Editorial

Javier Roiz

Editorial

Desafíos, vol. 27, no. 2, 2015

Universidad del Rosario

Cuando en 2014 anunciamos desde la Universidad Austral de Chile en Valdivia el congreso sobre “El mundo interno y la política”, recuerdo cómo nos llovieron consultas sobre los alcances del evento. Muchos de los interesados se mostraban contentos de que al fin se pudiese llamar la atención internacional sobre este concepto. Y realmente, aunque parezca extraño, era toda una novedad que se hiciese esta llamada a la academia para reunirse y tratar de un asunto así.

La importancia del mundo interno, hoy también llamado inteligencia silenciosa, en las ciencias sociales es algo que de alguna u otra manera una gran mayoría de colegas y estudiantes podrían aceptar. Lo que resulta más difícil es incorporar esta variable en términos empíricos o contar con esta realidad en nuestro trabajo profesional. En particular, para la teoría política su tratamiento se ha presentado casi siempre como algo conflictivo o peligroso.

Con el tiempo, la situación ha ido mejorando notablemente. La entrada en escena de lo que se ha llamado la ‘reapertura del caso de la retórica’ o la irrupción del psicoanálisis de Sigmund Freud (1856-1939) parecían allanar el camino a que se produjese lo que no deja de ser una normalización dentro de las ciencias humanas. Pero, en realidad, lamentablemente las cosas no se han consumado todavía.

Probablemente la disciplina más confundida por la irrupción del mundo interno haya sido la ciencia política. El revuelo y la convulsión que la obra de Freud trajo en su día han generado una confusión muy notable. Algo semejante pasó con las aportaciones de Michel Foucault (1926-1984), Jacques Lacan (1901-1981) y la literatura de la modernidad y posmodernidad. En términos latinoamericanos, se puede decir que la entrada en escena de esta nueva variable, o realidad, se ha hecho muy incómoda, sobre todo en los temas de identidad. Por un lado, resulta inaceptable para la sociedad conservadora, ya que horada los pilares de sus inclinaciones dictatoriales; pero, por otro, es algo indigesta para los enfoques fóbicos de la teoría de la descolonización y des-occidentalización.

La idea misma de que no somos dueños de nuestra propia identidad o, de forma parecida, la afirmación de que el yo no tiene soberanía sobre nuestras vidas, es muy inquietante. Sobre todo en una tradición religiosa como la cristiana en la que ya los padres fundadores de su doctrina política como Agustín de Hipona (354 d. E. C.-430), Anselmo de Aosta (1033-1109) o Tommaso d’Aquino (1224-1274) especulan sobre la posibilidad de ser árbitros de uno mismo y alcanzar el libre albedrío. Hay que decir en este punto que aquí confluye también la tradición de la Reforma, ya que es el propio Lutero quien apoyará el concepto de arbitrio, que él consideraba fundamental, para incluso radicalizarlo al proyectarlo en la relación Dios-ciudadano mediante el argumento del De servo arbitrio.

La afirmación de la conducta humana en el ejercicio ejecutivo de la conciencia, es decir, en la memoria y la voluntad de los hombres, pone las bases para una ciencia política muy vigilante, en donde los componentes letárgicos de la vida humana quedan excluidos e incluso aniquilados. La destrucción progresiva e imparable de la retórica y el aniquilamiento de la contingencia hace que la vida pública se vea reducida a los contenidos de la hoy llamada sociedad vigilante (Roiz, 2013a, pp. 210-218).

Vigilancia y letargia

La aparición de esta sociedad vigilante trajo consigo dos puntos esenciales: (i) la idea de que la vida es una guerra perpetua que dura las 24 horas del día y los siete días de la semana y (ii) el afianzamiento del tiempo de vigilia como fundamento de la vida racional. Erasmo de Rotterdam (1466-1536) lo expresaba sin pudor: “Toda la vida de los mortales no es aquí sino una perpetua guerra... andan las gentes por la mayor parte muy engañadas... así se están holgando... y descuidados, como si no tuviesen con quien pelear. Y es cosa espantable que, como quien ya tiene mucha paz, con tanta seguridad duermen a su sabor” (Roiz, 2013b, p. 65).

El desprecio de esa otra porción de nuestra vida en la que no estamos vigilantes porque dormimos, estamos ensoñados, enamorados o abstraídos, conduce a una militarización de la vida y al desprecio de todas esas franjas de la ciudadanía como son los bebés, las mujeres o los ancianos, en general los dependientes, en los que la vigilancia no tiene el control completo de nuestra existencia.

Es así que, sin palabras a veces, se identifica la vida inteligente y verdaderamente racional con el alcance de un despertar y con el desarrollo de una existencia en movimiento. No es de extrañar que los líderes con afán de notoriedad o salvación de sus conciudadanos o, incluso, sus congéneres, insistan una y otra vez en la exhortación a despertar. Casi siempre en modo imperativo, animan a los demás a levantarse, marchar, lanzarse al camino o simplemente ponerse en movimiento para abrirse a la verdad o des-ocultar el ser.

En un mundo moderno inconscientemente aristotélico, hemos asistido durante todo el siglo XIX a la sucesión de ideologías románticas y sistemas filosóficos de musicalidad muy violenta, siempre beligerante en uno u otro sentido. En su estela, la ciencia se ha movido tras el pensamiento filosófico con la intención de acabar, mediante su entendimiento y control, con la contingencia de la vida. La finalidad es lograr explicarlo todo como inherencias al fin destapadas. Un mundo que con frecuencia parte de la limpieza de la mente o despojamiento de todo error para una posterior reapropiación del mundo.

El maestro Aristóteles (384 a. E. C.-322 a. E. C.) comprendió en su tiempo que había una excepción insalvable a la hora de conseguir la autonomía de la vida de gobierno: la incapacidad del individuo para juzgarse a sí mismo, circunstancia por la que él separaba de la ciencia política el asunto del gobierno y los desgobiernos de la vida de cada uno, para adjudicárselos después a la ética. Una acción teórica decisiva que hoy opera desde ese aristotelismo larvado de la ciencia política entorpeciendo nuestro trabajo. Ha costado mucho desde entonces reivindicar que el estudio del gobierno y de los desgobiernos internos del ciudadano es asunto de la ciencia política.

La preocupación por el juicio es también esencial para alguno de los grandes ingenieros de los Estados Unidos de Norteamérica: “No man is allowed to be a judge in his own cause”. 1 El tratamiento ingenieril de la vida pública deja entrever una intención terapéutica de raíces calvinistas: it may be concluded that a pure democracy, by which I mean a society consisting of a small number of citizens, who assemble and administer the government in person, can admit of no cure for the mischiefs of faction.2

La aparición de esa parte de nuestra actividad cerebral que no está bajo el control de nuestra consciencia ha traído una crisis, a mi entender benéfica, a este panorama tan violento y ciego de la ciencia política contemporánea, algo que es ampliable a las demás ciencias sociales. Porque el individuo que la filosofía romántica construyó de una manera artificiosa da lugar a una ciudadanía muy separada de la vida real. Los ciudadanos de las ideologías románticas se equiparan hoy con muñequitos conducidos por una racionalidad ubicua. En la vida humana un entramado lógico sustenta el ciento por ciento de nuestras conductas y solo se necesita de las explicaciones científicas adecuadas para que tal racionalidad pueda emerger y avanzar.

La conclusión generalizada es que el avance de la lógica científica irá desvelando la racionalidad oculta de todo lo que antes nos parecía misterioso, divino o inexplicable, sea el suicidio, el sexo, el amor, la violencia, la guerra o las enfermedades mentales. Como mucho, quedaran residuos o pequeñas manchas irreductibles que nadie duda alguien resolverá en el futuro.

Leyes o reglamentos

La apreciación de esa parte de nuestro ser, de nuestra vida, que no está bajo el control directo de nuestra conciencia vigilante, implica necesariamente la revisión del concepto de ciudadano. Y la transformación de la ciudadanía de una manera tan profunda altera el propio concepto de Estado. Por esa razón no es difícil adivinar que se avecina un tiempo de cuestionamiento de esa franquicia occidental que es el Estado moderno. Ese Estado producto de una sociedad vigilante que ha resultado ser un diseño muy apreciado por la población del planeta, pero que hoy suscita muy severas dudas sobre su propia genealogía y significado.

La primera gran duda brota al darnos cuenta de que los logros civilizadores del Estado se han hecho posibles a partir de la ideas de territorio. Se va a llamar así a un recinto del planeta en donde se quiere anular la bestialidad o tiranía de la naturaleza sobre los hombres que lo habitan y que ha generado una forma de vida primitiva y violenta que se asume ha sido el modelo previo de existencia entre los seres humanos. El afianzamiento de ese diseño estatal surge apegado a la idea de un territorio en donde de hecho se sustituirá la ley por un reglamento. Con ello se trastorna también la idea de buen juicio que irá poco a poco convirtiéndose en arbitraje. El resultado final será que ya no habrá sentencias genuinas, sino laudos arbitrales. Establecida esta mutación, la suplantación será en todos los órdenes. Incluso a los propios árbitros de fútbol o baloncesto se les confunde a menudo con jueces.

Hoy es una tendencia generalizada de las democracias que la contingencia de la vida vaya quedando cada vez más adelgazada en la experiencia de lo público. Tener la vida bajo control y reducir la contingencia a meros restos será el desiderátum de la ciencia moderna y, por supuesto, de las ideologías románticas. En este sentido, todas aspiran a llegar a una solución final.

La suplantación del juez por el árbitro (Loza, 2014, pp. 32-33) ha sido toda una gesta pública de largo recorrido, que ya se hubiera podido anticipar con la desaparición de la retórica; una retórica sometida a calumnia y tergiversación. Toda la argumentación en torno al arbitrio, sea libero o servo, habla de este gigantesco proceso de transformación teórica. Un camino apoteósico de la parte ejecutiva de nuestras vías, la memoria y la voluntad, que acabará en la desenfrenada idea del libre albedrío.

Soberanía sobre nuestra identidad

El paso decisivo en la quiebra del aristotelismo occidental, de tan larga duración, va a ser la afirmación de Freud sobre la incapacidad del yo individual, de nuestro gobierno personal, para controlar eficientemente nuestra vida. Freud descubrió que existen muchos desgobiernos en nuestra vida de los que no podemos dar cuenta y de que esa conciencia racional que parece estar al mando del hombre moderno no posee la soberanía sobre el self o uno mismo, es decir, sobre las 24 horas de nuestros días.

Las 24 horas de nuestros días incluyen tiempo de vigilia y tiempo de letargia. Pues bien, nuestra conciencia individual solo posee el control de la vigilia. Casi se podría decir que vivimos en un mundo de aletheia.

Su primer y decisivo avance será darse cuenta de que en el mundo de lo no consciente, das Unbewusstsein, no rige el principio de identidad aristotélico: Las reglas decisivas de la lógica no rigen en el inconsciente, del que cabe afirmar que es el dominio de lo ilógico. Tendencias con fines opuestos subsisten simultánea y conjuntamente en el inconsciente (…) las contradicciones no son separadas, sino tratadas como si fueran idénticas. (Freud, 1917, t. 9, p. 3394, citado en Roiz, 2013b, p. 29).

Este descubrimiento es trascendental porque altera el andamiaje de esa ciencia gótica que se halla siempre en posición de combate y que llega al extremo de formular como máxima herramienta lógica una dialéctica independizada de la retórica, algo impensable en la vida de los maestros griegos. Y, por supuesto, inconcebible para su maestro de referencia Aristóteles. ¿Cómo se puede postular, como hacen los ideólogos románticos, una dialéctica de la Ilustración, o de la marcha de la historia, una dialéctica de los puños y las pistolas o de las relaciones personales? Si aceptamos los descubrimientos de Freud, todo se cae ahora. Y las iniciativas más supuestamente sofisticadas como la idea de lo dialógico, que pretende subsumir la retórica en una nueva dialéctica más moderna y polivalente, queda incapacitada.

No es difícil ver en el pasado de Europa (siglo XIII) cómo la transformación de esa supuesta dialéctica más esclarecida se hizo calumniando primero lo retórico como ars fallendi (arte de engañar) o mero ornatus vacío, para luego extirparle la inventio y atribuírsela a esa dialéctica vencedora y apropiadora (Adrián, 2015, p. 67).

Freud supo entender con precisión y en términos sorprendentemente políticos el alcance de esta limitación del ser humano:

El yo se siente a disgusto, pues tropieza con limitaciones de su poder dentro de su propia casa, dentro del alma misma. Surgen de pronto pensamientos, de los que no se sabe de dónde vienen, sin que tampoco sea posible rechazarlos. Tales huéspedes indeseables parecen incluso ser más poderosos que los sometidos al yo; resisten a todos los medios coercitivos de la voluntad (…) pero no obstante ha de temerlos y tomar medidas precautorias contra ellos. El yo se dice que aquello es una enfermedad, una invasión extranjera, e intensifica su vigilancia (Freud, 1917, t. 7, p. 2435, citado en Roiz, 2013b, p. 87).

Curiosamente, Freud comprende que la sorpresa de nuestro yo ante estos acontecimientos de la vida que una y otra vez se escapan a nuestro control no significa que se haya introducido en nuestras cabezas nada extraño, sino que una parte de la vida anímica se ha sustraído a nuestro conocimiento y a la soberanía de nuestra voluntad (Freud, 1917, t. 7, p. 24-34, citado en Roiz, 2013b, p. 87).

Mundo interno o inteligencia silenciosa

El desarrollo del psicoanálisis y la profundización teórico-política de sus hallazgos nos han permitido comprender que el mundo interno no es un almacén o un depósito oculto de experiencias y saberes. Desde luego no es un lugar ni un concepto estático. Más bien debemos comprender que esa porción letárgica del ciudadano, donde no manda la conciencia totalmente, es una parte de nuestra vida diaria y, por lo tanto, sujeta a la contingencia. Incluso podemos ya sospechar, con poco riesgo de equivocarnos, que esa capacidad letárgica es fundamental para nuestro gobierno; es en buena medida la fuente de nuestra inteligencia y de nuestras creencias, gustos y valores. Una parte de nuestra existencia abierta a la vida pública.

No se trata por tanto de una terra incognita que aguarda a ser descubierta por nuestro yo conquistador, sino un fragmento más y fundamental en el gobierno y los desgobiernos de nuestra vida en donde el tan socorrido aristotelismo ya no procede.

Madrid, mayo 2015

Referencias

Adrián, L. (2015). Dialéctica y calvinismo: una reflexión desde la teoría política. Madrid: CEPC.

Freud, S. (1917). Obras completas. Trad. de Luis López Ballesteros y de Torres. Madrid: Biblioteca Nueva.

Hamilton, A., Jay, J., & Madison, J. (2015). El federalista. Ed. Ramón Máiz, trad. de Daniel Blanch y Ramón Máiz. Madrid: Akal.

Hamilton, A., Jay, J., & Madison, J. (2001). The federalist. New York: The Modern Library, Random House.

Loza, J. (2014). Sobre el árbitro en teoría política. Foro Interno, (14).

Roiz, J. (2013a). A vigilant society. Jewish thought and the State in medieval Spain. Trad. Selma Margaretten. Albany, New York: State University of New York Press.

Roiz, J. (2013b). El mundo interno y la política. Madrid: Plaza y Valdés.

Notas

1 Madison, en Hamilton, Jay, Madison, (1941, p. 56). “A ninguna persona se le permite ser juez en su propia causa”, (Hamilton, Madison y Jay, , 2015, p. 139).

2 Madison, p. 58. “Podemos concluir que no hay posibilidad alguna de curar los perniciosos efectos de las facciones en una democracia pura, es decir, en una sociedad compuesta por un número pequeño de ciudadanos que se congregan y administran el gobierno en persona”, p. 141 de la versión española.