Política exterior de Colombia: más allá de los lugares comunes

Arlene B. Tickner
María Catalina Monroy

Política exterior de Colombia: más allá de los lugares comunes

Desafíos, vol. 34, 2022

Universidad del Rosario

Desde hace varias décadas se reclama en el estudio de la política exterior de Colombia la introducción de nuevos lentes conceptuales que permitan trascender los “lugares comunes” con los que las interacciones colombianas con el mundo suelen examinarse (Ardila et al., 2002; Amaya, 2017). Entre los más recurrentes se destacan la tendencia a clasificar la conducta externa del país según su adhesión a dos doctrinas, respice polum y respice similia, que reflejan el acercamiento hacia la potencia Estados Unidos o hacia América Latina y otros países semejantes, respectivamente, y el tratamiento analítico del Estado como si fuera un actor monolítico o unitario.

Al subtitular este dossier “más allá de los lugares comunes”, reiteramos la invitación, que se suma a las múltiples ya existentes, a robustecer este campo de estudio con el desarrollo de otras formas de examinar y entender el quehacer internacional de Colombia. Para ello, y sin pretensión de ser exhaustivas, destacamos en esta breve introducción algunos desarrollos puntuales que se observan en el análisis de la política exterior en el Sur global, así como en América Latina, para luego adentrarnos en el caso colombiano y los aportes específicos que se incluyen en el número. Cerramos, a modo de conclusión con varias anotaciones sobre los vacíos que aún están llamados a llenarse en esta área de la disciplina de las Relaciones Internacionales y algunas anotaciones sobre las novedades, en materia externa, que plantea para el análisis la elección del gobierno de Gustavo Petro (2022-2026), el primer presidente de izquierda de Colombia.

Política exterior y Sur global

Según Hudson, el análisis de la política exterior (APE) se enfoca en “aquellos seres humanos que hacen e implementan la política exterior de un colectivo, usualmente, pero no siempre el Estado-nación” (Hudson, 2015, p. 1) y que se posicionan como “punto de contacto entre las lógicas nacionales e internacionales”. En consecuencia, busca explicar cómo actúan los individuos, los grupos y las burocracias, también compuestas por personas dentro de los Estados, en función de determinados objetivos, disposiciones cognitivas e ideacionales, y factores institucionales y sistémicos. Al igual que teorías convencionales de las Relaciones Internacionales (RI) como el realismo, liberalismo y constructivismo, los modelos existentes del APE se derivan principalmente de las experiencias de los estados del Norte global y no tienen en cuenta las variaciones que se observan en la trayectoria histórica, el carácter y la conducta estatal en distintas partes del mundo, en especial en el Sur.

Así, aunque se supone que uno los aportes centrales del análisis de la política exterior es la tentativa de abrir la “caja negra” del Estado, este subcampo también opera implícitamente bajo el supuesto erróneo de que los Estados constituyen “unidades similares” en las que las diferencias en su forma, grado de poder y capacidades son irrelevantes para comprender el desarrollo y la ejecución de aquellas funciones que se suponen universales, como la defensa de la soberanía y la búsqueda de la sobrevivencia (Waltz, 1979, pp. 95-97). Entendido de esta forma, el APE refuerza las ideas dominantes acerca de la conducta “natural” de los Estados, incluyendo su supuesto carácter egoísta y su actuar en función del “interés nacional”. El hecho de que el mundo postcolonial no haya tenido alternativa distinta a la adopción del molde del Estado occidental y el ejercicio de la soberanía como precondición de reconocimiento, representación e igualdad jurídica formales en la escena internacional, ha reforzado este proceso de naturalización.

Si bien hablar de la política exterior del Sur global de forma singular sería una simplificación inaceptable dada la diversidad histórica, política, económica, social y cultural que caracteriza este bloque mayoritario de Estados, en muchos sentidos los rasgos generales que caracterizan sus acciones externas parecen diferenciarse de los rasgos de los países desarrollados del Norte. Dictámenes como el de Tucídides —“los fuertes hacen lo que quieren mientras que los débiles lo que les toca”— nos siguen recordando que los Estados del Sur, llamados anteriormente periféricos o del tercer mundo, ocupan un rol distinto, menos influyente, si no inferior en el sistema internacional. Para la muestra, muchos académicos han seguido los pasos del famoso autor neorrealista Kenneth Waltz, al considerar que las teorías de la política internacional y de la política exterior no se deben construir a partir de las experiencias de actores estatales “irrelevantes” sino de los más poderosos (Waltz, 1979, p. 72).

Pese a lo anterior, en medio de su diversidad, el Sur global comparte una experiencia común con el colonialismo y el imperialismo que muchas veces se ha manifestado en prácticas internacionales específicas. La conferencia de 1955 de Bandung, el Movimiento de los No Alineados, la conferencia Tricontinental, el grupo de los 77 y el Nuevo Orden Económico Internacional constituyen tan solo algunos ejemplos de acciones colectivas emprendidas por los Estados postcoloniales, nacidos de la colonización, con miras a denunciar y remediar la desigualdad y la injusticia, expresar solidaridad hacia los semejantes, reafirmar su dignidad y defender su integridad como actores autónomos y libres (Grovogui, 2003, p. 33). Así, una perspectiva crítica de la política exterior, desde la mirada subalterna, enfatiza la necesidad de atender los legados históricos del colonialismo y las jerarquías y asimetrías que persisten en el orden global, de cuestionar ideas “universales” como el Estado y el interés nacional, y de repensarla, no solo en términos de las decisiones y acciones que adoptan sus agentes, generalmente los Estados, sino como un proyecto político-ético realizado por actores estatales y no estatales (Calkivik, 2020, p. 198).

Entre los aspectos que los marcos conceptuales dominantes del APE dificultan interrogar, en el caso del Sur global, se destacan la estrecha interconexión que existe entre los factores nacionales e internacionales a la hora de determinar la conducta externa y la naturaleza distinta de sus Estados, los cuales inciden también en los procesos de toma de decisiones (Braveboy-Wagner & Snarr, 2003; Brummer, 2015). Por lo general, los análisis de la política exterior de los Estados pequeños han girado en torno a dos tipos de supuestos (Hey, 2003, p. 5); primero, se asume frecuentemente que las lógicas propias del entorno internacional, entre ellas el comportamiento de las grandes potencias y el capitalismo, determinan y constriñen la política exterior, dado el poder y los recursos limitados con los que cuenta el Sur global; segundo, a raíz de esto se ha argumentado que el comportamiento del Sur global refleja algunos patrones regulares, incluyendo la baja participación en política internacional, el alcance temático y geográfico limitado, la preferencia por los instrumentos políticos y económicos en lugar de los militares, el énfasis en los principios y el derecho internacional, la inclinación hacia los arreglos multilaterales, el ejercicio de la neutralidad y la tendencia a realizar asociaciones estratégicas con las potencias para lograr protección y/o recursos. Empero, existe una nueva generación de literatura que ha buscado mostrar que, aún en medio de la asimetría, los Estados pequeños pueden ejercer grados variables de agencia (Long, 2022).

En cuanto al carácter diferencial del Estado, los trabajos de autores como Mohammed Ayoob (1995) y Carlos Escudé (1995) sugieren que la debilidad institucional, además de los aspectos internacionales resaltados anteriormente, juega un papel central en el ejercicio de la política exterior de los Estados postcoloniales o periféricos. Esto se debe principalmente a que sus intereses y conductas centrales están relacionados con su cooptación por parte de grupos de élite, la porosidad de sus fronteras nacionales, sus niveles bajos de cohesión sociopolítica y la falta de consenso sobre asuntos políticos fundamentales. Dichas distinciones se traducen supuestamente en distintos tipos de política exterior, en comparación con los Estados del Norte, caracterizados por estrategias diseñadas para blindar al Estado y a las élites estatales contra posibles amenazas y todo aquello que puede afectar sus intereses o poner en evidencia sus vulnerabilidades. En consecuencia, puede argumentarse que una de las limitaciones centrales del subcampo del APE es justamente su falta de problematización del Estado, en especial cuando se trata del Sur global.

Otra fuente de preocupación ha sido hasta qué punto el peso del ambiente externo y los rasgos internos de los Estados pequeños afectan sus procesos decisionales en política exterior. Para Korany (1984), por ejemplo, los modelos de toma de decisiones derivados del trabajo pionero de Graham Allison (1971) son de limitada utilidad en contextos nacionales, caracterizados por la falta de constreñimientos institucionales sobre la conducta de los líderes. Como mostraremos a continuación en el caso de América Latina, el fuerte presidencialismo que caracteriza los Estados y la política exterior, así como la dependencia, reafirman la necesidad de examinar la posible variación que se observa en las formas en las que los procesos de toma de decisión e implementación tienen lugar en la región. Sin embargo, tanto aquí como en el resto del Sur global, la política exterior se ha estudiado mucho más en función de sus resultados en el ámbito internacional que a partir de los procesos mediante los cuales se construye y se ejecuta.

Contribuciones desde América Latina

A diferencia de la literatura académica del Norte sobre relaciones internacionales y política exterior, la escuela de la dependencia desarrollada en América Latina enfatiza el rol de fuerzas estructurales, relacionadas con la división internacional del trabajo capitalista, y de las alianzas de las élites locales con Estados y corporaciones del centro, a la hora de analizar el comportamiento externo de los Estados periféricos. En especial, se centra en las relaciones asimétricas entre centro y periferia condicionan estructuralmente los procesos de toma de decisiones, al tiempo que alinean regularmente las preferencias de los Estados periféricos con las del centro, en lugar de con sus propias poblaciones. Como resultado, quienes participan en la toma de decisiones, sean individuos, grupos pequeños o instituciones burocráticas, no conforman del todo a la descripción de dichos actores en la literatura del APE como actores imbuidos con agencia plena (Allison, 1971; Hermann & Hermann, 1989).

En cambio, la dependencia resulta en varios patrones distintos de comportamiento externo (Braveboy-Wagner & Snarr, 2003, p. 22). Por un lado, el cumplimiento o el consenso, caracterizados por la negociación de beneficios en medio de las relaciones asimétricas entre periferia y centro, o por la afinidad y adhesión de las élites con las posturas del centro, respectivamente. Y por el otro, la contra dependencia, consistente en intentos de la periferia de tomar distancia del centro en búsqueda de mayor independencia.

Aunado a lo anterior, la escuela dependentista parte de la premisa de que la construcción y la consolidación estatales han estado circunscritas a los mismos factores, es decir, el capitalismo global y las alianzas de clase de las élites (Cardoso & Faletto, 1978; Jaguaribe, 1979). Según Jaguaribe (1979), los costos de la dependencia se manifiestan, primero que todo, en la viabilidad del Estado, dado que los países dependientes reciben los insumos económicos, tecnológicos, sociales, políticos y culturales, con los que actúan, de diversas fuentes externas, lo cual erosiona regularmente las bases internas de la legitimidad estatal.

Los rasgos centrales de los Estados latinoamericanos —incluyendo una forma exacerbada de presidencialismo, bajos niveles de institucionalización, altos grados de informalidad y la prevalencia de prácticas personalistas como el clientelismo y el nepotismo—, sumados en la actualidad a los populismos de derecha y de izquierda (Malamud, 2014), también afectan su política exterior de varias maneras. Primero, la centralización y concentración del poder en el Ejecutivo hace difícil visualizar el proceso de toma de decisiones en política exterior como el resultado de “negociaciones que tienen lugar en circuitos regularizados entre distintos jugadores que se posicionan dentro del gobierno”, como lo prevé el modelo burocrático de Allison (1971, p. 144), básicamente porque el poder no se comparte entre un grupo de personas con influencia sobre el presidente, sino que se tiende a ejercer entre pocos. Similarmente, en muchos contextos regionales, los líderes políticos oficiales no se ven rodeados por círculos de élites políticas ni de la opinión pública, que permitan abrir espacios de diálogo para estructurar la discusión pública (Allison, 1971, p. 153).

Segundo, el bajo grado de rendición de cuentas que caracterizan la democracia presidencial en América Latina significa que la no consulta al legislativo y la saltada de otros controles y procedimientos institucionales es frecuente, con lo cual la toma de decisiones difícilmente puede entenderse como resultado de un proceso organizacional, en el que distintas agencias semindependientes interpretan los problemas de la política exterior y ofrecen los posibles cursos de acción, desde los cuales el líder selecciona (Allison, 1971, p. 67). Como argumenta Malamud (2014, p. 121), la combinación de altos grados de poder presidencial a nivel local y la primacía de la diplomacia presidencial, regional e internacionalmente, produce dinámicas decisionales en las que los controles nacionales sobre la política exterior son débiles o inexistentes. El hecho de que muchos de los ministerios de Relaciones Exteriores y Comercio Exterior de la región latinoamericana carecen de grados suficientes de profesionalización e institucionalización complejiza aún más esta situación, ya que refuerzan la tendencia de muchos líderes de ignorar por completo las organizaciones burocráticas para acudir más bien a asesores presidenciales para los insumos que necesitan.

Dadas las restricciones que produce la dependencia sobre el actuar estatal, tanto en el plano nacional como internacional, también existe una larga tradición en América Latina de pensar la política exterior en función de la centralidad de la autonomía del Estado (Russell & Tokatlian, 2003; Tickner, 2008; Giacalone, 2012). De las fronteras nacionales hacia adentro, esta constituye una expresión básica de la estatalidad y ha sido vista como el mecanismo principal a través del cual asegurar formas diversas de desarrollo no dependiente (Jaguaribe, 1979; Puig, 1980). Desde adentro hacia afuera, la autonomía se considera fundamental para el ejercicio de la política exterior y la búsqueda de objetivos nacionales propios, al ser una herramienta esencial para blindar a los Estados periféricos contra los efectos más dañinos del sistema internacional. Jaguaribe (1979, pp. 96-97) sostiene que la autonomía es función de dos rasgos estructurales, denominados “viabilidad nacional” y “permisibilidad internacional”. Mientras que el primero consiste principalmente en factores domésticos —incluyendo la existencia de recursos humanos y naturales adecuados, la capacidad institucional para direccionar la interacción internacional y el grado de cohesión sociocultural—, el segundo se refiere a la capacidad de disuadir la intromisión extranjera en los asuntos nacionales. Para Puig (1980), también, la autonomía requiere grados adecuados de viabilidad nacional, una dosis suficiente de recursos nacionales y un compromiso explícito por parte de las élites de abandonar las relaciones patrono-cliente, características de la dependencia, y buscar estrategias que maximizan la autonomía. En suma, esta puede entenderse como la medida de las capacidades estatales para desarrollar procesos de toma de decisiones y para formular e implementar la política exterior, independientemente de la influencia de presiones particularistas nacionales o internacionales.

La política exterior colombiana y su análisis

Advertimos al inicio de esta introducción que, entre quienes estudian la política exterior colombiana, se observa un consenso fuerte sobre sus supuestos rasgos centrales, los cuales se han convertido en una suerte de columna vertebral mediante la repetición analítica (acrítica). Entre estos cabe destacar: el carácter presidencialista del actuar internacional; su naturaleza personalista y basada en el cortoplacismo del cuatrienio presidencial; el hermetismo; la debilidad de la Cancillería a la hora de articular a los distintos actores y actos de la política exterior; la consecuente fragmentación y existencia de diplomacias paralelas; la cercanía a Estados Unidos; y el apego al derecho internacional (Amaya, 2020, pp. 10-11). Por costumbre, los y las analistas de la política exterior colombiana también han tendido a recurrir a estudios descriptivos con base en esta narrativa dominante, con lo cual el grueso de la literatura existente es carente de crítica, de sustento teórico y metodológico innovador, y con alcance limitado a la hora de confirmar o refutar los lugares comunes de forma sistemática y de dar cuenta de los cambios que se observan en la conducta internacional de Colombia.

Pese al crecimiento notable de programas académicos en el país, investigaciones científicas y publicaciones dedicadas al estudio de las Relaciones Internacionales, el conocimiento que existe sobre las estrategias seleccionadas para obtener distintos objetivos nacionales, el propio del análisis de la política exterior, sigue siendo limitado. Más allá de algunos estudios de caso puntuales — que buscan detallar la toma de decisiones, frente a asuntos como la negociación de Plan Colombia o el uso de bases militares colombianas por parte de Estados Unidos (Monroy & Sánchez, 2017; Bitar 2016)—, en general, la comprensión de la política exterior —como un proceso en el que distintos actores (humanos) identifican los problemas a atenderse, buscan alternativas, escogen opciones y las ejecutan en función de sus intereses particulares— sigue siendo muy limitada. No solo se repite la mayoría de las veces la ficción del Estado como un ente vivo y pensante, en lugar de un actor compuesto por múltiples individuos, grupos e instituciones, sino que aún, cuando por razones de simplificación analítica se acude a dicha figura, se invoca a una “Colombia” aislada de los distintos roles o identidades nacionales asumidos en función de sus interacciones con actores internos y externos de diversa índole.

Este número especial presenta algunos avances del APE en Colombia e introduce una nueva generación de analistas de la política exterior “más allá del Norte global”, retomando la iniciativa analítica iniciada por autores como Hey (2003), Braveboy-Wagner y Snarr (2003) y Brummer y Hudson (2015). Su valor principal se halla en brindar a los lectores artículos de análisis de la política exterior colombiana, centrados en la aplicación de niveles de análisis, perspectivas teóricas y métodos de investigación. En otras palabras, este número especial contribuye al desarrollo del subcampo señalado, más allá de los lugares comunes.

El dossier abre con el artículo de Espinosa-Arias, el cual presenta un estado del arte de las discusiones sobre APE y RI en el país, que documenta la evolución de estas dos áreas interconectadas, el creciente interés del subcampo del análisis de la política exterior en años recientes y el aumento de publicaciones académicas, especialmente desde 2012. El artículo destaca la relevancia del APE al brindar explicaciones más amplias y profundas que den cuenta de las interacciones de Colombia a nivel internacional. La siguiente contribución es ejemplo de innovación en la aplicación del APE, más allá del mainstream estadounidense. Palma Gutiérrez y Long utilizan el concepto de performance para explicar la actuación, prácticas y retórica de distintos Gobiernos colombianos en política exterior. En particular, los autores exploran la representación que ha hecho el Estado colombiano de sí mismo frente al orden internacional liberal (OIL) en relación con los temas de migración y drogas ilícitas. Tras un impecable análisis, el artículo demuestra la manera en que los gobernantes colombianos recurren a una performatividad en el ejercicio de la política exterior para reivindicar una reputación nacional y presentarse como “buen miembro” del OIL.

En el tercer artículo, Daniel Pardo Calderón desafía los lugares comunes mediante la aplicación del constructivismo a un estudio de caso, en el que se estudian las identidades y los intereses construidos a partir de las acciones internacionales de Colombia en función de la diplomacia de la seguridad. En su análisis, el autor resalta la interrelación de aspectos internos y externos, aunado a lo material-ideacional, e incorpora la influencia del constructivismo y justifica su utilidad para el APE. Así, Pardo interpreta el papel de la diplomacia enfocada en la seguridad y lo aplica a un caso actual del estatus de Colombia como “socio global” ante la OTAN. Luis Fernando Vargas-Alzate, por su parte, examina la decisión colombiana de ingresar a la Alianza del Pacífico (AP) a partir de la exploración del rol desempeñado por el sector privado. La originalidad del artículo radica en la inclusión de este actor como participe del proceso decisional de la política exterior de Colombia. El artículo pretende explicar cómo y por qué se llegó a la decisión de llevar al país a formar parte de la AP. En el análisis, el autor recurre a amplias fuentes primarias y el análisis empírico mediante la realización de entrevistas a académicos, funcionarios, líderes gremiales y demás protagonistas del proceso de toma de decisión.

Aunque la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores (CARE) es particular al caso de Colombia, su evolución e incidencia en la toma de decisiones y ejecución de la política exterior se ha estudiado poco. Bitar, Llanos y Cano buscan documentar el desenlace de la evolución histórica de esta figura, así como las formas en las que podría fortalecerse. En el artículo, los autores preguntan por qué el organismo ha funcionado de forma disímil entre el momento de su creación y la actualidad, discuten su importancia pasada y evalúan su estado presente. Por último, Piñeros, Echeverría y Andrade introducen un ámbito temático poco estudiado en el contexto de Colombia y América Latina, relacionado con la diplomacia científica (DC), para lo cual realizan una comparación con otros casos regionales, incluyendo México, Brasil y Chile. La propuesta central que realizan los autores gira en torno a la importancia de tender puentes entre los practitioner de la ciencia y tecnología del país con los hacedores de la política exterior. Como plantea el artículo, el vínculo entre ciencia, tecnología y política exterior a través de la diplomacia científica constituye un factor esencial para la solución de problemáticas públicas transnacionales.

Nuevos derroteros

Este dossier abre nuevos caminos, pero son todavía muchas las áreas y preguntas por explorar. Por ejemplo: cómo impacta la sensibilidad de los distintos temas a tratarse en política exterior el grado de conocimiento técnico requerido para atenderlos y la politización nacional e internacional (Amaya, 2020, pp. 236-239); son asuntos que demandan mayor análisis en el contexto colombiano, al igual que el análisis del papel central que juegan los pequeños grupos de personas en la construcción y ejecución de las estrategias externas. A su vez, pese a las advertencias reiteradas sobre las carencias del Ministerio de Relaciones Exteriores como eje rector de la política internacional de Colombia, hace falta indagar más acerca de los factores y las dinámicas específicas, tanto al interior como al exterior de la institución, que constriñen el desarrollo de ese crucial papel (Amaya, 2020, pp. 232-236). Estos incluyen, sin duda, un mandato constitucional que le otorga al Ejecutivo un amplio grado de discrecionalidad presidencial y el personalismo que caracteriza el ejercicio de la política, pero no se limitan a ello, probablemente.

Como punto aparte, observamos que la mayor parte de los estudios de política exterior se preocupa por revelar el “por qué” de las decisiones y acciones de distintos Gobiernos. Desde las explicaciones sistémicas hasta las que analizan los factores domésticos, los procesos de toma de decisiones, los modelos cognitivos y el pensamiento grupal, entre otros, el APE en el país sigue preso de la búsqueda de explicaciones sobre aquellos factores específicos que producen resultados determinados. En cambio, las preguntas “cómo posible” (how possible), típicas de enfoques teóricos derivados del pospositivismo, que buscan recalcar el carácter construido, social y cambiante de la realidad, son de uso infrecuente en el contexto académico colombiano. No obstante, este tipo de lente analítico puede ser útil para ilustrar las condiciones de posibilidad que emergen de determinados discursos y subjetividades desplegados por quienes actúan en nombre del Estado y de otros actores que participan en la política exterior.

Aunque el subcampo del Análisis de Política Exterior se encuentra en una fase preliminar en Colombia, existe un creciente interés entre estudiantes, docentes e investigadores por examinar más a fondo los procesos de toma de decisiones a través de múltiples lentes conceptuales y estrategias metodológicas. Los artículos contenidos en este dossier demuestran que Colombia y el Sur global también le hablan al APE y que esta área de estudio al interior de las Relaciones Internacionales ha ido cobrando fuerza.

El momento es propicio para alimentar esa disposición. Por un lado, el interés de la comunidad académica colombiana en la APE está creciendo, y por el otro, la coyuntura actual trae consigo novedades que seguramente pondrán nuevas preguntas sobre la mesa. Sin duda, con la elección de Gustavo Petro (2022-2026), el primer mandatario de izquierda en Colombia, uno de los interrogantes centrales es el grado en el cual se verá afectada la asociación estratégica con Estados Unidos, uno de los pilares inamovibles de la política exterior colombiana. Según Bernal y Tickner (2017), Colombia es un caso atípico en el APE, toda vez que, históricamente no se observan alteraciones significativas en el patrón de relacionamiento con el país del Norte, pese a cambios de diversa índole en los planos nacional e internacional, que teóricamente deberían alterarlo. En el contexto latinoamericano se trata de una anomalía doble, dados los altos niveles de antiamericanismo que han caracterizado a la región. En contraposición a ello, los autores sugieren que el “imaginario de política exterior” que ha orientado la toma de decisiones en Colombia se caracteriza por una fuerte afinidad, en especial de las élites políticas, con Estados Unidos y con los diversos valores que ha dicho representar a lo largo del tiempo, incluyendo la modernidad, la civilización, la democracia liberal, el libre comercio, el anticomunismo, el desarrollo y al antiterrorismo. Queda por verse hasta qué punto el “entramado de significados […] a partir del cual los voceros del Estado construyen representaciones del mundo” (Bernal & Tickner, 2017, p. 5) y de su lugar dentro del mismo, el cual ha sido construido y reafirmado a lo largo de más de un siglo, es susceptible de modificación y en qué grado y sentido.

Por su parte, la reivindicación de la igualdad, la dignidad, la solidaridad y la vida, que está en el centro del proyecto político del Gobierno Petro, así como su apelación a la unión latinoamericana y, en menor medida, del Sur global en torno a problemas transnacionales acuciantes que afectan a buena parte del globo actualmente, incluyendo el calentamiento global, el hambre y la violencia, sugieren la posibilidad de nuevos derroteros. Estas propuestas invitan a pensar la política exterior de Colombia más allá de los procesos, intereses y resultados que la caracterizan, en términos de un ethos que busca interpelar los patrones existentes de interacción regional y mundial y reemplazarlos con algo distinto.

Referencias

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