, based on a qualitative design that included in-depth interviews and document analyses, allowed examining the features of judicial activism in practice.

Keywords: Judicial activism, economic, social and cultural rights, public policies, social conflict.

Resumo: A partir do caso de uma sentença que condenou ao Poder Executivo a construir um caminho à beira de um rio de Buenos Aires, este artigo examina as controvérsias socio-jurídicas desatadas entre um juiz e os defensores públicos que patrocinaram à população ribeirinha afetada. Se encontrará que aquele, ao conduzir o processo de implementação de políticas, atua em detrimento da proteção de direitos sociais, enquanto estes apelam à construção de conflito para tornar ditos direitos no eixo da causa. O trabalho, baseado em um desenho qualitativo que incluiu entrevistas em profundidade e análise de documentos, permite examinar as características que assume a execução do ativismo judicial em suas diferentes facetas.

Palavras-chave: ativismo judicial, direitos econômicos, sociais e culturais, políticas públicas, conflito social.

Introducción

El presente artículo está centrado en un fallo de la Corte Suprema que conminó al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires y al Estado nacional a llevar a cabo una recuperación ambiental de la cuenca del río Matanza–Riachuelo. Nacido en 2006, tras numerosos intentos de saneamiento fallidos, este litigio dio muestras de la predisposición de la justicia a ponerse al frente de la resolución de un problema históricamente postergado por los sucesivos gobiernos. La productividad institucional de sus mandatos y el aleccionamiento por ella ejercido sobre el poder ejecutivo volvieron a la “causa Riachuelo” un caso latinoamericano emblemático, en tanto ilustra con elocuencia los alcances y las vicisitudes que comporta la judicialización de los procesos políticos.

En particular, estas páginas posarán su atención sobre una de las múltiples aristas de la sentencia: el conflicto desatado cuando una orden de construcción de un camino ribereño —entendido por la justicia como necesario para la transformación de la cuenca— colisionó con los intereses de la población de las villas y asentamientos1 situados sobre los bordes del río. La apuesta aquí no será la adopción de una perspectiva socioterritorial de la cuestión, que ya ha sido explorada en numerosos trabajos (Carman, 2017; Fainstein, 2015; Scharager, 2019). Por lo contrario, el eje serán las controversias sociojurídicas que despertó la traducción (Callon, 1986) o transcodage (Lascoumes, 1996) de estos mandatos judiciales hacia el mundo de las políticas públicas. Esta dimensión del problema será asumida como punto de partida para ahondar en la comprensión y conceptualización de un fenómeno de creciente gravitación en el debate público, los sucesos políticos y la literatura académica, el denominado: activismo judicial.

Lejos de aprehenderlo en términos patológicos —como si fuera producto de una desviación respecto del funcionamiento normal (o deseable) del Estado y las instituciones—, la propuesta de este escrito es encuadrar el activismo judicial en una concepción sociológica sobre el derecho. Esto implica que este no debe ser entendido como un conjunto de textos estáticos listos a ser aplicados, sino como un discurso dinámico y polivalente, cuya “textura abierta” es el origen de numerosas indeterminaciones. Como todo lenguaje,

el lenguaje del derecho es polisémico, a pesar del esfuerzo de sus operadores y de los legisladores para asegurar que cada nuevo dispositivo, sea una norma técnica o la proclamación más solemne de un derecho humano, tenga un sentido unívoco (Azuela et al., 2015, p. 7).2

En consecuencia, su puesta en práctica requiere indefectiblemente de una operación intelectual condicionada por factores ideológicos, valorativos y extranormativos (Arcidiácono & Gamallo, 2014, p. 53).

Precisamente, y a propósito del conflicto por la construcción del camino ribereño, este artículo indagará en las cosmovisiones e intersticios interpretativos que dejan entrever las intervenciones de dos actores del poder judicial. Se trata, por un lado, del juez federal Luis Armella, nombrado por la Corte Suprema como responsable de operativizar los lineamientos marco de la sentencia y supervisar su traducción en políticas de saneamiento ambiental y, por otro lado, de la Defensoría General de la Ciudad3 de Buenos Aires, organismo autónomo y autárquico a cargo del patrocinio jurídico de la población afectada —también conocido como Ministerio Público de la Defensa y para los fines de este artículo como la Defensoría—. Se examinará cómo conciben el ejercicio de su rol y ponen en marcha sus prácticas judiciales activistas, entendidas como un uso de las posiciones, atribuciones y herramientas del campo jurídico para la consecución de objetivos políticos.

Claro está, la resbaladiza frontera entre lo político y lo jurídico ha despertado históricas polémicas entre juristas y filósofos/as del derecho y, más recientemente, en los estudios sobre la judicialización. A todos los fines prácticos, valga acaso hacer mención de dos posturas opuestas —ciertamente idealizadas—. En primer lugar, se hallarían quienes afirman que el derecho y su ejercicio son de una naturaleza eminentemente política (Poulantzas, 1970), deviniendo lógicamente estéril todo interés analítico en el activismo judicial. Pero esta posición, amén de su potencial validez genérica, impide examinar qué hay de peculiar en los procesos de judicialización más recientes a nivel local, regional y global, y obtura así todo intento sociológico de caracterizar qué tiene de nueva la relación actual entre los actores judiciales y los fenómenos políticos.

En segundo lugar, se podría identificar una postura que sostiene que, en la medida en que las acciones de los y las magistrados/as se ajusten a las reglas del derecho, no habría tal cosa como un “activismo judicial” o bien debería explicitarse su naturaleza “democrática” si se lo ejerce “legítimamente” (Peyrano & Peyrano, 2016). Pero esta posición conduciría fácilmente a una encerrona teórica y epistemológica, pues, como recuerdan Dezalay y Rask Madsen (2012), cualquier indagación sociológica sobre el derecho que esté demasiado cerca de su ortodoxia se arriesga a quedar atrapada en su lógica de dominación y, por ende, teñirse de los vicios y limitaciones del pensamiento jurídico. Como afirma Bourdieu (1987), este es el principal problema con la sociología del derecho; por este motivo analizar la judicialización desde las ciencias sociales implica echar por tierra con toda pretensión de exclusividad por parte de los/as juristas. En otras palabras, se deben cuestionar y traspasar las fronteras disciplinarias que resguardan el análisis de los problemas relativos a la justicia para quienes la practican o para quienes habitualmente se arrogan la potestad de cultivar saber sobre ella (Nosetto, 2014). Por este motivo, en lugar de analizarlo desde una posición interna —de acuerdo a su puesta en marcha, su coherencia y sus fundamentos—, debería más bien realizarse un estudio externo (Melé, 2011).

Desde este punto de vista, y partiendo del caso arriba mencionado, se apuntará aquí a examinar las controversias que suscita el activismo judicial en acción, esto es, la puesta en práctica de la también llamada juristocracia (Hirschl, 2004) o democracia judicial (Kaluszynski, 2006). En particular, se analizarán los modos en que colisionan a) las políticas impulsadas por la justicia para resolver una violación estructural de derechos en el marco de un litigio estratégico (Puga, 2013) y b) la defensa de los derechos de quienes se ven afectados por esas medidas judiciales que, acaso paradójicamente, son señalados como sus beneficiarios. Como veremos, esta puja —personificada por un lado en el juez de ejecución, y por otro en las y los defensores públicos— hallará correlación en dos paradigmas o enfoques, que provisoriamente llamaré tecnocrático–autoritario . social–progresista.

El artículo adopta como estrategia metodológica el estudio de caso instrumental (Stake, 1999). El conflicto por la apertura del camino ribereño fue escogido como puntapié para profundizar en el conocimiento acerca de las formas que adopta el activismo judicial. La selección del caso se funda en el hecho de que en este se condensa la participación de actores del poder judicial con distintos objetivos y estrategias, y su puesta en relación permitirá iluminar distintas facetas de las prácticas judiciales activistas. Si bien el conflicto mencionado se ha extendido desde 2010 hasta la actualidad, estas páginas se centran especialmente en el periodo 2010-2012, durante el cual el juez de ejecución fue Luis Armella y se sentaron las bases de las principales controversias del proceso. El trabajo está basado en entrevistas a profundidad con distintos operadores y operadoras jurídicas involucrados/as en el conflicto —en especial el juez Armella y los abogados/as de la Defensoría General de la Ciudad—,4 así como en el análisis de fuentes secundarias como documentos institucionales del organismo de defensa, recursos de amparo y resoluciones judiciales.

El artículo se estructura en cinco partes. En primer lugar, se sitúan los aportes del artículo en el marco de algunos de los debates existentes sobre activismo judicial. En segundo término, se presenta el caso del saneamiento de la cuenca Matanza–Riachuelo y el surgimiento del conflicto por la construcción del camino ribereño. En tercer y cuarto lugar, se abordan respectivamente las dos mayores controversias desatadas entre el juez de ejecución y los defensores públicos: la que resultó de una contradicción entre el reordenamiento territorial y los usos del suelo preexistentes, y la relativa a la definición de las reglas procesales. Finalmente, se analizan las prácticas y estrategias de los actores en cuestión, examinando las características que deja entrever el activismo judicial en acción.

El carácter multifacético del activismo judicial

Los esfuerzos de conceptualizar el fenómeno de la judicialización han sido abundantes en la literatura de los últimos años. En términos generales, se halla una coincidencia en definirlo como un vínculo novedoso entre la política —entendida como forma no judicial de tramitación de los conflictos— y la propia esfera judicial —que comenzaría a implicarse en problemas usualmente zanjados en otros campos— (Smulovitz, 2008; Sieder et al., 2008; Domingo, 2004; Martín, 2011). Según la mayor parte de los trabajos, el renovado protagonismo del derecho y la justicia en asuntos de la vida política y social tiene como corolario una extensión de la discusión en clave jurídica y un incremento de la invocación de derechos en instancias tan variadas como manifestaciones populares, discursos de funcionarios y el quehacer de organizaciones de la sociedad civil (Arcidiácono & Gamallo, 2014). El derecho acabaría así por fortalecerse como marco interpretativo y horizonte de expectativas de los actores (Azuela, 2006; Delamata, 2013), es decir, como brújula con la cual estos se conducen ante la conflictividad.

Sin embargo, la relación conceptual de la judicialización con el activismo judicial ha tendido a ser más esquiva, pues a menudo ambas nociones se han utilizado de forma intercambiable, sembrándose confusión sobre sus respectivos alcances heurísticos. Por esta razón, la invitación aquí es a entender la segunda como una dimensión de la primera; más específicamente, propongo que el activismo judicial oficie de recorte analítico de la judicialización, privilegiándo de este modo el punto de vista de los actores que forman parte del campo jurídico y dejar en segundo plano el papel de otros agentes sociales, como movimientos de protesta o grupos que integran el sistema político institucional. Desde esta perspectiva, el activismo judicial, esto es, la búsqueda de objetivos políticos por parte de operadores jurídicos, hará referencia —sobre todo para los fines de este artículo— a dos grandes categorías de actores.

En primer lugar, abogadas y abogados autónomos de organizaciones no gubernamentales o de organismos de defensa pública que reclaman a la justicia por la violación de derechos para al mismo tiempo generalizar su cumplimiento. En otras palabras, consiste en profesionales e instituciones que apelan a estrategias legales para alcanzar objetivos sociales y políticos (Smulovitz, 2008), a menudo ligados a la defensa de los recientemente consagrados derechos económicos, sociales y culturales de población vulnerable, organizaciones populares y movimientos sociales.

La literatura ha caracterizado a estos actores como abogados “alternativos” (Manzo, 2016), “populares” (Carlet, 2015) o “anfibios” (Scharager, 2019), debido a cómo usan contrahegemónica o estratégicamente el derecho con el fin de alcanzar objetivos políticos. Son concebidos como operadores jurídicos que “humanizan al cliente” y “politizan la demanda jurídica” animando a la “organización colectiva de la clientela” (Manzo, 2016). En otros términos, enlazan una determinada expertise jurídica con el compromiso militante en pos de la protección de los derechos humanos (Carlet, 2015, p. 379).

Claro está, estos usos del derecho difícilmente podrían circunscribirse a los sujetos que lo ponen en práctica. Más bien, merece destacarse cómo distintas instituciones —en particular las defensorías públicas— han mostrado una particular predisposición a garantizar el acceso a la justicia por medio del trabajo territorial, entendido como modo de defender los derechos consagrados con la reforma constitucional de 1994 (Chellillo et al., 2014a).5

Tal es el caso de la Defensoría General de la Ciudad de Buenos Aires, que se aboca a designar abogados/as a personas con escasos recursos económicos en conflicto con el gobierno local. Desde su creación, esta entidad ha colocado un especial énfasis institucional en la problemática de las personas que habitan villas, asentamientos, pensiones y otras formas precarias de vivienda, anclándose en un discurso que coloca al “derecho a la ciudad” como principal eje argumental y sostiene que “sin justicia social urbana no hay ciudadanía” (Defensoría General de la Ciudad, 2016). Aquí, el activismo judicial de este organismo no refiere sino a la disputa jurídica por transformar el carácter programático de estos derechos en operativo. Se trata, en otras palabras, del problema de la exigibilidad de los derechos fundamentales, es decir, de cómo para los actores tales derechos se vuelven justiciables. La noción de “acceso a la justicia”, a partir de la cual la literatura a menudo ha abordado este problema (de Stefano, 2012, entre otros), permite indagar cómo las garantías, instituciones y procedimientos habilitados por los entramados jurídicos entran en acción para allanar un canal de reclamo en los tribunales, especialmente por parte de los sectores de menores recursos, es decir, aquellos cuyos derechos fundamentales suelen ser los más vulnerados y cuyas posibilidades de plantear una demanda judicial tienden a ser objetivamente menores.

En segundo lugar, la noción de activismo judicial hace referencia a la politización de los jueces y tribunales (Arrimada, 2017). Pero no es el eje de atención aquí de qué modo ello se traduce en una alineación más o menos explícita de estos actores con determinados sectores económicos o del sistema político. Más bien, el interés se halla en cómo los límites de lo justiciable se expanden hacia terrenos habitualmente reservados a formas no judiciales de tramitación de los conflictos, acrecentándose la capacidad de la justicia de torcer el rumbo de estos y, en particular, de generar cambios en las agendas pública y gubernamental por medio del involucramiento en la definición de políticas públicas.

Como indica Abramovich (2005), son cada vez más numerosas las causas en las que jueces y juezas colocan determinadas políticas de gobierno bajo su tutela, involucrándose no solo en su evaluación, sino también en su diseño y ejecución. Este aspecto de la judicialización es acaso uno de los que más controversia despierta en el debate público y entre las instituciones estatales, pues supone el avance de los tribunales sobre lo que con frecuencia se entiende como uno de los atributos del ejercicio del gobierno por excelencia, de acuerdo a la concepción montesquevina de la división de poderes. Más aún, la judicialización en materia de políticas públicas pone de relieve que se trata de un fenómeno que no consiste meramente en el ingreso de los conflictos al mundo de los tribunales —donde, tras traducirse a términos jurídicos, aquellos se clausurarían—, sino que comprende también los procesos por los que en el seno de la justicia se construyen “soluciones” que, al traducirse posteriormente a términos políticos, se convierten en conflictos.

Merecen mención en este sentido las decisiones judiciales activistas que pretenden generar cambios culturales extendidos, atención social en torno a determinados temas, transformaciones institucionales o alteraciones en las relaciones de fuerza entre actores gubernamentales. En Argentina, abundan los ejemplos sobre la intervención de jueces en procesos y decisiones políticas recientes: pueden traerse a colación sucesos que despertaron grandes polémicas en los medios de comunicación y la opinión pública como los pedidos de prisión preventiva a dirigentes políticos/as procesados/as, así como las causas abiertas contra diversas políticas del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). Pero también puede mencionarse, como parte de este fenómeno, la nueva generación de “casos estructurales” que conminan a múltiples agencias estatales a buscar soluciones duraderas a la vulneración masiva de derechos como la “causa Verbitsky” en la cual la Corte Suprema de Argentina requirió la reforma del sistema carcelario (Puga, 2013, p. 44), la sentencia T-025, con la cual la justicia colombiana buscó solucionar la situación de los/as desplazados/as por el conflicto armado (Rodríguez Garavito & Rodríguez Franco, 2015) o la “causa Riachuelo”, que apuntó a generar una respuesta integral a la degradación ambiental de una cuenca hidrográfica en Buenos Aires (Merlinsky, 2013).

Un litigio estructural: la causa Riachuelo

Inserta en un vórtice de degradación ambiental desde hace décadas, la cuenca Matanza–Riachuelo abarca una porción significativa del área metropolitana de Buenos Aires (ver figura 1) y constituye una de las primeras imágenes que se hacen presentes en el ideario sobre la desidia y el riesgo. Un limitado sistema de saneamiento cloacal, el vertido de desechos tóxicos por parte de miles de industrias y la multiplicación de basurales a cielo abierto son solo algunos de los factores que, a lo largo de los años, han hecho de Riachuelo uno de los ríos más contaminados del mundo (Caorsi et al., 2009).

Superficie de la cuenca Matanza–Riachuelo
Figura 1.
Superficie de la cuenca Matanza–Riachuelo

Este territorio conforma, junto con sus afluentes, una cuenca hidrográfica de 2238 km2 que abarca catorce municipios y cuenta con más de ocho millones de habitantes.



Fuente: Elaboración propia a partir de Fernández y Garay (2013).

Pero este territorio —en el que históricamente ha primado la desregulación de sus usos fabriles, la desatención a su acelerado proceso de poblamiento y la falta de políticas de integración a la trama urbana— no se caracteriza solamente por un deterioro en términos ambientales. La disminución progresiva de su valor lo convirtió asimismo en el ámbito por excelencia para el asentamiento de población con bajos recursos. Algunos de los más deteriorados índices socioeconómicos metropolitanos han tendido a condensarse allí, y en particular en las numerosas villas y asentamientos que han proliferado en las cercanías del río.

Una nueva página se abrió en la historia de la cuenca a partir de 2006, cuando la Corte Suprema declaró su competencia originaria frente a una demanda vecinal por los daños y perjuicios causados por la contaminación. En su pronunciamiento, los jueces conminaron al Estado nacional, a la provincia de Buenos Aires y a la ciudad de Buenos Aires a presentar un plan integral de saneamiento, y en 2008 —cuando dictaron una sentencia definitiva— se establecieron como objetivos últimos la mejora de la calidad de vida de los habitantes de la cuenca, la recomposición del ambiente y la prevención de daños (Corte Suprema de Justicia, 2008, p. 16).

Para dar curso a sus mandatos, el máximo tribunal diseñó un esquema jurídico por el cual se designó a Luis Armella, titular del Juzgado Federal del partido de Quilmes (situado en el sur del área metropolitana), como responsable de conducir la ejecución del fallo y controlar la formulación y ejecución de las políticas de saneamiento. Los años del juez Armella estuvieron signados por la exigencia de informes periódicos a las autoridades políticas, la convocatoria a audiencias que colocaban sobre la mesa los niveles de avance, y la imposición de multas a los/as funcionarios/as que incumpliesen las resoluciones y plazos estipulados. El magistrado se destacaría a su vez por exigir el llamado a licitación para la realización de obras, señalar a los actores responsables de cumplir con cada una de sus resoluciones y establecer el contenido de las tareas que debían ser realizadas.

Entre las diversas dimensiones de la sentencia emitida por la Corte Suprema —que el juez Armella debía dinamizar— se hallaba un requerimiento de llevar adelante una “limpieza de márgenes” del Riachuelo y “transformar toda la ribera en un área parquizada”. Pero esa franja de la cuenca, además de albergar industrias y basurales, era el hogar de miles de personas que habían hallado allí su rincón en la ciudad. El proceso judicializado de saneamiento se toparía, por ende, con un complejo problema social a resolver.

El derecho a la vivienda, ¿un obstáculo para la reparación del derecho al ambiente?

El 7 de julio de 2009, el juez Armella dictó la primera resolución referente a la “limpieza de márgenes” que había sido ordenada por el máximo tribunal. En ella colocó como eje argumental una normativa prácticamente en desuso en el campo jurídico hasta entonces: el artículo 2.639 del Código Civil, que en la época de su redacción (hacia 1871) apuntaba a garantizar una franja de libre circulación —un “camino de sirga”— de 35 metros de ancho a cada lado de los ríos.

Originalmente, este sendero tenía como fin facilitar que desde las orillas se acarreasen los barcos por medio de caballos. Pero a partir de sucesivas resoluciones, Armella comenzó a dotar al camino de sirga de nuevos significados. Precisamente, el 28 de marzo de 2011, el juez le imprimió un giro ambiental. Afirmó que este instrumento “[encuentra] su norte no solo en lo atinente a la navegación, sino también en la protección de las aguas, la biodiversidad, el ecosistema y, en definitiva, el medio ambiente en general” y aseguró que obedecía, al fin y al cabo, a la “satisfacción de la dignidad humana” (Juzgado Federal de Quilmes, 2011a, p. 6).

En una resolución del 27 de abril del mismo año, Armella ahondaría en sus argumentos en una búsqueda por justificar la validez e importancia de este instrumento jurídico para la causa Riachuelo. El juez ligaría el camino de sirga a la necesidad de una “planificación seria y comprometida con el porvenir, que deje de lado el facilismo de diseñar las obras pensando solo en el hoy, desentendiéndose del futuro”, y resaltaría que

la Cuenca Hídrica Matanza–Riachuelo se [debe convertir] en una zona accesible y aprovechable para los ciudadanos […], con fluidez en el tránsito y de apreciable belleza ecológica y arquitectónica, apta para la recreación y el disfrute, dejando de ser así, definitivamente, el patio trasero de la casa donde se tiran los desechos.

En este sentido, advertiría a los gobiernos condenados —el nacional, el provincial y el local— que

al recuperarse la zona, se valorizará la misma haciendo que el sector privado se interese en ella fomentando así la inversión […], convirtiendo la zona en un lugar de visita y recreación (como lo es el caso de Puerto Madero o ciudades de otros países, como el Sena o el Rin), [y sostendría que las obras] a futuro seguramente se convertirán en una fuente […] para el fomento del turismo (Juzgado Federal de Quilmes, 2011b, p. 7).

De este modo, la vieja normativa del Código Civil cobraba en sus escritos nuevos sentidos: de su finalidad relativa a la navegabilidad se viraba hacia una utilidad en términos de política económica, urbana y ambiental. La construcción del sendero ribereño aparecía como una condición sine qua non para una transformación estructural y perdurable de la cuenca, cuyos efectos redundarían en oportunidades inmobiliarias y de esparcimiento, mejoras paisajísticas y una mayor “dignidad humana”. Pero, por otro lado, el juez Armella lo entendía como necesario en función de las tareas de saneamiento que apremiaban en lo más inmediato: “es una cuestión de logística, hay que tomar posesión del lugar […]. Hay que recordar cómo se construyó el Canal de Panamá. Primero hay que tomar dominio político de la cuenca […]. Se empieza por ahí” (Entrevista al juez Armella).

Claro está, luego de siglos de crecimiento urbano a lo largo de la cuenca Matanza–Riachuelo, lejos estaban los bordes del río de estar vacantes. Se hallaban allí basurales, fábricas, edificios abandonados y, sobre todo, viviendas precarias pertenecientes a asentamientos y villas que en el transcurso de numerosos años se habían extendido hasta los mismos taludes (ver figura 2). Sin embargo, desconociendo en su diagnóstico la dimensión social de la cuestión, el juez Armella exigió a los gobiernos competentes la “eliminación de obstáculos” de los márgenes del Riachuelo. Así recuerda esta etapa Luciana Freire, una abogada implicada en la causa como integrante de la Defensoría General de la Ciudad de Buenos Aires:

Lo que] sabían era que había barcos, autos, basura […]. Ahora, que el 90 % de las villas de Buenos Aires den al Riachuelo, yo creo que nadie se lo había puesto a pensar. Que sacando bolsitas de basura iban a encontrar a… 15 mil personas […]. Todo se manejaba en el expediente de ‘limpieza de márgenes’: limpiando los márgenes, en ese expediente, advierten que había gente. Te lo juro que no es una metáfora […]. Y ahí la respuesta que encontró Armella es esta figura jurídica del camino de sirga.

Zonas del camino de sirga ocupadas por viviendas en el margen porteño del Riachuelo
Figura 2.
Zonas del camino de sirga ocupadas por viviendas en el margen porteño del Riachuelo

El Pueblito, Villa 21–24, Magaldi, Villa 26 y Luján son los cinco barrios que se extendían hasta la ribera del Riachuelo al emitirse la orden de apertura del camino costero.



Fuente: Elaboración propia a partir de Clarín (2018).

Las consecuencias de estas definiciones sobre los modos en que los gobiernos condenados llevarían a cabo los mandatos fueron inmediatas. En el caso de la ciudad de Buenos Aires, el gobierno local se halló sin indicaciones con respecto a cómo proceder, y por lo tanto contaba con amplios márgenes de interpretación y acción. En el asentamiento Magaldi, los pobladores y pobladoras recibieron cédulas de notificación que solicitaban la “liberación del camino de sirga” en un plazo de 48 horas. Mientras tanto, en el caso de los denominados “sueltitos”, la modalidad sería más contundente, como relata Darío, otro abogado del mismo organismo:

venían con las máquinas y les tiraban la casa abajo […]. Era una situación súper violenta, porque los dejaban en la calle […]. Era lo más fácil, no había ningún tipo de organización y ningún tipo de resistencia posible. Iban, tiraban abajo, se iban. Simple.

Se trataba de personas que no habitaban dentro del entramado de las villas y asentamientos, sino en viviendas aisladas, dispersas a lo largo del zigzagueante río y ubicadas en los rincones formados entre galpones, puentes y basurales.

Tanto en el caso de Magaldi como en el de los “sueltitos”, el Gobierno de la Ciudad ofreció como única alternativa el otorgamiento de subsidios habitacionales, que apenas eran suficientes para un puñado de meses de subsistencia en una pensión o inquilinato. Como diría Darío, esta opción implicaba que “pasaban de tener una casa a no tenerla”. En lugar de morigerar las situaciones de vulnerabilidad, la implementación de la sentencia acababa reproduciéndolas o incluso agravándolas, pues se sometía a la población ribereña a una erradicación violenta y forzosa que los dispersaba y quebraba sus redes de solidaridad.

La primera acción judicial contra el accionar del Gobierno de la Ciudad fue realizada a fines de 2010 por el equipo jurídico de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA Capital), uno de cuyos integrantes se incorporaría poco después a la Defensoría General de la Ciudad e iniciaría la protección de los afectados desde dicho organismo. Más precisamente, tras haberse apersonado en las primeras demoliciones y presentar recursos para lograr que –cuanto menos– se le garantizase a los desalojados un subsidio habitacional temporal, la CTA Capital interpuso una acción de amparo con el objetivo de detener los procesos en curso y al mismo tiempo exigir reglas para los casos por venir, reclamando que se garantizase “un efectivo acceso a la vivienda digna y adecuada y todos sus derechos conexos” (Pajares de Olivera et al., 2010, p. 2).

Según el amparo, el proceder del Gobierno de la Ciudad en pos de la “liberación” del camino de sirga incurría en “malicias”, “desprolijidades” e “ilegalidades”, y evidenciaba la carencia de políticas públicas “respetuosas de los derechos humanos” (Pajares de Olivera et al., 2010, p. 2). De acuerdo con el recurso de amparo, se corría el riesgo de que las acciones ligadas al saneamiento ambiental de la cuenca Matanza– Riachuelo riñeran directamente con el resguardo de los derechos de las personas más afectadas por la sentencia. Más aún, denunciaba que el accionar gubernamental “contrabandea[ba] una segunda intención”: el desarrollo de políticas de vivienda expulsivas (Pajares de Olivera et al., 2010, p. 3). El amparo denunciaba entonces la violación del derecho a la vivienda, afirmando que no se habían adoptado “todas las medidas y recursos para respetar el principio de radicación definitiva y de no regresividad” (Pajares de Olivera et al., 2010, p. 92). De este modo, el recurso presentado sentaba las bases para exigir la relocalización de los/as afectados/as por sobre el mero otorgamiento de subsidios u otro tipo de soluciones transitorias.

Por otro lado, la presentación de la CTA Capital alertaba sobre los efectos sociales de los desalojos, remarcando entre ellos “la descomposición del grupo familiar, la deserción o atraso escolar de los niños, el desarraigo y un empeoramiento y encarecimiento generalizado de las condiciones de vida”. Por estos motivos, se fundamentaba en el texto que, de no mediar un “procedimiento de ejecución […] respetuoso de los derechos humanos” (lo cual constituiría “la única manera posible de leer las obligaciones emanadas del fallo”), el accionar oficial acabaría profundizando el déficit habitacional y vulnerando derechos (Pajares de Olivera et al., 2010, p. 91).

Tal procedimiento de ejecución debía, en consecuencia, guiarse por “la más elemental lógica de trabajo” propia de un proceso de relocalización, que supondría involucrar a la población afectada y respetar el derecho a la vivienda y sus derechos conexos. Todo proceder contrario “habilita[ría] a sospechar que en realidad [la] falta de política no es una desidia, sino una política activa de expulsión planificada” (Pajares de Olivera et al., 2010, p. 92).

Los diagnósticos de la CTA Capital, que luego la Defensoría haría propios, apuntaban a las medidas tomadas por el Gobierno de la Ciudad, pero en sus argumentos subyacía una permanente referencia al juez de ejecución como habilitador de las políticas que estaban en proceso de implementación. En efecto, al escasear las directivas judiciales respecto de cómo debía conducirse el proceso, el gobierno local actuaba sin ataduras. Tanto en el fallo, como en su largo derrotero por los tribunales, la causa judicial se tramitaba en términos de una afectación del derecho al ambiente sano y la salud, pero la situación de los millones de habitantes de la cuenca en materia de vivienda —y en especial aquella de la población del camino de sirga— solo aparecía de modo secundario. Los términos “erradicación” y “relocalización” eran utilizados indistintamente en las resoluciones judiciales (Chellillo et al., 2014a): resulta ilustrativo en este sentido que, en una de ellas, Armella afirmó que “[debe ponerse] en conocimiento a […] los particulares que han avanzado sobre el ámbito del río que deberán deponer su actitud invasora y egoísta de manera inmediata […] con el fin de] recuperar el espacio público” (Juzgado Federal de Quilmes, 2010, p. 7).

Como señala Azuela (2018), cuando del mundo de los tribunales se trata, el diablo está en los detalles: estos logran tener significativas implicaciones en los modos de ejecutar los fallos, ya que la lógica burocrática es un rasgo ineludible del sistema judicial (p. 13). Asimismo, debe recordarse cómo, según argumenta Santos (2009), la retórica no solo es un componente estructural del derecho, sino también una estrategia clave en la toma de decisiones. Toda posición jurídica implica determinados niveles de uso de este recurso, ya que la justificación requiere de una capacidad de persuadir, fundada a su vez en el potencial argumentativo de secuencias y artefactos verbales y no verbales aceptados como válidos por determinado grupo social (Álvarez Ruiz, 2016).

La resolución de Armella, en su ambivalencia conceptual y su desentendimiento argumental respecto del destino de la población de la ribera, habilitaba al Gobierno de la Ciudad a que acoplase el cumplimiento de la condena a sus políticas y metodologías habituales. En aquella época, el presupuesto de vivienda se hallaba en franco descenso, el déficit habitacional se profundizaba, el mercado inmobiliario formal se destacaba por su desregulación y los desalojos se volvían cada vez más asiduos, mediados por operativos violentos y represión policial. De este modo, se anticipaban las consecuencias que tendría la sentencia para los y las habitantes del camino de sirga.

La disputa contra la exclusión procesal y por el acceso a la justicia

Cuando la CTA Capital presentó su recurso de amparo ante un tribunal del poder judicial de la ciudad de Buenos Aires, este lo concedió y requirió la detención de los desalojos que estaba llevando a cabo el poder ejecutivo. Sin embargo, el Gobierno de la Ciudad se dirigió al juez de ejecución, Luis Armella, con el fin de alertarle sobre la intromisión de otro magistrado en un asunto que remitía a una orden emanada de su propio juzgado. En efecto, la solicitud se realizaba en representación de habitantes de la ciudad de Buenos Aires, pero aquello por lo que estos/as reclamaban tenía origen en una causa conducida desde otra jurisdicción. Con este acto en el que dos jueces se arrogaban potestad sobre el proceso, conocido en la jerga jurídica como “conflicto positivo de competencia”, la apertura del camino de sirga llegaba a un momento determinante: ¿dónde se iba a arbitrar el proceso de apertura del camino de sirga? ¿Bajo qué reglas de juego? ¿En base a qué ámbitos de competencia jurídica?¿Con la participación de qué actores?

Cuando la Corte Suprema determinó que la ejecución recaería sobre el Juzgado Federal de Quilmes, afirmó que debía asegurarse

la uniformidad y consistencia en la interpretación de las cuestiones que se susciten, en vez de librarla a los criterios heterogéneos o aun contradictorios que podrían resultar de decisiones de distintos jueces de primera instancia. [De lo contrario, se frustaría] la ejecución de la sentencia y [se estimularía] una mayor litigiosidad que podría paralizar la actuación de la agencia administrativa interviniente (Corte Suprema de Justicia, 2008).

Por este motivo, el máximo tribunal había establecido que él mismo sería el único con capacidad de revisar las decisiones tomadas por el juez de ejecución, quedando eliminada la posibilidad de que, tal como indican los mecanismos habituales del poder judicial, se pudiera recurrir antes a un juzgado de segunda instancia.

De acuerdo a Maldonado (2016), este pronunciamiento de la Corte Suprema rompía con las reglas de competencia establecidas en los mecanismos procesales de la justicia argentina y diseñaba de este modo un sistema recursivo sui generis que apuntaba a evitar litigiosidad y dilaciones en la ejecución de la sentencia. Así, “estableciendo una relación casi excluyente del juzgado de ejecución con la Corte Suprema” (p. 216), quedaba eliminada la posibilidad de que otros tribunales interviniesen en cualquier asunto relativo a la causa Riachuelo.

Debe destacarse que el saneamiento de la cuenca atañía a un territorio con millones de habitantes que, de acuerdo a las reglas procesales establecidas, no tenían entidad jurídica en la causa. Sin embargo, una gran cantidad de ellos/as —especialmente los y las del camino de sirga— se veían directamente involucrados/as a raíz de los efectos de las políticas implementadas. La intervención de los defensores públicos haría de esta falta de reconocimiento de los afectados y afectadas como actores procesales uno de los principales conflictos jurídicos del proceso judicial.

Es preciso atender a esta complejidad en mayor detalle. El proceso judicial contó desde sus inicios con una fisionomía peculiar, pues se convirtió en una causa sin víctimas en términos procesales: los condenados serían parte de ella, pero los/as afectados/as no tendrían entidad en el expediente. Como consecuencia, los “destinatarios” que debían recibir una reparación a través de la sentencia —esto es, las personas cuya “calidad de vida” debía ser “mejorada”— no fueron dotados del derecho a apelar, ser notificados, impugnar las etapas de ejecución ni denunciar cualquier vulneración de derechos como consecuencia de la implementación de políticas por parte de los gobiernos condenados.

Esta exclusión, sumada a la falta de correspondencia entre la jurisdicción donde se conducía la causa y la que se hallaba bajo la égida de los defensores, tendió a materializarse en un recurrente rechazo de las presentaciones realizadas en representación de los afectados. Así, en el caso de un reclamo realizado para denunciar el desalojo de los “sueltitos”, el juez recordaría que la sentencia dictada por la Corte Suprema “estableció con precisión las partes intervinientes”, y que por ende los peticionantes deberían “canalizar a través de las vías procesales correspondientes […] el resguardo de los intereses que creen afectados”.

Como señalaba Luciana, una de las abogadas de la Defensoría General de la Ciudad: .[cuando] nosotros presentamos un escrito primero nos dicen “el vecino no es parte”, [segundo] nos dicen “no es su competencia, ustedes [vayan al] Poder Judicial de la Ciudad”». En definitiva, los desalojos en el camino de sirga no solo ponían en juego el derecho a la vivienda, sino también el propio derecho de los afectados y afectadas de “acceder a la justicia”:

Se erradicó a numerosas familias de su barrio […] del peor modo posible: sin otorgarles la posibilidad de ser oídos por la justicia, sin realizar notificaciones previas, sin garantizar el acceso a una defensa o un patrocinio jurídico […], sin garantizar la posibilidad de interponer recursos jurídicos […], sino por el contrario mediante el uso de la fuerza […], mediante una orden de allanamiento de características penales, con hermetismo previo, sin defensa alguna, lo que constituye un verdadero desalojo forzado contrario a la normativa vigente (Defensoría General de la Ciudad, 2011, p. 5).

Como diría un defensor en una entrevista: “siempre estamos pisando sobre terreno resbaladizo [...], no somos una parte reconocida en la causa: no nos llaman a hablar y ni siquiera a presenciar las audiencias […]. Una situación muy gris y contradictoria al mismo tiempo”. A raíz de esta falta de reconocimiento jurídico, el traslado de las demandas de la población de la ribera a los tribunales representaba un verdadero desafío que solo podría abordarse complementando la estrategia jurídica con la acción política.

A partir de su presencia cotidiana en los barrios del camino de sirga, especialmente en las asambleas de los afectados, los/as defensores/as apuntarían a un doble objetivo. Por un lado, convertir a la sumatoria de individualidades en un colectivo social y político para alcanzar, en nombre de la legitimidad de este, una mayor capacidad de penetrar los esquivos mecanismos de la causa judicial. En otras palabras, representar a los afectados y afectadas como grupo se volvía una vía más efectiva hacia el reconocimiento que oficiar como abogados/as de un sinfín de casos particulares (Scharager, 2019). Por otro lado, la presencia de los defensores en el territorio se proponía apuntalar la construcción de un conflicto contra el gobierno y, eventualmente, contra el propio tribunal que conducía la causa. Por medio de movilizaciones, el acceso a medios periodísticos, la presentación de proyectos de ley y la participación coordinada en las mesas de negociación con diversos actores, se apuntaba a influir en el proceso judicial y torcer las decisiones y acciones del gobierno en la implementación de las políticas tendientes a la construcción del camino de sirga. Consistía, a fin de cuentas, en un patrocinio jurídico heterodoxo que exhibía otra faceta de las prácticas judiciales activistas.

De la justicia de la obra pública al progresismo de derechos

La impronta que el juez federal Luis Armella le otorgó a la causa constituyó, desde sus inicios, una dimensión insoslayable del proceso de ejecución de la sentencia. Caracterizado como “sheriff” o “intendente” de la cuenca por parte de numerosos actores entrevistados, el magistrado se destacó por una vocación dinamizadora y aleccionadora sobre los condenados. Su tarea, ubicada en la intersección entre la exigencia de resultados y la definición de las vías necesarias para alcanzarlos, estaba signada por la definición de plazos rigurosos para el cumplimiento de sus mandatos y la convocatoria a audiencias en las cuales los gobiernos implicados debían exhibir avances. Así recuerda estos encuentros una integrante de la Defensoría General de la Ciudad:

Armella los cagaba a pedos en frente de todos como director de escuela. Citaba a una audiencia [...] y decía “¿y usted por qué no cumplió? ” [...]. Iba con un dedo y decía “usted haga esto, usted haga lo otro” […]. Todo el mundo decía que era el intendente de la cuenca, porque se manejaba así. No tenía un modo de manejarse como del Poder Judicial sino de intendencia.

Sin embargo, fueron las sanciones económicas una de las aristas más emblemáticas de su rol como juez de ejecución. A partir de 2009, distintos funcionarios comenzaron a recibir multas a ser pagadas diariamente con sus patrimonios personales hasta tanto cesasen sus incumplimientos a las órdenes judiciales. Tales fueron los casos del presidente de la Autoridad de la Cuenca Matanza–Riachuelo,6 Homero Bibiloni, y del intendente del municipio de Lomas de Zamora, Jorge Omar Rossi. Mientras que en el primer caso las multas marcaron el inicio de una mayor celeridad en el desempeño del organismo, en el segundo las sanciones generaron una gran controversia, debido a que el funcionario presentó su renuncia poco después de ser notificado. Este tipo de medidas tampoco tardaron en generar irritación en el gobierno nacional y cobrar una alta reverberación pública: en un discurso ampliamente reproducido, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner afirmaría que el juez Armella “tenía aterrorizado a todo el mundo” y que “los jueces no son dioses”.

La labor del juez estuvo marcada a su vez por el modo en que ancló el abordaje de la problemática ambiental en una perspectiva centrada en el potencial de la obra pública. Lejos de ser meramente folklóricos, los citados pasajes de sus resoluciones —como aquellos que visionaban el saneamiento de la cuenca como una gesta de la ingeniería y al camino de sirga como una proeza de la arquitectura— eran sintomáticos de un enfoque sobre las potestades de las que el juez se veía investido en pos de la intervención política. Asimismo, este raciocinio “ingenieril” —como lo definiría en una entrevista un abogado de la Defensoría—, colocaba como eje rector a las necesidades técnicas del proceso de saneamiento y tendría como corolario un soslayamiento de los efectos sociales de las decisiones judiciales.

Según se argumentó, las resoluciones de Armella, además de habilitar una expulsión inconsensuada y violenta de la población del camino de sirga, se caracterizaban por producir indirectamente una afronta al derecho a la vivienda. A su vez, la propia estructura jurídica de la causa judicial obturaba la posibilidad de que los habitantes de la ribera pudiesen formar parte del expediente como actores procesales, quedando así subsumidos a una situación incierta e irregular que ponía en entredicho su capacidad de acceder a la justicia. En definitiva, los “obstáculos” a los que se refería el juez a la hora de ordenar la construcción del camino de sirga acabarían siendo menos un recurso retórico que una definición sobre el lugar que ocuparía la cuestión social en la implementación de las políticas ambientales judicializadas.

Esta perspectiva enarbolada por el juez de ejecución se basaba entonces en un notorio uso de la autoridad judicial como medio para —bajo argumentos tecnicistas— conducir un proceso de obra pública en desmedro de la contemplación y defensa de los derechos sociales de la población afectada. Este enfoque resultó ser antagónico respecto de los principios que ordenaban el discurso, la visión y los objetivos de la Defensoría General de la Ciudad. En efecto, el accionar de esta última se basaba en una cosmovisión jurídica que, siguiendo a Azuela (2014), podríamos llamar “paradigma de los derechos fundamentales” —o, más simplificadamente, social-progresista—. Como vimos a lo largo de estas páginas, los argumentos de los defensores se anclaban en la defensa de los derechos económicos, sociales y culturales de los/as afectados/as, consistentes no solo en un conjunto de garantías reconocidas por la legislación, sino también en una visión sobre el sentido del derecho en sí mismo. Como afirma Santiago (2008), este enfoque desplaza el principio según el cual los derechos humanos valen en la medida en que los reconocen las leyes hacia la idea de que las leyes solo valen en cuanto respeten los fundamentos de los derechos humanos (p. 7). Se trata de una cultura jurídica crecientemente moralizada e inspirada en los derechos humanos que confronta con los principios neutralistas y formalistas característicos del positivismo jurídico (Manzo, 2016, p. 186).

Ciertamente, la condición de posibilidad de que esos derechos pudiesen ser reclamados por medio de los mecanismos ofrecidos por el sistema jurídico es su arraigo en la legislación nacional e internacional. Sin embargo, su mera existencia dista de equivaler a su vigencia práctica y, en efecto, han proliferado los debates en torno a su carácter jurídico: ¿acaso su vulneración es justiciable? ¿Deben los actores estar habilitados a —y ser capaces de— reclamar su cumplimiento? ¿Consisten apenas en principios marco, paraguas normativos, cuyo fin sería orientar el ejercicio del derecho y la política?

Este problema es particularmente sensible para organismos como la Defensoría, guiados por una estrategia que hace de los derechos económicos, sociales y culturales la punta de lanza del litigio contra el Estado y la protección de la población vulnerable. Pero, ¿cómo batallar por la vigencia de estos derechos y lograr que en la causa conducida por el juez Armella el proceso judicial se reorganice en torno a determinados fundamentos constitucionales que, de lo contrario, persistirían apenas como expresiones de deseo, no más que lineamientos generales a los que la sociedad debería tender?

Precisamente, este organismo resalta las dificultades que representa el acceso a la justicia para los sectores populares; en función de ello sostiene que el abordaje territorial es un innegable aporte a la dilución de las fronteras que los alejan del poder judicial. Pero, además, entiende que la presencia en los territorios no es suficiente de por sí: debe procurarse asimismo “ingresar a los conflictos”, pues de lo contrario no se consolidaría “una política de defensa activa de acceso a la justicia” (Chellillo et al., 2014b, p. 43).

Desde estas premisas, afirma la Defensoría, se vuelve factible construir vasos comunicantes entre los “movimientos sociales” y la “defensa activa de derechos”: solo a partir de la construcción de un puente semejante en esa relación es posible que las “necesidades sociales que emergen de [los] conflictos” se transformen en “demandas de derechos”. Y para esta labor, no existiría otra opción que “estar presentes en los barrios afectados de la ciudad y en su dinámica organizativa [para lograr de ese modo salir] de nuestros escritorios […] concurrir a los lugares donde la lucha por los derechos tiene lugar […] [y] comprender los conflictos desde el punto de vista de los afectados (Chellillo et al., 2014b, p. 43).

Al extremar los preceptos neoconstitucionales, la Defensoría asume entonces que velar por el “acceso a la justicia” es una tarea cuyos límites son indeterminados. Así, adopta una posición proactiva, por la cual sale en busca de la vulneración de derechos, y no una forma de acción reactiva, que implicaría un espera pasiva de denuncias (Morales et al., 2008). De este modo, la protección de derechos acaba por extenderse hacia un enfoque territorial, imbricado con lógicas de acción propias de la política.

Conclusiones

Según se analizó en estas páginas, el caso de la orden de construcción del camino ribereño se destaca por condensar dos modos de ejercicio del activismo judicial. Por un lado, el llevado a cabo por el juez Armella, quien no solo se abocó a determinar las medidas que debían tomar los gobiernos condenados, sino también a realizar un seguimiento pormenorizado del proceso de cumplimiento de sus mandatos por medio de audiencias y la imposición de multas a los funcionarios responsables de eventuales incumplimientos. Por otro lado, el activismo practicado por la Defensoría General de la Ciudad, que no solo trasladó las demandas de los afectados y afectadas a la justicia, sino que también construyó un conflicto que sirviese de soporte extrajurídico a la vía del litigio.

El artículo permitió examinar las controversias surgidas en la intersección de estas dos facetas del activismo judicial. En primer lugar, aquella signada por la búsqueda del organismo de defensa de reordenar el litigio en torno a la concepción de los/as afectados/as como titulares de derechos económicos, sociales y culturales en oposición al enfoque sostenido por el Armella, que contraponía de modo irreconciliable los usos del suelo ya existentes en la ribera de Riachuelo con su nueva utilidad “pro ambiental”. En segundo lugar, las controversias estuvieron caracterizadas por una disputa en torno a la modificación de las reglas procesales, de modo tal que los/as afectados/as pudiesen formar parte de la causa y hacerse así de la capacidad de ser notificados, observar, impugnar y participar de los pasos dados para la liberación del camino de sirga. Tal como se analizó, su estatus jurídico permaneció sumergido en una zona gris, y las tensiones inherentes a esta ambigüedad se volverían una de las condiciones de posibilidad para que el conflicto desbordase los canales jurídicos y se desplazase hacia otras arenas de conflicto.

En miras de agendas de investigación futuras, estas controversias dejan entrever una serie de problemas e interrogantes sobre el activismo judicial. Según vimos, el litigio estratégico —acaso un ejemplo paradigmático del “gobierno judicial”— puede evidenciar un efecto ambivalente: a la vez que los jueces se asumen como actores capaces de reparar derechos estructuralmente vulnerados, la propia estructura jurídica que habilita esa intervención política podría ir en detrimento del propio derecho de la población afectada a acceder a la justicia. A su vez, la vocación interventora y disciplinante de los jueces sobre los procesos políticos podría incluso soslayar la dimensión social de las problemáticas que buscan abordarse. En nuestro caso, la pretensión judicial de reparar una compleja afectación al medio ambiente no solo acabó por confrontar con el derecho a la vivienda de la población que sufría el riesgo ambiental, sino que esta fue señalada como obstáculo para la protección de sus propios derechos. En definitiva, el activismo judicial no es monolítico como tampoco lo es el poder judicial. Por el contrario, debe atenderse a cómo allí, en juzgados y organismos de defensa, anidan distintos modos de intervención política, cuyos efectos no solo remiten a una transformación en la relación entre los poderes del Estado, sino también a la ampliación o restricción de derechos sociales.

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Notas

1 En Argentina, el concepto de villa hace referencia a los barrios informales que comenzaron a desarrollarse desde la década de 1930, cuando el proceso de industrialización dio lugar a grandes corrientes de migración interna hacia las grandes ciudades. También denominadas comunas (en Colombia), cantegriles (en Uruguay) y favelas (en Brasil), las villas se caracterizan por sus altos niveles de precariedad en materia de servicios públicos e infraestructura, así como por las frágiles condiciones de vida de sus habitantes. La noción de asentamiento, mientras tanto, alude a formas de hábitat popular propias de la década de 1980, cuando comenzaron a originarse tomas organizadas de tierras ante las dificultades en el acceso al suelo urbano. Hoy en día, las dos nociones son usadas en términos relativamente indistintos.

2 Traducción propia.

3 También conocido como Ministerio Público de la Defensa, consiste en un organismo autónomo y autárquico situado en el seno del Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires, con origen en la Constitución local sancionada en 1996 (más específicamente en la Ley Orgánica del Ministerio Público de 1998). Su principal función es otorgar representación legal y gratuita a la población vulnerable en conflicto con el Estado por vulneración de derechos, garantizándose el acceso a la justicia según se estipula en el artículo 12 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires. El organismo está compuesto por veinticuatro defensorías de primera instancia del fuero penal, contravencional y de faltas, seis defensorías de primera instancia del fuero contencioso administrativo y tributario, cuatro defensorías ante las cámaras de apelaciones —dos por cada fuero—, y dos defensorías generales adjuntas —una por cada fuero—, que defienden o representan a los habitantes de la Ciudad ante los diferentes estrados judiciales (véase https://www.mpdefensa.gob.ar/institucional/quienes-somos).

4 El nombre de los entrevistados y entrevistadas de la Defensoría General de la Ciudad ha sido modificado para preservar su anonimato. Por otro lado, vale remarcar que las citas ligadas al juez Armella corresponden a una entrevista que a pedido del entrevistado no fue grabada, y por dicha razón las frases a él atribuidas fueron reconstruidas a posteriori.

5 Las referencias a Chellillo et al. remiten a publicaciones oficiales de la Defensoría General de la Ciudad.

6 Se trata de un organismo de articulación interjurisdiccional creado en 2006 mediante la Ley 26.168 como respuesta a la sentencia de la Corte Suprema. Según señala su artículo 5, tiene como facultades “[la] regulación, control y fomento respecto de las actividades industriales, la prestación de servicios públicos y cualquier otra actividad con incidencia ambiental en la cuenca, pudiendo intervenir administrativamente en materia de prevención, saneamiento, recomposición y utilización racional de los recursos naturales”.

Notas de autor

* Doctor en ciencias sociales (Universidad de Buenos Aires) y geografía (Université de Tours). Becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas con sede en la Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires, Argentina. orcid: http://orcid.org/0000-0001-8217-6496. Correo electrónico: andres.scharager@gmail.com. Artículo no presentado en congresos ni como ponencia.