Anuario Electrónico de Estudios en Comunicación Social "Disertaciones"
eISSN:1856-9536

El alma corporizada: Las voces en las crónicas de Juan Villoro

The Embodied Soul: The Voices in the Chronicles of Juan Villoro

A alma encarnada: as vozes nas crônicas de Juan Villoro

Laura Ventura

El alma corporizada: Las voces en las crónicas de Juan Villoro

Anuario Electrónico de Estudios en Comunicación Social "Disertaciones", vol. 14, núm. 1, 2021

Universidad del Rosario

Laura Ventura

Universidad Carlos III, España


Recibido: 05 noviembre 2019

Aceptado: 29 mayo 2020

Publicado: 24 septiembre 2020

Información adicional

Para citar este artículo: Ventura, L. (2021). El alma corporizada: las voces en las crónicas de Juan Villoro. Anuario Electrónico de Estudios en Comunicación Social “Disertaciones”, 14(1), 1-15. https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/disertaciones/a.8421

Resumen: Juan Villoro explora en sus crónicas las voces de su generación, de sus compatriotas, de artistas e intelectuales, de personas anónimas, así como también, y especialmente, la propia, que aúna dos tradiciones: la europea y la americana.

Este trabajo parte de la definición de Villoro de la crónica actual como “el ornitorrinco de la prosa”, una metáfora que se refiere a la esencia híbrida de este género polifónico que bebe de otros géneros. Se exploran los textos de no ficción de Villoro mediante una lectura interpretativa y un análisis comparatista.

Se estudian textos de cronistas contemporáneos que hacen hincapié en la polifonía y en el carácter híbrido de este género. Se estudia la retórica de Villoro en sus crónicas, donde aborda un vasto abanico de temas. Estos no eluden el retrato sobre la cultura popular mexicana. Villoro escribe crónicas a través de las cuales, explica, apela a una “voz delegada”, un instrumento a través del cual le presta su voz y estilo a otros que le confían sus relatos y experiencias.

Se concluye que Villoro despliega una operación en sus crónicas donde busca reflejar “el alma corporizada”, es decir, las voces, de aquellos que narran sus experiencias. Villoro se convierte así en un testigo —término al que acude a menudo en su narrativa—, rol que elige adoptar para poder plasmar aquellas voces tan variadas de su sociedad en crónicas cercanas al ensayo y en particular a la autobiografía.

Palabras clave: Juan Villoro, crónica latinoamericana, México, ornitorrinco, polifonía.

Abstract: In his chronicles, Juan Villoro explores voices of his generation, his fellow citizens, artists and intellectuals, anonymous people, and in particular, his own, combining two traditions: the European and the American ones. This study begins with Villoro defining the current chronicle as “the duck-billed platypus of prose”, a metaphor referring to the hybrid essence of this polyphonic genre being derived from other genres. Villoro’s non-fiction texts are studied through interpretative reading and a comparatist analysis. Contemporary chroniclers’ texts that highlight the polyphony and hybrid character of this genre were analyzed.

Villoro’s rhetoric is studied in his chronicles, wherein a wide range of topics are addressed. These do not escape the portrait of the Mexican popular culture. Villoro writes chronicles through which he explains that he resorts to a “delegated voice”, an instrument by means of which he lends his voice and style to others who share their stories and experiences with him.

It is concluded that Villoro carried out an operation in his chronicles, wherein he tried to reflect “the embodied soul”, that is, the voices of those that narrate their experiences. Villoro thus becomes a “witness”, a term frequently used by him in his narratives, a role he chooses to play to be able to express such different societal voices in chronicles that resemble essays and autobiographies.

Keywords: Juan Villoro, Latin American chronicle, Mexico, duck-billed platypus, polyphony.

Resumo: Juan Villoro explora em suas crônicas as vozes de sua geração, seus compatriotas, artistas e intelectuais, anônimos, mas também, e principalmente a sua, que combina duas tradições: a europeia e a americana. Este trabalho parte da definição de Villoro da crônica atual como “o ornitorrinco da prosa”, metáfora que remete à essência híbrida desse gênero polifônico que se inspira em outros gêneros. Os textos de não ficção de Villoro são explorados por meio da leitura interpretativa. Também são estudados textos de cronistas contemporâneos, enfatizando a polifonia e o caráter híbrido do gênero. A retórica de Villoro é estudada em suas crônicas, onde aborda os mais diversos temas. Isso não foge ao retrato da cultura popular mexicana. Villoro escreve crônicas por meio das quais, explica, apela a uma “voz delegada”, instrumento com o qual empresta sua voz e estilo a quem lhe confia suas histórias e vivências. Conclui-se que Villoro implanta em suas crônicas uma operação onde busca refletir “a alma encarnada”, ou seja, as vozes de quem narra suas experiências. Villoro torna-se, assim, testemunha —termo que utiliza com frequência na sua narrativa—, papel que opta por assumir para captar as diversas vozes da sua sociedade em crónicas próximas ao ensaio e em particular à autobiografia.

Palavras-chave: Juan Villoro, crônica latino-americana, México, ornitorrinco, polifonia.

Orfebre de su tiempo. Artesano de su realidad. Juan Villoro intenta comprender el mundo, su generación, su país y la ciudad donde vive y, mientras persigue este propósito, juega con las palabras, las combina y las dispone para que su expresión conmueva a quien las lee o las escucha, ya que posee una notable destreza como orador, una virtud de la cual no todo intelectual goza. “El arte no depende de los materiales, sino de la manera de usar ese barro común”, escribe en las primeras páginas de La utilidad del deseo (p. 21), un libro conformado por ensayos, conferencias, recuerdos y reflexiones autobiográficas. Villoro elabora literatura de no ficción con voces: ajenas y también con la propia. Este es su material, aquel “barro común”, el testimonio de personas anónimas o célebres, voces individuales o colectivas, así como también con su propia voz.

Enemigo de los límites que encorsetan y de los cánones que dejan fuera ideas o autores (por ejemplo, ha recogido y elevado la figura de Ramón López Velarde, un autor popular, en El testigo y en La utilidad del deseo), Villoro aplica este principio a diversas esferas de su vida y producción. “No hay literaturas individuales; toda obra pertenece a una época abierta al influjo colectivo. Escribimos lo que está en el aire”, opina en La utilidad del deseo (2017a, p. 12). Villoro, además de sociólogo, es un narrador que escucha, que está atento al léxico, a las demandas de la opinión pública y a la sensibilidad social e intelectual. No solo se ubica desde un presente convulso —el mexicano—, con curiosidad y preocupación, sino que se ubica también en un campo personal: el de una tradición catalana y yucateca.

Villoro desafía los géneros con plasticidad estética. En ¿Hay vida en la Tierra? el autor advierte en el prólogo que ni él mismo sabe bien qué género construye o a cuál apela. Se refiere a “articuentos”, en la línea de las aguafuertes periodísticas de Roberto Arlt, donde narrará aquello que irrumpe en lo cotidiano, lejos de la magia, pero que resulta asombroso para un observador atento (p. 10). ¿De qué modo podrían estudiarse los textos de no ficción de uno de los autores más prolíficos de la lengua castellana? En su corpus de producción se encuentran crónicas —se volverá a ella en el final de este inciso—, columnas publicadas en diarios de gran tirada (tanto de México, España y Argentina), ensayos, a menudo, y en mayor o menor medida, autobiográficos (como “El rey duerme”), y entrevistas a celebridades del star system internacional (quizá la más conocida de ellas sea a Mick Jagger, en “Supongamos que no existen Rolling Stones”, o a Jane Fonda, en “Jane Fonda en media hora”). Las voces que Villoro reúne en sus textos de no ficción destacan por su “chispa dialéctica”, un término que utiliza Dés Mihaly en “Juan Villoro. Paisaje del post-apocalipsis”, donde además destaca la capacidad auditiva del autor mexicano (2005, p. 14): “Villoro es [también] un gran observador dotado de un oído finísimo. En la estrafalaria modernidad que reflejan sus obras, la tortillería se llama tortilladora y la panadería panificadora, ‘el tráfico está de pronóstico’, y los hombres preocupados por el destino de la patria describen a México como ‘una isla en el mar convulso de América Latina”.

Establecer una periodización de la obra de Villoro resulta complejo dada la gran cantidad de géneros que aborda su producción literaria (que incluye cuento, teatro, ensayo, novela, etc.) y periodística, y que explora de modo simultáneo. Villoro incursiona en la narrativa a través del cuento (El mariscal del campo, en 1978, y obtiene algunos premios en concursos literarios, entre ellos uno impulsado por la Universidad Autónoma de México, donde obtiene el segundo puesto en la categoría cuento, mientras que Roberto Bolaño, el tercero, en poesía). En este momento conducirá también un programa de radio El Lado Oscuro de la Luna (1977-1981), donde comienza a elaborar guiones para cada emisión, pero donde podrá en práctica y perfeccionara también herramientas de su retórica. Desde 1981 hasta 1984 reside en Berlín, donde se desempeña como agregado cultural de la Embajada mexicana. Continúa en esta primera etapa de su producción escribiendo relatos (Albercas, y Carlos Mosiváis incluye un cuento de Villoro en una antología del cuento mexicano del siglo xx llamada Lo fugitivo permanece, etc.). También dentro del género de ficción, en 1986 —una muestra de su plasticidad para crear en diversos géneros— Tiempo transcurrido, una primera aproximación a la no ficción en aquello que denomina en el subtítulo de esta obra “crónicas imaginarias”. Una segunda etapa de su producción puede establecerse a partir de 1989, dado que publica su primer libro de crónicas, Palmeras de la brisa rápida: un viaje a Yucatán, trabajo que le vale una invitación del diario El Nacional, de México, a escribir crónicas de fútbol en el mundial del año siguiente. En 1991 publica su primera novela, El disparo de argón, y comenzará a intercalar de modo asiduo su actividad literaria con la periodística. Entre 1995 y 1998 dirige el suplemento dominical del diario La Jornada. Si bien jamás abandona México como escenario de sus narraciones, en la primera década del siglo xxi, Villoro se instala en Barcelona, donde despliega una copiosa producción que se concentra en novelas (entre ellas El testigo, 2004), ganadora del Premio Herralde, teatro, ensayo y también una copiosa producción de libros para niños y un público juvenil. En 2010 regresa a México y comienza una nueva etapa profesional allí, donde escribe la crónica sobre el terremoto de Chile 8.8: el miedo en el espejo, ¿Hay vida en la Tierra?, Espejo retrovisor, entre otras antologías de textos híbridos. Sus últimas publicaciones son textos de no ficción: La utilidad del deseo (2017), ensayos sobre literatura, y El vértigo horizontal (2018), crónicas sobre la ciudad de México.

Metodología

Para realizar esta investigación de la obra de Villoro, se procedió a efectuar una lectura interpretativa de su producción de no ficción, no solo de sus crónicas, que son objeto de este estudio, sino de otros textos de este universo. En esta lectura se explora el tono y la retórica con los cuales construye estas piezas. Algunos de los ensayos de Villoro, como “La crónica, el ornitorrinco de la prosa”, fueron publicados en diversos formatos: antologías propias (Safari accidental), colectivas (Antología de crónica latinoamericana actual) o en diarios o revistas (por ejemplo, en el diario La Nación, en 2006 y en 2012).

A su vez, para este trabajo se han explorado textos de cronistas contemporáneos a Villoro que analizan el vínculo entre el periodismo y la literatura, en particular Lacrónica, de Martín Caparrós, y Zona de obras, de Leila Guerriero. Con un enfoque comparatista que proviene desde la misma definición que propone Villoro sobre la crónica, puesto que toma diversos discursos y géneros —algunos clásicos—, y, de cada uno de ellos, elementos específicos (tono, recursos, etc.), para definir al “ornitorrinco de la prosa”, se ha hecho hincapié en la lectura y búsqueda de estos mismos elementos en sus crónicas. Además de la entrevista realizada a Villoro (publicada en el diario La Nación en 2017), se ha acudido a sus presentaciones públicas y conferencias en España, abiertas al público (en Casa de América, en la Casa de México, en la Embajada de México), a la prensa especializada (Premio Alfaguara 2020, del cual Villoro fue presidente del jurado) y también a las representaciones teatrales de sus obras (Filosofía de vida, en Buenos Aires; El mariachi, con Villoro como narrador, en el Teatro Español, en 2016; y Conferencia sobre la lluvia, en el Instituto Cervantes, 2019). De este modo, se pretendió realizar un amplio horizonte de estudio con el fin de contrastar distintas expresiones de la obra de Villoro, así como el análisis de su obra, a partir de estudios académicos e, incluso, a partir de la primera persona, de su propia reflexión en diversas entrevistas.

Resultados

Villoro escribe piezas de periodismo literario, literatura periodística o periodismo narrativo, utilizados de modo equivalente (tal como se precisa, por ejemplo, en Periodismo narrativo. Cómo contar la realidad con las armas de la literatura, de Roberto Herrscher; o Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas, de Albert Chillón). A menudo se utiliza a la crónica latinoamericana actual como sinónimo de los términos anteriores, pero este género que busca describir una realidad con las herramientas de la literatura y del periodismo posee un procedimiento específico para su creación: el reporteo o investigación, según Leila Guerriero en Zona de obras (2016, p. 30). Se destaca la labor narrativa de Villoro en este género por dos motivos: el primero, porque el narrador mexicano es un exponente de esta generación, junto a Martín Caparrós, Leila Guerriero, Alberto Salcedo Ramos y un colectivo autodenominado Nuevos Cronistas de Indias; segundo, por la esencia polifónica de sus crónicas, esa virtud de reunir voces en un texto que escapa los límites de lo noticiable y de la urgencia periodística, donde la suya no es una voz más, sino que incluso adquiere, en ocasiones, el rol de personaje.

Darío Jaramillo Agudelo en “Collage de la crónica latinoamericana del siglo xx”, el prólogo a la Antología de crónica latinoamericana actual, destaca: “[…] la crónica suele ser una narración extensa de un hecho verídico, escrita en primera persona o con una visible participación del yo narrativo, sobre acontecimientos o personas o grupos insólitos, inesperados, marginales, disidentes, o sobre espectáculos y ritos sociales” (2012, p. 17). Precisa así el autor colombiano un perfil de personaje particular que aparece en las crónicas y, con él, sus voces. La propuesta que encuentra elogios por parte de los cronistas en América Latina es la que defiende Susana Rotker en La invención de la crónica cuando afirma que “la crónica es el lugar de encuentro entre el discurso periodístico y literario” (2005, p. 133). La crónica, por lo tanto, deja de ubicarse dentro de la categoría de periodismo o de literatura, sino que se constituye como un género autónomo.

Villoro se refiere a la crónica como el “ornitorrinco de la prosa” (2005, pp. 14-15), la definición más extendida sobre este género, construida con una metáfora que desmenuza todos sus elementos.

Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la “voz de proscenio”, como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona.

Villoro señala estos siete componentes del género y no son solo los diálogos de la entrevista los que destaca, sino que distingue los aportes del teatro moderno, por un lado, y el clásico de la antigüedad, polifónico, donde emerge la “voz del proscenio”, por el otro. Esta clasificación de un autor que además es dramaturgo (Filosofía de vida, Conferencia sobre la lluvia, etc.) expresa un interés particular: el encuentro con el otro, la pregunta como sinónimo de apertura, en términos de Hans-Georg Gadamer (1977, p. 440), para efectuar aquellas “aproximaciones” a las que se refiere Villoro a través de su empatía.

¿Cuál es la especificidad de las crónicas de Villoro? En este contexto narrativo híbrido, ¿cuál es el estilo, el tono y la retórica de este cronista? Es él mismo quien, en el texto preliminar a El vértigo horizontal, “Entrada al laberinto: el caos no se improvisa”, escribe que en sus crónicas sobre la ciudad de México aparece el ensayo y el recuerdo personal (p. 25). En estas crónicas se les brinda un espacio a quienes están fuera de los libros de historia y de las noticias, sectores marginados o aislados de los ejes de poder. “El intento de darles voz a los demás —estímulo cardinal de la crónica— es un ejercicio de aproximaciones”, indica Villoro, que dialoga constantemente con desconocidos, a quienes escucha y cuyos testimonios luego reproduce (2005, p. 16). Pero Villoro también crea a través de la primera persona de sus crónicas una voz particular, íntima, que explora su pasado y su propia identidad a partir del encuentro con el otro.

Además de prestigioso —en octubre de 2019 obtuvo el Premio Liber que otorga la Federación de Gremios de Editores de España (fgee)— y de haber recibido innumerables galardones (el Herralde, por El testigo, por ejemplo), Villoro se ha convertido en un poeta popular, impulsados sus versos por las redes sociales, poco después de que, en lugar de una columna tradicional, expresase la conmovedora reacción solidaria del pueblo mexicano en su espacio semanal en el diario Reforma. Tras el terremoto de septiembre de 2017, escribió y publicó “El puño en alto”, un poema que resume aquella sensación de impotencia ante el desastre natural, pero también el espíritu de unidad de un pueblo. El título de esta composición se refiere a una estrategia frente al desastre, un lenguaje común y compartido indispensable en la tragedia. Alzar la mano cerrada significa convocar al silencio sin afán de censura, es un llamado colectivo que clama que quienes ya han sido salvados den espacio y voz a aquellos que necesitan ser rescatados, quienes se encuentran bajo los escombros, una metáfora también sobre dos sectores bien diferenciados de la sociedad: aquellos que respiran con más facilidad, que poseen visibilidad, y aquellos sepultados e invisibles.



Los que levantaron el puño para
escuchar si alguien
vivía y oyeron
un murmullo.
Los que no dejan de escuchar (2017b).

Fuente:

En esta instantánea del pueblo mexicano —la palabra murmullo evoca de inmediato a Pedro Páramo, de Juan Rulfo—, retrata no solo una imagen, sino aquellas voces bajo los escombros. Villoro vuelve a jugar con los géneros y llama “sismológico” a este poema.

Miguel de Unamuno se refería a la “intrahistoria” para designar la vida de los pueblos, el relato de aquellas personas que aparecen dentro de colectivos sin individualizar en los medios de comunicación, las masas en los libros de Historia. “Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana”, escribe el intelectual en En torno al casticismo (1972, pp. 100-110). Estos hombres anónimos aparecen en las crónicas de Villoro. Es decir, sus voces, y con ellas sus experiencias, se plasman, para entender cuestiones complejas como la identidad, la patria y el desarraigo. “Una vez, mientras cenaba en un restaurante en Estados Unidos, se me acercó un mesonero y me anunció que también él era venezolano. Me dijo que para combatir la nostalgia cada noche oía nuestra música. ‘¿Qué escuchas?’, pregunté. ‘Pedro Infante’, respondió, con patriótica seguridad” (2005, p. 1).

Esta exploración la hace sin dejar de lado su propia exploración en estas cuestiones. Así, Villoro, por ejemplo, viaja a su niñez para indagar precisamente qué significa el patriotismo y cómo lo vive él:

De niño me entusiasmaban el descomunal despliegue de banderas, los coches con banderitas en las antenas, los rehiletes que giraban con identitario frenesí. La Comercial Mexicana hacía sus “ofertas de septiembre” y ponía el jamón de pavo a precios nacionalistas.

Estudiar en el Colegio Alemán me sirvió ante todo para aprecia el español. Durante nueve años llevé todas las materias en el idioma del Sturm und Drang y la Blitzkrieg, salvo Lengua Nacional (2018, p. 64).

Villoro viaja por su extenso país para retratar el conflicto zapatista. Hay una serie de crónicas —“Un mundo (muy) raro”, “Los convidados de agosto”, “El guerrillero inexistente”— que narran la marcha del año 2001, desde la selva lacandona hacia el Distrito Federal, del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, y ofrece instantáneas de diversas ciudades bajo la influencia o la amenaza zapatistas, según quiera interpretarse. La urdimbre polifónica de estos textos es notable: analistas y expertos en la materia (con quienes conversa o a quienes cita), y también voces escasas o nulamente consultadas. Así, en este contexto aparecen voces como la de Munda Tostón, una vendedora del mercado de San Cristóbal de las Casas cuyo negocio crece cuando le comienzan a encargar pasamontañas. Villoro recoge su testimonio que evidencia también su posición en el conflicto, la de su prosperidad a partir de la moda reciente, más que la de una ideología afín (2005, p. 260).

Llegan con sus apuntes: 50 pares del 28, 60 del 29, 70 del 30 y así. La moda es de pantalón verde. En julio quieren camisa café. Para agosto es el paliacate. Termino rebién el año, gracias a Dios. El primero de enero voy a abrir mi negocio, a ver si vendo siquiera un ratito. Pero no hay nadie en el mercado. Todos están en el parque, me dice uno que barre. Y allí está toda la clientela, estrenando mi pantalón verde, mi camisa café, con paliacate y pasamontañas. Y de ahí no vendo nada.

Villoro define su tarea en la serie de estas crónicas zapatistas como la de un “testigo incómodo”. No es complaciente, pero tampoco neutral. Esa incomodidad a la que se refiere se evidencia en la cantidad de voces que recaba y confronta: “La descripción me parece certera: no pretendo obedecer más que a una mirada oblicua, personal” (2013, p. 6).

Como cronista protege algunas identidades, por ejemplo, en “Un mundo (muy) raro”, se refiere a la experiencia de algunos sectores que respaldan a los zapatistas, y da cuenta de un fenómeno complejo que es el de las amenazas. No individualiza estas voces, pero orienta al lector y las incluye en el texto como voluntarios de la escuela de arte de Mapeco. Es su cercanía y proximidad con los hechos, la posibilidad de aportar una perspectiva diferente para entender una realidad compleja, aquello que busca como cronista. Los taxistas, aquellos hombres que se desplazan por un territorio y conversan con sus pasajeros, a menudo aparecen en sus crónicas. Cultores del saber popular, testigos y narradores de aquello que ocurre en la calle, proveedores de valiosa información: “Varios siglos de cultura autoritaria nos acostumbraron a confiar más en lo que dicen los taxistas que en lo que informan las instituciones” (2005, p. 39).

En “Nada que declarar: Welcome to Tijuana”, Villoro viaja a la frontera con Estados Unidos y construye un mosaico de aromas, sabores, imágenes decadentes, temperaturas y, claro, de voces. Allí dedica un inciso de esta crónica a un grupo de personas, aliens, tal como los denomina. Son las voces y testimonios de aquellos que sueñan con cruzar la frontera, alertas de un descuido de las patrullas fronterizas. “Pensé que sería difícil conversar con ellos, pero en la ribera mexicana del río, antes de ser buscados por los fanales de los helicópteros, los aprendices de indocumentados hablan sin parar” (2005, p. 153). El cronista recibe estos relatos en primera persona de ancianos que sueñan con cruzar la barda, de personas con familias divididas de un lado u otro de la frontera. Pero el mismo Villoro se siente en varias ocasiones un alien. Cuando regresa a México, luego de haber vivido una década en Barcelona, es también, incluso en su propio país, como un extranjero, o, al menos, alguien diferente. Aquí, apela Villoro a su propia voz, su intimidad, su modo de percibir el modo en el que los demás lo perciben.

La gastrosofía no ha estudiado lo suficiente esa zona blanda del trato social, la pausa en la que alguien debe justificar por qué está en la mesa. De poco sirve decir que la vida en México permite los placeres complementarios de quejarse del país y tener ganas de ir al extranjero. En Barcelona pierdes la ilusión de irte de Barcelona. El argumento suele ser enfrentado por unas quejas que significan: “Fracasaste, ¿verdad?”. Si la medida del éxito es el tiempo de emigración, hay que reconocer que toda vuelta equivale a una derrota (2012, p. 13).

En “Retrato de grupo: 100 millones de mexicanos”, Villoro, en un texto de neto corte sociológico, busca retratar a una país habitado por una multiplicidad de voces, expresiones y dialectos (el 10% de la población habla un total de 62 lenguas vernáculas). Para hilar esta crónica conversa con un exentrenador de la selección nacional de fútbol (opinión que confronta con un par de otra nacionalidad para tomar distancia de sus dichos y para comprenderlos desde otra perspectiva), cita a encuestas, caricaturistas, escritores, y, claro está, gente común, olvidada en los libros de Historia. Tan pendiente está Villoro para escuchar, para recoger aquel “barro común”, como él lo denomina, que declaró a la revista Gatopardo, especializada en crónicas: “Casi nunca oigo lo que grabo, porque lo que recuerdo es lo importante. Pero grabo por una cuestión casi jurídica” (Osorno, 2013).

La incomodidad, o el modo de manifestar una opinión de modo no complaciente, está dada muchas veces a través del humor. “El insondable Amado Nervo fue un hombre de una gran cursilería irredenta que también fue un extraordinario poeta modernista. Es, como sugirió Alfonso Reyes, uno de esos poetas que solo sobreviven antologados”, escribe en El vértigo horizontal (2018, p. 65). Otra vez, Villoro cita a Reyes o parte de Reyes para construir una opinión (de él obtuvo la metáfora del ensayo como “el centauro de la prosa”). De este modo, no solo dispara contra una tradición poética, sino que recuerda su vínculo con la poesía de Nervo desde niño, y a modo de metonimia, se refiere al vínculo y al mensaje patriótico que se les transmite a los niños mexicanos en las escuelas.

Irreverente, por momentos, Villoro indaga, entrevista (no periodísticamente, pero sí de modo curioso) para comprender realidades, algunas de ellas distantes culturalmente, y afina su oído, no para repetir palabras, sino para comprender los diferentes niveles y acepciones que aquellas palabras reunidas en un sintagma expresan. Así, por ejemplo, en “Berlín: un mapa para perderse”, narra su experiencia en el Museo de Historia Alemana y con el discurso de un guía que vierte la versión oficial o institucional de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto. “Para oídos extraños, la palabra ‘liberación’ tenía un aire ambiguo”, comienza, y luego, ante un interrogante, el guía calificará su pregunta de “inmoral” (2005, p. 133). En esta crónica también aparece la madre del cronista. Hay una primera persona cuya identidad puede reconstruirse, y no se trata de una mera voz, sino de una voz íntima. Silvina Celeste Fazio se refiere a la “visibilidad del yo” que se manifiesta en los ensayos Efectos personales, donde emerge un personaje literario, y donde observa que Villoro realiza un mecanismo particular que consiste en “hablar de los otros como camino —excusa y fundamento— para hablar de sí mismo” (2010, pp. 22-23). Villoro no es un cronista narcisista, o que pone el cuerpo ‘a lo gonzo’, como otros cronistas actuales, por ejemplo, Gabriela Wiener. Villoro, en un ejercicio de empatía, se busca comprender a sí mismo a través de los demás. Si define a la crónica como la “restitución de la palabra perdida”, en referencia al procedimiento a través del cual les brinda voz a quienes no la tienen, se podría advertir también una reconstrucción o una aproximación a su identidad mediante esta tarea.

Villoro se dedica a narrar aquello que ve y escucha no como mero escribidor, está pendiente no solo de aquello que le cuentan, sino de cómo se lo cuentan. En “La batalla futura, Bolaño al otro lado del hilo”, recorre su vínculo con el escritor chileno, lo describe a partir de las conversaciones que mantenían, centrado mucho más en la forma que en el contenido, en la personalidad del autor de Los detectives salvajes (2017c). “Con frecuencia, cometíamos el error de escucharlo en actitud notarial, como si pormenorizara lo ya sucedido, un acervo inmodificable, convertido en ley. Olvidábamos que su temple era el del investigador: solo le interesaban los cabos sueltos. Si le recordabas algo que había dicho, y con lo que estabas de acuerdo, podías toparte con su sonrisa diagonal: ¡¿Pero qué dices?!”.

Hay en este texto el testimonio de un amigo y de un autor que está mucho más pendiente en el modo de decir de Bolaño que en aquello que dice sobre literatura y sobre su propia obra. Sus contradicciones, su temperamento, su humor, su vínculo con los demás, todo ello labra Villoro en este perfil cincelado por alguien acostumbrado no solo a preguntar, sino a pensar en aquellas preguntas que los demás realizan. Una operación similar ocurrirá en “El rey duerme”, donde describe las clases que Harold Bloom dictaba sobre William Shakespeare en la Universidad de Yale y a las que él asistió. Villoro relata el accidente de esquí que tiene en Estados Unidos, el vínculo que él mantiene con un alumno en México, y aporta otras pinceladas autobiográficas para luego trasladarse como alumno y oyente a las clases de Bloom, donde se convierte en un testigo y en un personaje que reflexionará sobre su propia vida a partir de Hamlet.

Villoro se encuentra dentro de la tradición de la crónica mexicana que comenzaron en la segunda mitad del siglo xx Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, crónicas urbanas sobre la desigualdad, la injusticia y la violencia, retratos sociales y políticos como La noche de Tlatelolco: testimonios de historia oral (1971) y Días de guardar (1970), respectivamente. En “El género Monsiváis”, Villoro explora el estilo de quien ejerció la mayor influencia en sus narraciones de no ficción, un intelectual al que él y otros miembros de su generación acudían “en peregrinaje” (2017, p. 276). Además de la narración coral propia de sus textos, donde brinda un espacio de expresión a la voz de la opinión pública, Monsiváis, según Villoro, “un comentarista todoterreno de la vida nacional”, escribe textos que “importan más por lo que él pensó de los acontecimientos que por los acontecimientos mismos. En ese sentido, tienen algo de ensayos dramatizados, donde la historia es una oportunidad para opinar” (2017, pp. 280-281). Monsiváis deja aflorar en sus crónicas la unión de lo culto con lo popular, su humor y, en particular, un “sentido del disparate” (2017, p. 283). Existe entre Monsiváis y Villoro, de acuerdo con Miriam V. Gárate, una influencia tan contundente que incluso puede hablarse de “paternidad” y es el primero quien aportará un “voto de confianza” (2016, p. 571) a un joven narrador al incluirlo dentro su antología del cuento mexicano. Son, sin lugar a dudas, Monsiváis y Poniatowska quienes renovarán el género en México a partir del “resurgimiento de la crónica de carácter cívico al que asistimos a partir del 68” (García Torres, 2013, p. 13). Ambos escriben sobre la represión ocurrida en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968. Con su crónica, Poniatowska marcará un momento bisagra de la crónica latinoamericana en su relato polifónico sobre estos hechos trágicos. Lo coral se advierte en las voces de los estudiantes (y de sus padres), de los delegados gremiales, los profesores, los campesinos, los trabajadores, de fuentes oficiales, etc. Villoro y otros cronistas “modelarán el género desde dentro —haciendo crónica— y también desde sus contornos: analizándola y poniéndola en contexto”, apunta Aguilar Guzmán (2016, p. 52).

Ahora bien, ¿en qué se asemeja la crónica de Villoro con la de Monsiváis, en qué se distingue, y de qué modo podemos acercarnos más a la especificidad de la crónica de Villoro? De forma evidente, los textos de Villoro se acercan a los de Monsiváis por su carácter ensayístico y por la erudición de las fuentes que allí aparecen (literarias, sociológicas, antropológicas, filosóficas, etc.). Lo popular en las crónicas de Villoro no reside en el retrato o comentario de las estrellas de cine o de la farándula (salvo quizá por el perfil que le dedica a Paquita la del Barrio en El vértigo horizontal), pero sí emerge en sus crónicas sobre el fútbol. En Dios es redondo o en Los once de la tribu —Villoro ha sido testigo y cubierto los mundiales de este deporte— retrata la vida de los jugadores, de los estadios, de los fanáticos, y, en definitiva, hace un estudio sobre el modo en el que distintas sociedades se vinculan con el deporte y aquello que en él encuentra. Villoro, a diferencia de su maestro y amigo Carlos Monsiváis, quien definía a la crónica como “reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las ausencias informativas”, recogido por Darío Jaramillo Agudelo (2012, p. 15), no añade a su crónicas —salvo que lo señale explícitamente— datos no verificados o inventados (o vinculados al “disparate”, en términos de Villoro). Por ejemplo, de esto da cuenta en “Los niños de la calle”, donde aparece uno de los máximos referentes de la defensa de los derechos de los menores de la Ciudad de México, José Ángel Fernández. Esta fuente es quien brinda con precisión los números de este flagelo. Quizá sea en esta crónica la única donde haya resquicio alguno para el humor, un elemento narrativo al que Villoro apela a menudo: “Convencido de que es bueno estar informado, pero de que los datos, muchas veces amargos, no deben mermar las principales formas de la resistencia: el placer y el sentido del humor” (2018, p. 34).

¿Cómo es la voz del narrador que propone Villoro en sus crónicas y textos de no ficción? El mismo Villoro reflexiona sobre este aspecto: “La voz del cronista es una voz delegada, producto de una ‘desubjetivación’: alguien perdió el habla o alguien la presta para que él diga en forma vicaria. Si reconoce esta limitación, su trabajo no sólo es posible, sino necesario” (2005, p. 17). Villoro le presta su palabra al otro, articula con imágenes el dolor del otro, su reclamo, su miseria, pero lo hace de un modo particular. Por ejemplo, en “Los niños de la calle”, partirá, una vez más, desde el terreno autobiográfico y, en particular, de sus recuerdos cuando anhelaba vivir en calidad de descastado” (2018a, p. 105).

¿Cómo es la mirada que propone Villoro o, mejor dicho, la mirada de Villoro cronista? En “Los niños de la calle” escribe: “Desde entonces, cuando encuentro a un niño que vaga por las calles siento una mezcla de culpa, nostalgia y vergüenza. Las fantasías trágicas de un niño que no tiene problemas verdaderamente graves son un capricho bastante lujoso” (2018a, p. 106). Hay una empatía que además se aúna con sus propios recuerdos, con el componente autobiográfico, y en este caso, también nostálgico. No hay fragmentación en sus crónicas en el sentido de que existe un hilo conductor: un narrador que recuerda, un narrador llamado Juan Villoro. Incluso El vértigo horizontal puede leerse como una novela de un hombre que narra el vínculo con su ciudad.

Villoro acudió a la metáfora del ornitorrinco para destacar el carácter híbrido de este género, al encuentro de varias identidades discursivas. En Juan Villoro, nacido en el Distrito Federal mexicano, habita la tradición española y la mexicana. Hijo de padre español, el filósofo Luis Villoro, autor de La significación del silencio, y de madre mexicana, la psicóloga Estela Ruiz Milán, detalla su genealogía en varios textos. “Mi padre y mis dos abuelos varones nacieron en España; mi madre y mis dos abuelas, en México. La visión del mundo se dividió en mi casa en un yingyang femenino-masculino. De acuerdo con la versión femenina, España es el país donde casi nada resulta de mala educación” (2005, p. 24).

Luis Villoro, catalán, radicado en México, fue crítico de Estados Unidos (tuvo prohibido el ingreso al país por su ideología nacionalista, un hecho que su hijo recuerda en “El libro negro”) y defensor de los derechos de los indígenas. “Mi papá era una persona muy moral, que siempre pensó en las voces de los otros”, le decía Villoro a Elena Poniatowska (2016, p. 22). Luis Villoro ofició como traductor y mediador entre los pueblos originarios y las autoridades del gobierno durante el conflicto zapatista, un rol equiparable al de cronista, el de ejercer como puente entre dos esferas de la comunicación.

En Palmeras de la brisa rápida, Villoro viaja a la tierra de su madre, Yucatán: “[Mi madre] vivía rodeada de extranjeros. Mi hermana y yo éramos ‘mexicanos’, y por más lástima que esto le causara, jamás hubiera pensado en compartir nuestra suerte” (2016, p. 22). El autor se empapa desde su infancia de la cultura maya y de la caribeña, y, en particular, en el viaje que describe en esta crónica, de las voces de los habitantes de un país, las voces de la intrahistoria, lejos de la gran capital.

Villoro busca su propia identidad, es un narrador que toma distancia por momentos, y, en otros, se acerca. En algunas ocasiones es extranjero (en Berlín o en Barcelona, donde vivió y desde donde escribe crónicas, por ejemplo, “Berlín: un mapa para perderse”) y, en otras, se incluye dentro del colectivo de mexicanos, y dentro de ellos, en el de los chilangos. 1

Subí a la camioneta del Colegio y una profesora denunció una inesperada molestia del centralismo:

—¿Te has fijado que los meteorólogos de la televisión chilanga señalan puros lugares del centro y tapan con su cabeza la península de Baja California?

—No, no me había fijado.

—Así de duro está el centralismo (2005, p. 147).

En La utilidad del deseo, divide el texto en dos partes: “La orilla europea” y “La orilla latinoamericana”. Villoro puede tomar distancia, en ocasiones, y en otras, acercarse a sus contemporáneos. Así, escribe un ensayo sobre Daniel Defoe, una figura que se invoca —se la invoca más de lo que se la lee— para comprender el periodismo literario, a Gabriel García Márquez (2017a, pp. 41-69). En esa “orilla europea”, además de España, donde estudió y dictó clases, y Alemania, donde ejerció un cargo diplomático. La utilidad del deseo comienza con un prólogo donde relata que la primera lengua que dominó fue, curiosamente, la de Johann Wolfgang von Goethe (Villoro escribió el prólogo a una edición de Las afinidades electivas, publicado en Buenos Aires por Galerna en 2012). Aunque no tenga en su haber ascendencia alemana, sus padres lo enviaron a una estricta institución alemana donde comenzó a expresarse verbalmente bajo la regla del Kompositum: “En español, la filología semeja un relato fantástico: la historia de las palabras remite a orígenes sorprendentes e improbables. En alemán, los vocablos conservan un recio contacto con las cosas que denotan. Sin embargo, este hondo respeto por lo literal produce asombros. Los objetos pueden ser símbolos” (2017a, p. 9).

No es solo en su herencia genética y en su experiencia donde se evidencia este carácter híbrido o que Tomás Albaladejo denomina “interdiscursividad”, propia de las relaciones literarias y no literarias (2005, pp. 28-33). Jorge Carrión resalta el carácter “polimorfo” de la literatura de no ficción de Villoro a partir de “El rey duerme”.

[En esta crónica] encontramos autobiografía (el semestre de 1993 que pasó como profesor en Yale), perfil (de Harold Bloom), dramaturgia (los monólogos del autor de El canon occidental), crítica literaria (la obra de Shakespeare, sus traducciones al español, su rastro en Borges) y transcripciones de los cuadernos de notas que utilizó durante aquellos meses y que perdió después. El texto es brillante y concluye así: “Como el rey Hamlet, el cuaderno durmió una larga siesta. Volvió a mis manos justo cuando encontré el cuaderno de apuntes. Uno había servido a las leyes del oído. El segundo, como el célebre fantasma, reclamaba otras palabras (2012, pp. 30-31).

Villoro no solo es testigo de la cultura popular de su tiempo, lo es también, con el mismo respeto, de una generación de intelectuales que no se limita meramente a reproducir a través de sus autorizadas voces, sino que emerge en estos relatos híbridos su propia voz en tono autobiográfico. En una entrevista que le realiza Aguilar Guzmán, Villoro se refiere a su crónica “Los convidados de piedra” y destaca el momento en el que el testigo/cronista lee “las cosas están más cerca de lo que aparentan” en el vidrio de una camioneta: “Esa sentencia adquiere fuerza oracular: el visitante está ante una realidad más próxima de lo que había previsto. Esto no despeja la perplejidad; recuerda que está dentro de ti” (2010, p. 338). Debe subrayarse esta última concepción, intimista, sincera, profunda, que bucea en el terreno de la incertidumbre antes que en el de las certezas.

Conclusiones

“Hace años que para mí es una fiesta escucharlo y acudo a sus conferencias. Son mejores que las de cualquier otro intelectual mexicano”, opina Elena Poniatowska (2016, p. 18). La destreza retórica, no solo narrativa, sino en su dimensión oral, de Villoro también la destaca el escritor y editor español Juan Cruz Ruiz: “He conocido pocas mentes tan veloces y tan lúcidas, tan dispuestas a decir lo que saben de manera amena y lógica” (2016, p. 57). Villoro teje sus textos con múltiples elementos de la oralidad. Fueron los rapsodas, como él denomina a sus maestros en el arte de la oratoria (2017d), es decir, los comentaristas y relatores deportivos, como Ángel Fernández (2013, p. 151), quienes influenciaron su narrativa desde que era un niño radioescucha. Villoro además comenzó su vida profesional, como se ha mencionado, como guionista de radio, y se evidencia esta experiencia en la musicalidad, en la armonía, en los silencios y pausas que efectúa, así como en los remates y cambios de ritmos de su expresión. Él también es un rapsoda y es, precisamente, en una conferencia sobre los rapsodas del fútbol mexicano donde, parafraseando al filósofo Mladen Dolar, anuncia una paradoja: “La voz es el excedente del cuerpo. Es algo que parecería sobrar en nosotros. Sale de nosotros como un extra, y, al mismo tiempo es el espíritu, alma corporizada. Por un lado la voz es lo que sale, pero una vez que sale representa lo más valioso, el alma corporizada. Esa es la paradoja de la voz. Está dentro de nosotros mientras callamos; cuando sale, deja de pertenecernos, pero nos representa mejor que nada” (2017d).

La voz no es, por lo tanto, para Villoro mero ruido. Es “alma corporizada” y como narrador traslada aquello que escucha, y que filtra tras el tamiz de una primera persona donde se evidencia su formación como sociólogo, así como tradiciones y culturas de las que se alimenta. La inmigración, la política mexicana, los desastres naturales, los niños de la calle o la literatura, el fútbol, la literatura clásica y contemporánea, todo este abanico de temas integran sus crónicas. Un narrador incómodo interroga, se hace preguntas, recaba esas voces y lo hace con una mirada empática. A través de este narrador, de este relato íntimo, en muchas ocasiones nostálgico, se puede bucear incluso en la autobiografía o en la memoria de un intelectual que a menudo se pregunta por su propio origen, su expresión, su identidad. Hay en sus crónicas una mirada hacia el pasado, no solo al de su país, sino al suyo propio.

Referencias

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32. Villoro, J. (2018). El vértigo horizontal. Anagrama.

Notas

1 Los mexicanos nacidos en el Distrito Federal.

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