Fernán E. González González. Poder y violencia en Colombia. Bogotá: Odecofi, Cinep, 2014

Luis Enrique Ruiz González *
Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria, Colombia

Fernán E. González González. Poder y violencia en Colombia. Bogotá: Odecofi, Cinep, 2014

Revista Estudios Socio-Jurídicos, vol. 18, no. 1, 2016

Universidad del Rosario

En Poder y violencia en Colombia, el padre Fernán González presenta el documento más acabado, hasta ahora, de su trabajo en torno a las particularidades de la construcción del Estado en Colombia y la noción de “presencia diferenciada del Estado” (p. 29).

El propósito que guía el libro es enunciado por González desde sus primeras páginas: abordar “el análisis del proceso histórico de la formación del Estado colombiano para estudiar el papel que ha desempeñado la Violencia en la configuración del Estado colombiano” (p. 32).

Un aspecto conceptual fundamental utilizado por González, que proviene de todo el marco analítico y metodológico, se refiere a su propuesta de “una mirada interactiva y multiescalar del conflicto armado y la construcción del Estado en Colombia” (p. 28). En primer lugar, esta “mirada” se enfoca en las particularidades de los territorios, sus aspectos sociales, políticos y económicos específicos y la manera como estos conducen a una dinámica determinada de la violencia, del conflicto armado y del proceso político. De la mano del trabajo que González ha desempeñado en el Cinep 1 y en el Odecofi, 2 esta postura interactiva analiza los obstáculos y las potencialidades que ofrecen los territorios para el establecimiento o fortalecimiento de las instituciones democráticas en Colombia.

En segundo lugar, estos elementos que, en línea con la propuesta analítica de Odecofi, González denomina elementos estructurales son relacionados con factores subjetivos, es decir, con interpretaciones, valoraciones y marcos ideológicos de las personas y los grupos sociales frente a las tensiones existentes entre la configuración de sus territorios (localidades y regiones) y su grado de integración mediante el sistema político.

En cuanto a la metodología, González sugiere una perspectiva teórica interdisciplinaria que va desde la Antropología y la Sociología Política y pasa por la Historia Política y la Ciencia Política, en aras de construir un acervo teórico-conceptual bastante sólido para un objeto de estudio tan general y complejo como el proceso de construcción del Estado. Asimismo, en atención a la idea de mirada multiescalar, se vale de los estudios de caso desarrollados por investigadores nacionales que identificaron variados poderes en las localidades y regiones del país, con sus determinantes sociales, políticas y económicas, los cuales conducen a diversas formas de interacción y articulación con las instituciones del orden central y a la mencionada presencia diferenciada del Estado en esos territorios.

Las particularidades de los territorios son presentadas a partir de las investigaciones de autores nacionales con estudios de caso como el del suroccidente colombiano (Teófilo Vásquez), el oriente colombiano (Omar Gutiérrez), el Urabá antioqueño (Clara Inés Aramburo), el Bajo Putumayo (María Clara Torres), el oriente antioqueño (Clara Inés García) y Córdoba (Gloria Isabel Ocampo).

La revisión de los principales autores sobre la formación del Estado moderno europeo le permite a González discutir las limitaciones y precauciones que se deben tener en cuenta a la hora de utilizarlos como referentes para la descripción y el análisis de la formación del Estado en Colombia e, incluso, en Iberoamérica. De este modo, critica la idealización que ha tenido este modelo de formación del Estado, con pleno dominio directo sobre su territorio y la presentación de esa trayectoria de consolidación estatal como aquella que debe ser transitada por las demás sociedades.

El autor advierte los alcances limitados de las diversas posturas sobre la caracterización del Estado colombiano —como Estado “fallido” o “en vías de colapso”—, pues parten del modelo ideal del Estado moderno europeo y pierden de vista que las dificultades y limitaciones del proceso de formación del Estado colombiano obedecen a una trayectoria de construcción estatal distinta. Otro aspecto que, afirma González, se pierde de vista en ese modelo “ideal” de construcción estatal es aquel en el que esa “ausencia de Estado” no significa un vacío de poder, porque, con base en la propuesta de Mery Roldán (1989), pueden existir mecanismos locales propios de control social y organización política que se articulan o no, en diversos grados, con el poder central.

El aparato teórico y la revisión de la literatura de González se presentan de acuerdo con los cuatro elementos que componen el proceso de formación del Estado, según autores como Tilly y Elias: a) la integración territorial; b) la integración de estratos sociales y élites regionales y locales; c) la centralización política, y d) la construcción simbólica del Estado. La integración territorial se refiere al proceso de incorporación de territorios que se encuentran bajo el control de otras unidades políticas rivales por medio de las guerras, las alianzas o las rutas comerciales; no son adscripciones nominales del territorio, sino verdaderas interdependencias de ciudades centrales y demás regiones, villas y pueblos que componen su entorno.

El mismo ámbito de construcción territorial del Estado dio pie a la integración de estratos y clases sociales y a la transformación de la preponderancia de unas clases sociales sobre otras. La importancia creciente de una economía monetaria asociada con la industrialización significó una afectación de la estructura existente entre la Corona, los nobles y los burgueses. Los ejercicios que los reyes dirigían a la ampliación territorial de su dominio iban acompañados de la definición de relaciones con los grupos de poder, hasta ese momento bajo dominio de algún rey o señor territorial rival. La salvedad recurrente de González es valiosa: no es que las conductas de los reyes se dirigieran premeditadamente a la construcción de toda esa organización política llamada Estado, sino que los esfuerzos de la guerra y la confrontación entre poderes rivales imponían a estos señores territoriales la necesidad de recursos como el capital extraído de las clases sociales que lo producen y de la coerción necesaria para defenderse.

El tercer proceso —la centralización política— alude a la preponderancia de ciudades centrales que orientan las relaciones políticas y a la posibilidad de que estas tuvieran un dominio directo sobre el resto del territorio. Esta centralización o el establecimiento de dominio directo abarca la remoción o cooptación de aquellos intermediarios del poder real en los territorios y su sustitución por una burocracia que subordina aquellos poderes.

Por último, a partir de autores como Pierre Bourdieu y Philip Abrams, sostiene que la construcción simbólica del Estado enmarca la legitimación del ejercicio de la autoridad estatal, en especial, de la coerción y de la tributación, mediante la despersonalización del poder, la profesionalización de una burocracia dirigida a la administración “de lo público” y a la centralización en la producción del Derecho, por ejemplo. La construcción simbólica da lugar al propósito estatal —algunas veces más explícito que otras— de la homogeneización cultural de su población, incluidos la lengua, el sistema educativo, la simbología patria, etc.

La revisión de González sobre el papel de la violencia en la construcción del Estado moderno europeo también discute los alcances de trasplantar, sin condicionamientos, el rol que desempeñaron las guerras internacionales en la consolidación de Estados como el inglés, el francés y el prusiano. Con fundamento en el modelo de Tilly, la organización política que denominamos Estado, en términos modernos, surge por una combinación determinada de capital y coerción, necesarios para afrontar las guerras internacionales que conducen, sin premeditación, a cierta centralización política y homogenización social. Sin embargo, González anota que, luego de la instauración de Estados en el mundo, ya no correspondió a la presencia de aquellas condiciones “internas”, sino a una versión nominal de adopción del modelo del Estado-Nación que prescindía de las condiciones y tensiones internas, esenciales en la trayectoria de consolidación en casos como el hispanoamericano.

Aunque el mismo Tilly corroboraba las particularidades que la guerra había tenido frente a la zona de influencia del Imperio español, González describe cómo la situación iberoamericana estaba muy lejos de esa centralización política. Al contrario, la centralización borbónica era nominal y existían varias disputas regionales que se profundizaron en el contexto de la emancipación. La fortaleza relativa de esos poderes regionales condujo a dinámicas de transacción y negociación con los poderes que se pretendían centrales y dificultaban la centralización política alcanzada en los casos francés, inglés y prusiano.

González retoma las discusiones que Miguel Ángel Centeno plantea ante el modelo “belicista” de Tilly y coincide en que la brevedad e inoportunidad de las guerras internacionales entre los Estados iberoamericanos no produjeron los incentivos necesarios para centralizar el poder y cohesionar la población. Estas consideraciones son tenidas en cuenta por González para mostrar que ese rol diferenciado de las guerras y de la implantación del modelo del Estado-Nación explican los distintos recorridos de construcción estatal en lo que fue el Imperio español y en el cual no se configuraron los elementos de centralización política, control territorial y monopolio de la coerción.

El autor anota la complejidad de la relación entre las instituciones del Estado central y los poderes existentes en localidades y regiones, apoyado en los estudios de Michael Mann. No es una relación en una vía única desde el centro a la periferia. La forma de integración e interacción de esos poderes locales y regionales con las instituciones del centro propicia lo que González, en línea con Centeno, llama “equilibrios desastrosos” y el establecimiento y la reproducción de dinámicas clientelistas.

Luego de exponer a grandes rasgos la propuesta teórica de González, el libro se centra en el análisis y la descripción del proceso de formación estatal en Colombia. Las precisiones del libro son necesarias. Dicho proceso no tiene un carácter lineal y unidireccional; más bien, está compuesto por “idas y venidas, reveses y contradicciones” y sus diferentes elementos —como la centralización política y la integración territorial y social— se pondrán en evidencia en forma diferenciada a lo largo de los territorios y momentos históricos.

Afirmado en lo anterior, González describe siete etapas históricas: a) antecedentes del poblamiento colonial; b) los inicios de la República; c) el siglo XIX y comienzos del XX; d) desde la década del veinte hasta la del cincuenta; e) el Frente Nacional; f) los intentos de negociación política del conflicto, la apertura económica y la Constitución de 1991, y g) el proceso del Caguán, la seguridad democrática y el actual proceso de negociación en La Habana.

Es imposible resumir con suficiencia los aspectos examinados en cada uno de esos períodos históricos, pero sí es útil resaltar algunos aspectos específicos. Del poblamiento en los antecedentes coloniales, destaca la descripción del limitado control territorial del Estado español, debido a la poca integración entre estos centros poblados y a la existencia de amplios “espacios vacíos” a donde la población podía escapar de esa regulación central. Esto recuerda los postulados de Gellner sobre la concentración poblacional y la constitución de densas redes sociales y económicas como condicionamientos al surgimiento del Estado moderno o a la instauración de dominios indirectos y redes clientelistas. Ese dominio indirecto también se vio acompañado por la estructura burocrática del Gobierno español, en la que funcionarios oficiales con poder nominal coexistían con poderes locales como juntas de notables, que hacían necesario un esquema de negociación o “cogobierno”, limitaban la autoridad central y permitían fuertes resistencias a intentos centralizadores como las reformas borbónicas.

Las restricciones de esta autoridad central continuaron con la República. Las principales ciudades del momento —Bogotá, Cartagena y Santa Marta, entre otras— rivalizaban entre sí y, a su vez, cada una enfrentaba resistencias de ciudades secundarias y villas. En este punto, González acoge las lecturas sobre el proceso independentista y las juntas, que enfatizan las fragmentaciones regionales y anotan la lejanía de un ideario de unidad nacional para la emancipación y el fortalecimiento de un Estado central. En este contexto fragmentado surgieron los partidos tradicionales, cuyo faccionalismo, expresado en el control de redes clientelistas entre centros urbanos y su entorno rural, fue una nota distintiva del sistema político colombiano.

Además de esta forma intermediada de integración política de las regiones, González señala el papel de la economía cafetera en los incentivos a la integración territorial de nuevos ámbitos del país, hasta ese momento incomunicados. También subraya, de cara a la situación actual de Colombia, la importante relación de iniciativas de construcción y expansión de infraestructura con sus efectos en el plano de fortalecimiento o debilitamiento de determinadas redes políticas o la emergencia y declive de sectores sociales y económicos específicos.

Al hablar de las décadas del veinte y del treinta, sobresale la relación de la expansión de la economía cafetera de exportación con la exacerbación del problema agrario y del conflicto por la tierra entre colonos y terratenientes, con la inevitable alusión al trabajo de Legrand. La cuestión de la tenencia de la tierra produjo una nueva oleada de colonización y ampliación de la frontera agrícola y, asimismo, mostró los efectos de esas densas redes clientelares de los terratenientes para especificar, deliberadamente y en provecho suyo, los derechos de propiedad.

En las décadas del treinta y del cuarenta, se pusieron de manifiesto las tensiones entre los órdenes locales y la transición al Gobierno liberal en el orden nacional, lo que implicó una ruptura entre ambos. Tales disputas significaron la emergencia de conflictos violentos, sobre todo, en Boyacá y Santander, en donde los poderes conservadores aún estaban intactos y se veían amenazados por el ascenso del Partido Liberal en el ámbito nacional. La violencia paraestatal, tanto de los poderes locales conservadores como de las “indefensas” autoridades liberales recién nombradas, fue legitimada. En la lectura de González, merece mucha atención el papel de la Iglesia católica en la polarización y la escalada violenta de este período.

En cambio, la posterior transición a los gobiernos conservadores de Ospina Pérez y Laureano Gómez significó un conflicto de carácter nacional sin precedentes. “El Bogotazo” se convirtió en un catalizador de la generalización de la violencia partidista, en la que grupos armados se unían a gamonales locales y regionales conservadores y, en respuesta, se produjo la conformación de guerrillas campesinas de autodefensa. Los levantamientos espontáneos en diversos territorios del país fueron leídos por la dirigencia nacional conservadora como planes desestabilizadores del liberal-comunismo. González relata en forma anecdótica, pero detallada, esta teoría del complot, más fantasiosa que real. Aunque imaginaria, González muestra que tuvo efectos muy concretos en la resistencia a que el gobierno conservador de Mariano Ospina buscara apoyos liberales para gobernar y al objetivo de élites locales conservadoras de conformar grupos paramilitares. Tal privatización de la seguridad y la imposibilidad de ejercer el monopolio de la coerción estuvieron presentes y se exacerbaron desde los años siguientes hasta la actualidad.

El conflicto entre las dirigencias partidistas pretendió saldarse con el Frente Nacional: la paridad en las cuotas burocráticas y la alternancia en la Presidencia por dieciséis años. Si bien tuvo evidentes resultados en la reducción de la violencia, el Frente Nacional se convirtió en el contexto de aplazamiento de reformas sociales y económicas para atender a la transformación de la sociedad de ese momento. Como ejemplos, se tienen los intentos modernizantes del gobierno de Carlos Lleras Restrepo, así como la subsiguiente reversión con López Michelsen. Al tiempo, el Frente Nacional incrementó la autonomía de las redes políticas locales y regionales respecto a las dirigencias nacionales y fue un factor habilitante para la entrada al sistema político de actores como las guerrillas, los paramilitares o el narcotráfico en los años posteriores al fin del Frente Nacional.

El texto continúa con las dinámicas del conflicto de la década del ochenta y las negociaciones de paz adelantadas por los Gobiernos nacionales, desde el de Betancur, aunque también demarca la profundización del conflicto armado y las dinámicas diferenciadas de la violencia en el territorio.

De Poder y violencia en Colombia hay que resaltar, por lo menos, dos virtudes, relacionadas con todo el entramado teórico expuesto. La primera de ellas es la capacidad de síntesis de toda la batería teórico-conceptual que guía el libro. El recorrido por todos los autores, la clara delimitación de las perspectivas teóricas que aborda y los aspectos de una generalidad tan grande como es la noción de Estado guardan tal grado de coherencia y correspondencia, que facilitan su lectura y la comprensión de sus proposiciones.

La segunda virtud es que muestra toda la pertinencia de la discusión internacional sobre la formación de los Estados modernos europeos y el caso colombiano, mientras señala sus limitaciones. Es un ejemplo de revisión que escapa del provincialismo en nuestras Ciencias Sociales y se funda en la necesidad del análisis comparado, para dar cuenta de nuestras particularidades como Estado y como Nación.

Para finalizar, no se puede dejar de hablar de la conveniencia de Poder y violencia en Colombia en el contexto actual de las negociaciones entre el Gobierno y la insurgencia de las FARC en La Habana. El avance al considerarlas como un momento determinado de un proceso de largo plazo de construcción del Estado colombiano es único, pues tal carácter suele estar ausente en cualquier discusión sobre el proceso en La Habana y, al enmarcarlo en este proceso de construcción estatal, Fernán González percibe los potenciales y las limitaciones de las reformas que supondría la implementación de los acuerdos.

De hecho, esta obra permite evaluar el contenido de los acuerdos y la capacidad que tiene la sociedad colombiana para llevarlos a cabo. ¿Acaso las redes clientelistas que integraron en forma limitada ciertas regiones del país han desaparecido a la hora de instaurar una paz territorial? ¿Las políticas económicas frente al desarrollo rural modifican la estructura social en la que predominan los terratenientes y los campesinos tienen un papel subordinado, de cara a una subsecuente democratización política? Preguntas de este estilo advierten que la culminación de los acuerdos no cambian de un día para otro los condicionamientos necesarios para el fortalecimiento institucional y que establecer esas condiciones para la construcción estatal significará, en palabras de González, “avances graduales, fracasos, incertidumbres y hasta retrocesos” (p. 170).

Notas

1 Centro de Investigación y Educación Popular.

2 Observatorio colombiano para el desarrollo integral, la convivencia ciudadana y el fortalecimiento institucional en regiones fuertemente afectadas por el conflicto armado.

Notas de autor

* Politólogo y abogado de la Universidad del Rosario. Investigador en el Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria.