Territorios
ISSN:0123-8418 | eISSN:2215-7484

El Centro Histórico de Quito en la planificación urbana (1942-1992). Discursos patrimoniales, cambios espaciales y desplazamientos socioculturales*

Quito’s Historical Center in the Urban Planning (between 1942-1992). Discourses of Cultural Heritage, Spatial Transformations and Sociocultural Displacements

O Centro Histórico de Quito na planificação urbana (1942-1992). Discursos patrimoniais, mudanças espaciais e deslocamentos socioculturais

Santiago Cabrera Hanna

El Centro Histórico de Quito en la planificación urbana (1942-1992). Discursos patrimoniales, cambios espaciales y desplazamientos socioculturales*

Territorios, núm. 36, 2017

Universidad del Rosario

Santiago Cabrera Hanna

Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador

ORCID: http://orcid.org/0000-0001-5713-4112




Recibido: 14 Diciembre 2015

Aceptado: 10 Octubre 2016

Información adicional

Para citar este artículo: Cabrera Hanna, S. (2017). El Centro Histórico de Quito en la planificación urbana (1942-1992). Discursos patrimoniales, cambios espaciales y desplazamientos socio culturales. Territorios, (36), 189-215. Doi: https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/territorios/a.5249

Resumen: Esta contribución analiza la construcción del discurso patrimonial autorizado sobre el Centro Histórico de Quito, mediante una indagación de su lugar en la planificación de la ciudad, desde sus primeros instrumentos, concebidos en la década de los cuarenta por Jones Odriozola, hasta las consideraciones más reflexivas sobre las relaciones entre el manejo del patrimonio edificado de la ciudad y sus habitantes. Lo anterior con base en la apreciación de los procesos de integración, segregación y gentrificación sociales, justificados en el paradigma de la regeneración de la ciudad y el conservacionismo, en la década de los noventa.

Palabras clave: Quito, planificación urbana, patrimonio cultural, alcaldías, territorio, monumentalismo.

Abstract: This contribution analyses the authorized discourse of cultural heritage about Quito’s historical center, throughout its place in the urban planning. From the first documents prepared by Guillermo Jones Odriozola in the 1940s to the most reflexive considerations about the relationship between the cultural architectural heritage management, and its habitants. This relation focuses in the process of social integration, segregation and gentrification, justified in the 1990s urban regeneration and conservation paradigms.

Keywords: Quito, urban planning, cultural heritage, municipalities, territory, monumentalism.

Resumo: Esta contribuição analisa a construção do discurso patrimonial autorizado sobre o Centro Histórico de Quito, mediante uma indagação de seu lugar de planificação da cidade, desde os seus primeiros instrumentos, concebidos na década dos quarenta, por Jones Odriozola, até as considerações mais reflexivas sobre as relações entre a gestão do patrimônio edificado da cidade e os seus habitantes, com base na apreciação dos processos de integração, segregação e gentrificação sociais, justificados no paradigma da regeneração da cidade e o conservacionismo, na década dos noventa.

Palavras-chave: Quito, planificação urbana, patrimônio cultural, Prefeituras, território, monumentalidade.

Entrada

Este artículo busca responder tres interrogantes: ¿Cuáles fueron las políticas municipales sobre el Centro Histórico de Quito y su patrimonio cultural, formuladas durante la segunda mitad del siglo XX? ¿Qué relación mantienen dichas políticas con la construcción de una visión oficial sobre la gestión del patrimonio cultural histórico? ¿Qué ocurrió con la relación entre la conservación de bienes culturales edificados, cultura popular y religiosidad?

Para hilvanar posibles respuestas evoco el concepto de discurso patrimonial autorizado, que refiere el acumulado de visiones técnicas “despolitizadas” que despliegan las agencias oficiales de conservación y manejo del patrimonio desde un enfoque cosificado, lo que a su vez permite la apropiación monumentalizada de los materiales heredados del pasado y fundamenta mecanismos de identificación y diferenciación sociales para construir un espejo que proyecta un imaginario y complaciente rostro social colectivo, basado en “consensos” sobre el relato del pasado que dichos legados corroboran (Smith, 2011).

Tal discurso se autoriza en criterios técnicos de valoración del patrimonio que discurren por la orilla opuesta de una visión más crítica, que colinda con la idea de que el patrimonio tiene también una historicidad que revela los momentos y maneras en que, a lo largo del tiempo y en coyunturas específicas, se “cargó” de valor a determinadas producciones materiales o intangibles. Ello nos convida a pensar en cómo ciertas expresiones con valor histórico (una selección de objetos) se constituyeron en bienes culturales patrimoniales, a partir de un repertorio de discursos político-ideológicos, factores económicos y necesidades simbólicas de poder (Smith, 2011).

Las políticas patrimoniales basadas en tales enfoques –según argumento– afirman, en no pocas oportunidades, formas de exclusión social o inclusión asimétrica (Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda, 2012), y eventualmente eluden el aspecto central de las cuestiones que vinculan el patrimonio cultural con la sociedad: el carácter móvil del primero y el lado conflictivo del segundo (Lacarrieu & Álvarez, 2008; Cabrera Hanna, 2014). Tal entrada analítica permite reconsiderar el manejo de las áreas histórico-patrimoniales urbanas como lugares de tensión y negociación entre las visiones institucionales sobre su valor y sus usos cotidianos.

Este recorrido se inspira en dos reflexiones preliminares sobre las relaciones entre el patrimonio cultural, la construcción de los imaginarios nacionales, el abordaje de la cultura como espacio de conflicto y el despliegue de la planificación urbana y sus cruces con el manejo de las áreas históricas patrimoniales. En cuanto al primer enfoque evoco los aportes de Rosemarie Terán Najas y sobre el segundo aludo las reflexiones de Colón Cifuentes. Desde las consideraciones más históricas de la construcción de las dimensiones identitarias informadas por los legados patrimoniales y las maneras en que se construyen sus repertorios, en momentos históricos específicos —Terán— y a partir de las problemáticas que emergen del manejo de los espacios habitados y el desmadejamiento normativo de su administración, con su mirada en los impactos sociales de regeneración o conservación —Cifuentes—. Es decir, procuro contrastar los propósitos que la planificación originalmente se trazó, frente a lo que finalmente se emprendió (Terán, 2014b; Cifuentes, 2008).

El caso de la ciudad de Quito tiene especial relevancia para efectuar este escrutinio, en vista de la temprana preocupación que surge por su patrimonio desde espacios informados en relación con el saber histórico (Academia Nacional de Historia) y en función de la planificación de la ciudad (el gobierno local o municipal). En conjunción, a partir de los años cuarenta, ambos agentes elaboraron en varios momentos de su devenir, una serie de reflexiones históricas y urbanísticas destinadas a justificar mediante el relato oficial del pasado la protección de un conjunto de legados arquitectónicos considerados “esenciales”.

De manera general, los límites del Centro Histórico identifican dos áreas muy visibles: un área de protección edificada (376 ha.) y otra de protección natural (230 ha.). La zona se articula alrededor de un núcleo central (54 ha. aprox.) que corresponde al de la parroquia González Suárez (55 manzanas) y el área circundante se integra, a su vez, con los barrios Alameda, San Blas, San Juan, El Tejar, San Roque, La Chilena, El Placer, Aguarico, San Diego, San Sebastián, La Recoleta, La Loma, San Marcos y La Tola (14 cuerpos barriales que comprenden 229 manzanas). En cambio, el área de protección natural corresponde a las laderas de las elevaciones Panecillo, Itchimbía, El Placer, además de uno de los flancos de quebrada del río Machángara, como áreas de amortiguamiento o resguardo natural (MDMQ, Dirección General de Planificación y Junta de Andalucía, 2003) (ver figura 1).


El Centro Histórico en el Área de
Promoción Patrimonial de Quito. 2011
Figura 1
El Centro Histórico en el Área de Promoción Patrimonial de Quito. 2011


Fuente: Plan de Ordenamiento Territorial 2012-2022, Secretaría de Hábitat, Territorio y Vivienda, MDMQ.

A partir de fuentes documentales como los instrumentos de la planificación urbana de Quito, es posible sostener el argumento según el cual las visiones conservacionistas de la ciudad preceden a los planteamientos patrimoniales formulados en la década de los setenta, con los cuales se propuso la declaratoria de la ciudad como Patrimonio Cultural de la Humanidad, en el contexto del primer boom petrolero y como parte de la promoción de una “política gubernamental nacionalista” promovida por el régimen militar que gobernó el Ecuador de esos años. Desde ese punto de vista se puede recomponer el desmadejamiento de un discurso patrimonial que, dentro de la planificación urbana, tomó variadas tesituras.

Este artículo tiene tres momentos. Primero, considero el lugar otorgado al actual Centro Histórico en el Plan Regulador (1942-1944) como primer documento de planificación de la ciudad y de creación de su imaginario como espacio colonial de significación. Luego, reviso las Normas de Quito (1964), el Plan General Urbano (1967) y el Plan Director (1971). Mi escrutinio continúa, en tercer lugar, con el Plan Quito (1981), el Reglamento Urbano (1990) y el Plan Maestro de Rehabilitación de las Áreas Históricas (1992). A su vez, detengo mi exposición, en tres hitos clave para la redefinición del espacio patrimonial aquí estudiado, considerados como puntos de inflexión del despliegue del discurso patrimonial autorizado: la declaratoria de la UNESCO en 1978, el terremoto de 1987 y la creación del Fondo de Salvamento (Fonsal) (1992).

1. 1942-1967. Un “casco colonial” que proteger

Tanto la historia urbana de Quito, como los estudios sobre planificación y territorio encontraron en el Plan Regulador (1942-1944) los basamentos ideológicos, conceptuales e instrumentales del posterior manejo de la ciudad. El Plan concebido por Jones Odriozola identificó tres zonas muy específicas: la Sur, con actividades fabriles, industriales y espacios para la vivienda de obreros y trabajadores en proyectos habitacionales baratos; el Centro, “que se extiende desde de la ciudad colonial al centro de gobierno” (Godard, 1992, p. 39) con las actividades burocráticas, decisorias de la vida política, servicios, comercios y la población urbana inmiscuida en dichas actividades y, finalmente, el Norte, que acogería “los equipamientos de recreación, de educación y a las clases sociales más acomodadas” (Odriozola, 1942-1944, pp. 269-270).

Dentro de estos tres grandes espacios fueron identificadas, a su vez, nueve centralidades funcionales: Centro Cívico de Gobierno, Centro Cultural, Centro Universitario, Centro Deportivo, Centros Cívicos de Barrio o Suburbanos, Centro de Transporte, Centro Religioso y Centro Histórico. Las dos últimas se ubicarían en el peri-centro de la ciudad. El Centro Religioso estaría en el Panecillo y el Histórico acogería el centro municipal, el arte civil y religioso, el Museo Histórico (actual Palacio de Gobierno) y la casa tipo de la época colonial o Casa de los Abogados (Odriozola, 1942-1944).

El Plan Odriozola no solo sintonizó con las ideas urbanísticas europeas y norteamericanas de fines del XIX e inicios del XX, fue también —siguiendo la reflexión de Bustos—, la expresión institucional de los sectores dominantes quiteños ante las transformaciones urbanas y regionales de la sierra centro y norte desde los años veinte, como fruto de la crisis de la economía cacaotera, la emergencia de los sectores artesanales y obreros (con la consecuente ruptura de los patrones sociales patriarcales que los supeditaban a las elites) y la laicización de la vida social urbana (Bustos, 1992; Maiguashca, 1991; Saint-Geours, 1994). De un conjunto de ordenanzas promulgadas durante la alcaldía de Jacinto Jijón y Caamaño (1946-1947) dedicadas a la protección de la “ciudad vieja” como legado de la “época colonial”, se configuró imaginaria y espacialmente un área histórico patrimonial específica. Se “inventó”, según sugiere Bustos, el Centro Histórico de Quito (Bustos, 1992; 2007):

Dentro de este proceso […] la capital es percibida como escenario de realización del progreso y la modernización, a la luz de los cuales se va constituyendo dentro de la misma ciudad […]: un Quito antiguo y un Quito moderno, que se expresan en términos no solo físico-espaciales: edificaciones modernas, urbanizaciones, etc.; sino igualmente en términos culturales y sociales: desarrollo de los medios de comunicación, presencia de problemas sociales modernos, etc. Un indicador de este proceso de modernización se observa en el paulatino proceso de laicización social, que reforzado a principios de siglo con la separación constitucional de la iglesia y el estado, tiene una importante e inadvertida expresión espacial: nos referimos a una serie de cambios ocurridos tanto a la designación nominativa, o nomenclaturización de los más importantes elementos urbanos: unidades espaciales, redes viarias, etc., como al nuevo carácter de apropiación y vivencia cotidiana de esos mismos espacios (Bustos, 1992, p. 167).

La introducción del concepto de funcionalidad jerarquizada, o espacios urbanos clasificados en términos de las funciones públicas que concentran y asimétricamente valorados a partir de criterios de segregación espacial socioeconómica y habitacional (un sur fabril y obrero y un norte acomodado y elitista), sirvió como línea de montaje de la posterior planificación urbana. El planteamiento determinó los trazados posteriores del crecimiento de la ciudad y sentó las bases para edificar un imaginario urbano con reverberaciones culturales que aún en la actualidad funcionan como potentes marcas sociales (Aguirre, Carrión & Kingman, 2005), aunque no necesariamente cimentó parámetros de conservación monumental o gestión integrales. Para Cifuentes:

Si bien se propone una primera referencia de límites del área histórica, este plan no deriva en medidas de preservación que vayan más allá de los monumentos individuales; desestima la traza urbana y el entorno paisajístico de la ciudad antigua; visión que enfatiza la identificación de esta área, más bien como un agregado de hitos monumentales del periodo hispano (2008, p. 101).

No obstante tales limitaciones, el Plan destinó un nicho de atención especial al llamado “centro de la ciudad”, entendido como núcleo político y decisional (Godard, 1992, p. 39), entregó una visión inicial del área histórica y puso sobre papel una noción preliminar de patrimonio monumental, algo taxonómica puesto que buscaba resaltar ítems patrimoniales del resto de la piel urbana. Objetos cuya apreciación y cuidado fueron delegados por el poder central a la Academia Nacional de la Historia 1 , cuerpo de intelectuales que representaban la voz autorizada sobre los relatos históricos oficiales a ser divulgados, mismos que descansaban en un conjunto de bienes monumentales invocados como piezas excepcionales, útiles para constatar la veracidad de tales narraciones (Bosi, 1998). Dicha articulación expuso una preliminar concepción del lugar del patrimonio monumental como informante y agente confirmador del relato histórico oficial, además de una inicial preocupación estatal por su salvaguardia 2 .

La delimitación espacial del Plan Odriozola señaló, al mismo tiempo, los marcos territoriales del acumulado patrimonial histórico citadino, anclando dicha herencia en su “pasado colonial”, una elaboración que abrevó ideológicamente del hispanismo, contenedor discursivo en el que lo religioso ostenta un rol central. Funcionalmente hablando, buscó también desmontar la yuxtaposición de actividades económicas y sociales en el casco colonial para resolver dos factores asumidos como escollos de la modernización: identificar espacialmente las actividades productivas de los habitantes y sectorizarlas con arreglo a patrones de distinción de clase, actividad económica y procedencia migratoria; y acentuar la diferenciación entre sectores pudientes, medios y populares, segregándolos por medio de una caracterización zonal.

Las sociabilidades católicas dejaron una especial impronta en la “ciudad colonial” de los años cuarenta y cincuenta. Sus formas asociativas constituyeron el escenario temporal de una significativa movilidad ritual en la que el uso de iglesias, conventos, capillas, otros escenarios monumentales y mobiliario urbano expresaron las polifacéticas formas en que comunidades religiosas, organizaciones laicas, centros católicos y mutuales compusieron socioculturalmente la vida artesanal y obrera (Luna, 1989). Tales edificaciones, y las dinámicas asociativas en ellas promovidas, moldearon el criterio de los urbanistas Odriozola y Sobral en su caracterización de la centralidad funcional del “casco colonial” como contenedor de los valores históricos, artísticos y simbólicos que reúne las “virtudes de la ciudad” (Odriozola, 1942-1944).

Socialmente hablando, el Plan Odriozola obedeció a una lógica funcional que encontró su correlato en la consolidación de dispositivos de control social, disciplina-miento de prácticas populares de comercio aunados al discurso de la higienización y punición de algunas actividades populares, colindantes con la actualización de los referentes civilizatorios latinoamericanos que tendrían sus modelos en Europa, en especial en la sociedad francesa (Bauer, 2002).

De acuerdo con Kingman, la higienización urbana justificó un blanqueamiento social basado en el control del uso de los espacios públicos y en la demarcación de límites a las manifestaciones sociales y económicas populares. Fronteras étnicas en las cuales los dispositivos de poder se manifestaron como ordenanzas sobre el “buen uso” de los espacios públicos, control de mercados, limpieza de calles, expendio de carnes o producción de bebidas alcohólicas artesanales, junto con la segregación de grupos indígenas y población popular, especialmente femenina, según paradigmas como el ornato y el higienismo (Kingman, 2008; 2007).

Cabe aseverar, en ese sentido, que el inicial delineamiento del área del Centro Histórico como lugar esencial de las identidades local y nacional se sostuvo en un movimiento (¿paradójico?) de su abandono por parte de las elites locales hacia nuevos espacios urbanos emplazados al norte de la ciudad, superando sus zonas “intermedias” (Terán, 2014a, pp. 10-17) pero, a la vez de refuerzo de una visión esencialista de la zona histórica. Deslizamientos que pueden considerarse como expresiones del proceso de modernización característico de las mutaciones culturales y sociales, entendidas como “ciudad en transición” (Bustos, 1992).

La imaginación del “casco colonial” como lugar esencial de Quito brotaba de una explicación nutrida por la ideología del hispanismo que halló su justificación en la necesidad de recomponer simbólicamente las balizas con las cuales se explicaron los orígenes de la identidad local y nacional, en un momento clave de desmenuzamiento de las bases territoriales sobre las cuales se apoyaban los marcos identitarios nacionalistas, luego del desastre militar de 1941. Pérdida evocada ideológica y emotivamente como “desmembración” (Terán, 2014b). Al tiempo que la ciudad vieja era abandonada por elites y órganos de decisión económicos, se la añoraba como habitáculo identitario hispánico, dando inicio, concomitantemente, a un segundo modelo urbano de crecimiento que renunció a su dinámica concéntrica de despliegue y se decidió por la opción longitudinal basada en un recorte de ocupación trizonal (sur– centro–norte) (Godard, 2015).

Pienso que este primer momento corresponde a la gestación del discurso patrimonial autorizado de Quito, pues miró una parte del conjunto monumental de la ciudad como paisaje material a través del cual constatar el pasado colonial de la ciudad, como parte de una matriz ideológica hispánica útil como áncora simbólica en el irreversible movimiento de aguas que condujeron a la urbe hacia la modernización. Tal deslizamiento encontró en la sociabilidad popular católica la expresión sociocultural de sus sectores populares en emergencia 3 .

2. 1960-1972. Oscilaciones entre modernización y conservacionismo

La década de los sesenta presenció la galvanización de los centros urbanos ecuatorianos mediante sistemas de carreteras de primer y segundo orden, como parte del fortalecimiento de los mercados internos con miras a la articulación regional y la conformación de enclaves económicos de consumidores y prestadores de servicios. Consecuencia de lo cual, según apunta Deler, el eje espacial ecuatoriano basado en la diarquía Quito-Guayaquil logró su dibujo más acabado. Tal dinámica convergió con la configuración de centralidades urbanas y periferias territoriales y administrativas, así como en la conformación de sub-espacios urbanos (Deler, 2007).

La mancha urbana de Quito creció especialmente en sentido longitudinal siguiendo el eje del macizo del Pichincha. El centro de decisión económico se deslizó también y las sedes bancarias se resituaron en el límite trazado por la avenida Naciones Unidas, nuevo polo comercial y financiero (Godard, 2015). Tal expansión, según Godard & Vega, determinó las condiciones posteriores del crecimiento urbano y obligó a una planificación dirigida a la organización de las emergentes actividades económicas (Godard & Vega, 2008). El Plan General Urbano de 1967 buscó racionalizar espacialmente el espectro comercial del centro de la ciudad con base en la identificación de las centralidades funcionales señaladas en la década de los cuarenta, y procuró expandir las nuevas zonas urbanas:

La división zonal –sur, centro, norte– es oficializada y adoptada por las instituciones y apenas en 1990 (elaboración del Reglamento Urbano de Quito) la división en cuatro zonas sustituye al corte trizonal. Se respeta globalmente el trazado de los grandes ejes de circulación. La zona norte se desarrolla en detrimento del sur y se estructura en torno a vías de gran caudal, privilegiando así la circulación automotriz y favoreciendo la instalación de las clases sociales acomodadas y medias (Godard, 2013, p. 270).

Al contrario que en el Plan Odriozola, en el Plan Director (1971) la “zona histórica” se articuló a nuevos circuitos de urbanización al norte y el sur, siguiendo la caracterización de 1942-1944, pero dotándola de un sentido patrimonial en su unidad y no solo a partir de la identificación individual de bienes o ítems con valor histórico. Se consolidó la idea de “centro histórico” como “unidad constitutiva” necesitada de expresas directrices para su cuidado. En lo que a preservación monumental se refiere, estos lineamientos se basaron en la Carta de Venecia de 1964 (Cifuentes, 2008). El concepto de patrimonio preconizado por dicha Carta oficializó acciones predominantemente conservacionistas, dio paso a la institucionalización de la cultura como recurso de resolución de los conflictos geopolíticos de los estados nacionales, supuso el montaje de procesos de articulación de redes de intercambio de información y favoreció la burocratización del espectro cultural, por medio de declaraciones internacionales reflejadas en políticas nacionales de fomento y puesta en valor de manifestaciones materiales, consideradas excepcionales (Mattelart, 2006).

A partir del Plan Director se puede hablar de la institucionalización del discurso patrimonial autorizado sobre el Centro Histórico, como una preocupación específica sobre los bienes con valor histórico, expresada en un abanico de ordenanzas dedicadas a su gestión, concomitantes con decretos supremos promulgados por el gobierno central, como el de Delimitación del área de influencia de los monumentos de Quito Antiguo, del 11 de marzo de 1966, que constituye uno de los esfuerzos más importantes para frenar la destrucción del patrimonio edificado en plena modernización:

Art. 1º. – Delimítase, como área de inmediata influencia de los monumentos de Quito antiguo, la que se halla comprendida dentro de las líneas de referencia constituidas por los siguientes hitos: por el Norte, las iglesias de San Juan, la Basílica y San Blas; por el Sur, las iglesias de San Diego, San Sebastián, el Buen Pastor y La Inmaculada; por el Occidente, de sur a norte, sucesivamente las calles José Martínez, Yupanqui, Quiroga, la iglesia de El Tejar, las calles Imbabura y Cuenca; y por el Oriente, desde la Recoleta, una línea hasta las calles Martín Peralta y Valparaíso. Además se considerarán integradas al Quito antiguo las áreas inmediatamente aledañas a la iglesia de La Magdalena, a la de Chimbacalle, al Noviciado de los Hermanos Cristianos, a la iglesia de El Batán, Capilla del Consuelo, Guápulo e iglesia de Cotocollao (Junta Militar de Gobierno, 1966, p. 55-99).

Las balizas que delimitaron el “área patrimonial” fueron una selección de ítems monumentales religiosos y contenedores de objetos históricos con los cuales era posible enmarcar un croquis que permitiese su salvaguarda. El Decreto designó también las entidades que tendrían a su cargo la preservación de tales objetos: “Art. 2º.- Encomiéndase al Municipio de Quito, en Coordinación con la Casa de la Cultura Ecuatoriana y la Corporación Ecuatoriana de Turismo y en armonía con las normas de la Ley de Patrimonio Artístico, la defensa, conservación y restauración de las áreas del Quito antiguo” (Junta Militar de Gobierno, 1966, p. 5599). Se obligó al municipio a tomar acciones de salvaguarda del área, que irían desde ordenanzas específicas (conservación, restauración y delimitación), levantamiento de inventarios del patrimonio artístico, ubicación precisa de los bienes en conjunto con su área de influencia, creación de un archivo documental de expedientes de cada uno de los bienes inventariados (Art. 4º) y, finalmente, asignación de recursos económicos descargados al municipio desde los presupuestos anuales del Ministerio de Educación Pública (Art. 5º) (Junta Militar de Gobierno, 1966, p. 5600). A tono con este decreto de protección, el municipio capitalino creó la Comisión del Centro Histórico, en julio de 1966.

La preocupación por el estado de deterioro de los bienes patrimoniales y su uso emergió bajo el auge del comercio formal, el crecimiento progresivo de las actividades económicas en la zona patrimonial, la introducción de nuevos patrones estéticos acordes con imaginarios modernizadores, la necesidad de aprovechar los espacios de la “ciudad vieja” con propósitos de turismo local y su valorización como complejo monumental informante de los sentidos identitarios que, paulatinamente, aportarían el ropaje cultural y conmemorativo a las recién instituidas Fiestas de Quito, basadas en referentes hispánicos que discurrieron sobre el andarivel del legado monumental delimitado por la Junta Militar y las corridas de toros. La revista deportiva Aucas, en la nota intitulada “La H. Junta Militar y los espectáculos taurinos” del 30 de noviembre de 1963, saludó los decretos de exención de imposiciones fiscales para los espectáculos relacionados con las corridas en el día de Quito (Decreto No. 573) y “liberación de impuestos y derechos aduaneros y fiscales […], en la importación de 12 (doce) toros de lidia […] desde México” (Aucas, 1963, p. 10). Tales esfuerzos consolidaron a la postre la Feria de Quito Jesús de Gran Poder como epicentro simbólico-ritual de las festividades fundacionales (Terán, 2011, pp. 89-98).

El Plan Director trazó un paisaje urbano que reprodujo los modelos funcionales y segregativos espaciales y económicos de los cincuenta; robusteció la idea de unidad funcional de la zona patrimonial y la configuró como un área independiente del resto de la ciudad, merecedora de atención especial en cuanto a su conservación, inversión y financiamiento 4 . Dicha preocupación se mantuvo informada por las interpretaciones historiográficas de la Academia de Historia y la Escuela de Bellas Artes (Terán, 2014b p. 55).

El valor turístico dado al entorno urbano expuso toda una oferta de productos artesanales para consumo turístico incorporada al mosaico comercial de almacenes importadores de bienes suntuarios: mercaderes de telas y cultura de los oficios (maestros sastres, sombreros, talabarteros, hojalateros, trabajadores de curtiembres y, más tarde, artesanos gráficos y proveedores de insumos para calzado), antiguas cajoneras, comerciantes de artículos religiosos, propietarios de chicherías y comedores populares. De esta manera, el uso del espacio que en la década precedente permitió una importante migración interna tuvo, entre los sesenta y setenta, una fisonomía marcadamente comercial que desembocó en un paulatino cambio de los patrones de habitabilidad de los entornos patrimoniales, los cuales se determinarían, en adelante, básicamente por dinámicas mercantiles. Es más, las Normas de Quito (1967) sustentaron su visión de la conservación en los usos comerciales de los bienes edificados.

Las prácticas devocionales y la sociabilidad religiosa cobraron especial ímpetu en el Centro Histórico gracias a sus relaciones con el emergente comercio informal. Además, los años sesenta atestiguaron el surgimiento del evento religioso de mayor resonancia cultual de la ciudad: la procesión de Jesús de Gran Poder durante la Semana Santa, una advocación de origen sevillana cuyas raíces permanecen vinculadas al espectáculo taurino.

Nuevas expresiones de religiosidad popular acentuadas en los sesenta redefinirían paulatinamente la cartografía sagrada quiteña. La introducción del pentecostalismo norteamericano (Padilla, 2008; Bastián, 2003; Jeter de Walker, 1994) y de otras misiones evangélicas puso en juego nuevos elementos cultuales e introdujo en el panorama de la cultura popular urbana necesidades simbólicas y desplazamientos en las prácticas sociales que entraron a competir (y aún lo hacen) por los usuarios de las devociones católicas más tradicionales (Padilla, 2008) (ver figura 2). En este nuevo horizonte de consumos religiosos, la promoción de Jesús del Gran Poder puede verse como reacción de la fe católica frente a la emergencia de aquellos nuevos cultos, cuyos espacios de sociabilidad fueron “templos” acondicionados en salas de teatro, antiguos almacenes, oficinas adecuadas como auditorios en casas del Centro Histórico o salones sociales en hoteles 5 .


Patrimonio arquitectónico
religioso, Iglesia Alianza Central
Figura 2
Patrimonio arquitectónico religioso, Iglesia Alianza Central


Fuente: Isaac Cabrera.

En cambio, la religiosidad popular católica ligada a los emergentes comercios informales crecería en expresiones edificantes para la protección de las actividades económicas por un santo tutelar, cuya adscripción es fruto tanto del consenso de vendedores que procuran una identidad religiosa que las distinga, como de pertenencias individuales y familiares que toman forma en la vida cotidiana (Muratorio, 2003).

Para Cifuentes, las Normas de Quito reflejaron no solo acuerdos sobre la conservación y promoción de los legados monumentales arquitectónicos, artísticos y museográficos; también sentaron las bases de un patrón de manejo del patrimonio con una fisonomía “técnica” y “despolitizada”, en la cual la conservación germinó como expresión de una valoración especializada frente al deterioro de los bienes y no necesariamente como parte de un movimiento político-ideológico de re-significación de esos legados dentro de determinados marcos sociales de memoria (Halbwachs, 2004). En plena modernización, la gestión del legado cultural quiteño osciló entre concepciones “señoriales” y visiones “cosmopolitas”, que desembocaron en proyectos de intervención arquitectónica y reorganización funcional de la ciudad en relación con la apertura de vías de transporte, particularmente traumáticas para el patrimonio edificado del Centro Histórico. Concepciones de las cuales el arquitecto Sixto Durán Ballén (1970 y 1978) fue su principal exponente. Un caso elocuente de tales impactos fue la alteración de la fisonomía del barrio San Blas, por efecto de la construcción de la Av. Pichincha, con sus pasos elevados, y del edificio del Banco Central del Ecuador. Tales obras ocasionaron la desaparición del mercado popular frente a la iglesia del mismo nombre y la pérdida irreversible del edificio de la Biblioteca Nacional (Cifuentes, 2015).

2.1. Nacionalismo y patrimonio cultural durante el boom petrolero

La década de los setenta estuvo marcada por el auge petrolero, fruto del incremento de la demanda internacional del hidrocarburo y la explotación de los yacimientos de la región amazónica. Una bonanza económica administrada por los militares dentro de una política que adoptó varias facetas en el panorama social y político del país. Que fue de la mano con toda una campaña de valorización del patrimonio cultural ecuatoriano a raíz de la declaratoria de la ciudad de Quito como Patrimonio Cultural de la Humanidad, hecha por la UNESCO en 1978.

La dimensión arquitectónica del legado que justificó la declaratoria colindó con una relectura de su lugar en la modernización citadina, presentada dentro de la oferta turística como un espacio distinto al del Centro Histórico, pero con evidentes complementariedades, aspecto que pretendió dotar de excepcionalidades que permitiesen convertir la ciudad en un “atractivo turístico”.

La bonanza petrolera fue sentida localmente como un despegue acelerado de la urbanización, diversificación de las actividades económicas en la mancha urbana y en sus regiones aledañas, sobre todo en los valles de Tumbaco y Los Chillos, que serían incorporados por medio de la construcción de autopistas. Este fue, también, el momento del aumento de los procesos migratorios internos hacia la capital, lo cual estimuló el crecimiento de la ciudad e incidió en factores como la especulación inmobiliaria y el uso del suelo:

El crecimiento comercial de esta área expulsa población residente hacia los barrios altos del centro: Toctiuco, El Placer, La Colmena, La Libertad, El Panecillo. Parte de este desplazamiento y gran parte de la migración que ya no tiene cabida en el Centro se asienta en el perímetro de la ciudad formando barrios periféricos, la mayoría de ellos ilegales y sin servicios dando lugar al violento proceso de expansión urbana de la ciudad. La calidad de centro de aprovisionamiento popular que fue adquiriendo el centro histórico llega a consolidar la informalidad que termina por motivar el desplazamiento de los otros niveles económicos, especialmente financiero y de gran comercio hacia el norte: también se desplazan otros sectores de la función administrativa nacional y local, aunque han permanecido las expresiones simbólicas del poder político y de la iglesia (Cifuentes, 2008, p. 104).

Si la declaratoria de la UNESCO concitó la atención del Estado y del poder local sobre el Centro Histórico como recurso patrimonial, tal mirada no necesariamente se tradujo en mejoras en cuanto a su desarrollo. La planificación favorecía “la congestión del área central, al tiempo que alentaba el crecimiento de una periferia desarticulada” (Municipio de Quito, 2003, p. 21). Dislocación que alude al crecimiento poblacional en zonas que, más tarde, aparecieron en los planes bajo el membrete administrativo de “periferias del Centro Histórico”, cuya presión urbanística se produjo entre las décadas de los setenta y ochenta con la reorganización del transporte público (San Roque, La Marín, San Blas y Terminal Terrestre Cumandá).

La identificación y conservación de áreas patrimoniales fuera del ámbito del Centro Histórico y la regeneración urbana desacomodaron las dinámicas sociales y economías populares existentes por medio del: reordenamiento de mercados populares, cambios en el sentido de circulación vehicular en calles y plazas, redistribución de los comercios populares y expropiaciones, afinaron nuevos mecanismos de segregación espacial y económica (Municipio de Quito, 2003, p. 21) (ver figura 3).


Modernización urbana, entre los
años 1960-1970
Figura 3
Modernización urbana, entre los años 1960-1970


Fuente: Archivo Histórico del Ministerio de Cultura y Patrimonio (AHMCyP).

El discurso patrimonial sobre el Centro Histórico puede caracterizarse en tales años como turístico monumentalista. Su fisonomía en los planes de manejo articuló dos facetas: la histórica patrimonial que mantuvo de los planes anteriores de gestión y la turístico espacial, que impuso usos que discurrieron a contrapelo de las dinámicas sociales en la zona. El discurso patrimonial autorizado se tradujo, en este momento, en concebir los legados materiales históricos como recursos de desarrollo económico basados en el turismo.

Aunque la declaratoria de la UNESCO impregnó la visión sobre el patrimonio cultural que los planes del Centro Histórico tuvieron durante la década aquí caracterizada y en épocas posteriores, la valorización turística de los legados monumentales no siempre estuvo acompañada de una coherente política de intervención que garantizase su conservación. Habrá que esperar los años ochenta para encontrar una significativa intervención en este sentido, orientada a revertir las secuelas destructivas causadas especialmente por desastres naturales (terremotos) y a cimentar toda una política conservacionista que, a la postre, decantará en un nuevo discurso patrimonial.

3. 1987-1992. El patrimonio edificado en crisis

En el Plan Quito-Esquema Director (1981) aparecen preliminarmente los elementos técnicos que marcarán los posteriores modos institucionales de comprensión de las dinámicas socio espaciales, en sitios que acogen monumentos históricos o emblemáticos. El Plan adelantó en la definición de varias áreas patrimoniales y propuso la organización urbana en función de distritos administrativos para favorecer la desconcentración y la expansión regionales, de cara a la presión poblacional que empezarían a sentir las otrora zonas funcionales.

Junto con los distritos apareció la delimitación de “áreas histórico-patrimoniales” con base en la identificación de parroquias, barrios o sectores que contuviesen dentro de sí uno o un conjunto de bienes monumentales emblemáticos. Cuatro fueron las áreas identificadas: Centro Histórico de Quito, Guápulo, Cotocollao y Chillogallo. Esta identificación estuvo animada, al parecer, por un cariz descentralizador en términos de relievar la existencia en toda la ciudad de bienes con valor histórico o fue producto de una caracterización a tono con las demandas de conservación que, sin duda, emanaron del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural (INPC) y otras agencias estatales, como la Dirección Cultural del Banco Central del Ecuador, por ejemplo, que emprendieron sus propios esfuerzos de conservación del patrimonio (Francisco Jijón, testimonio, mayo 12 de 2015).

En la década de los ochenta, además, la ciudad experimentó el aumento de factores de movilización social, como la emigración del campo a la ciudad. La población indígena llegaba a la urbe a través de los llamados “barrios de recibo” (San Roque, La Colmena, San Sebastián y Aguarico) o de las ofertas de hospedaje circundantes al terminal terrestre Cumandá. Además, las cualidades poblacionales de los barrios del Centro Histórico como San Roque configuraron, lentamente, todo un patrón social y económico basado en el comercio informal y en el trabajo de oficiales y artesanos libres, lo cual recompuso, paulatinamente, sus marcos socioculturales de identificación. Además representaciones culturales sobre las relaciones entre la población emigrante, los bienes monumentales y los imaginarios urbanos que moldearon las políticas patrimoniales posteriores (ver figuras 4 y 5).


Calle García Moreno (ca. 1980)
Figura 4
Calle García Moreno (ca. 1980)


Fuente: AHMCyP.


Calle García Moreno en la actualidad
Figura 5
Calle García Moreno en la actualidad


Fuente: Isaac Cabrera.

A más de la delimitación de estas áreas patrimoniales, el Plan avanzó sobre un primer encuadre de zonas de protección del patrimonio en otras 22 parroquias (edificaciones religiosas, escuelas, haciendas, sitios arqueológicos, puentes, caminos y patrimonio industrial). Así, la visión circunscrita al Centro Histórico como área privilegiada se diseminaría hacia otros escenarios urbanos y rurales.

3.1. El patrimonio edificado entre terremoto y “lumpen”. 1987

El manejo del patrimonio edificado de Quito sufrió un inesperado giro de timón luego del terremoto de 1987. El evento natural, de gran impacto para los bienes inmuebles patrimoniales de Quito, abrió la posibilidad de considerar el alto nivel de vulnerabilidad de la ciudad (D’Ercole & Metzger, 2004), repensar la conservación de sus legados tangibles, redefinir los términos de la gestión de sus áreas históricas y poner en perspectiva las dinámicas sociales en sitios poblados sujetos a riesgos naturales. En otras palabras: problematizar el patrimonio cultural como un conjunto de legados tangibles e intangibles cuyo carácter es fruto de una construcción social también vulnerable, más que de un aprecio exclusivo de monumentos, bienes muebles y expresiones inmateriales.

Las dimensiones de esta problemática, de cara a la formulación más consistente de políticas culturales en Quito, fueron consignadas en el Plan Maestro de Rehabilitación Integral para las Áreas Históricas de Quito (1992) 6 . Todo ello en el contexto de la aprobación de la Ley de Régimen para el Distrito Metropolitano de Quito (1993) y la Ley de Descentralización del Estado, instrumentos que dotaron a la urbe de un estatus legal privilegiado en cuanto a la asunción de competencias en administración territorial, control de uso del suelo, regulación de los servicios urbanos (incluidos transporte y movilidad), incorporación de las parroquias rurales al Distrito y, para efectos de nuestro recuento, manejo del patrimonio cultural cuya responsabilidad era repartida hasta la década de los ochenta entre varias agencias gubernamentales. Al ampliar el criterio de áreas con valor histórico también fue posible incluir en la gestión del patrimonio cultural los desplazamientos sociales y las mutaciones expresadas en prácticas cotidianas y formas de vida y en sus manifestaciones intangibles 7 .

El incremento del comercio formal e informal movilizado por las dinámicas sociales barriales de épocas anteriores y el aparecimiento de nuevos emprendimientos populares, el arribo a las zonas emblemáticas de ofertas turístico hoteleras de elite que aprovecharon la regeneración urbana operada en algunos circuitos y recorridos del núcleo central del Centro Histórico, en desmedro de otros espacios, la implantación del sistema de trolebús y el reordenamiento del transporte público transformaron el paisaje social en un área caracterizada definitoriamente por el consumo popular y la diversificación de actividades económicas que delinearon el rostro de unos barrios que lucen, en su mayoría, homogeneizados por la huella del comercio.

Son las propias dinámicas sociales que transmiten dichas economías populares las que, según sostengo, despliegan el conjunto de expresiones religiosas cuyos hilos conductores están en las redes comerciales dentro de las cuales es muy recurrente identificar altares urbanos y domésticos en pasajes, zaguanes y mercados, calendarios religiosos que conmemoran fechas de creación de asociaciones y cooperativas, así como manifestaciones cultuales públicas (procesiones) escenificadas en la calle 8 .

La década de los noventa fue cuando buena parte de las actividades socio económicas de las zonas histórico patrimoniales empezó a regularse como parte de las políticas de intervención en los bienes edificados que, si bien al inicio propusieron un ordenamiento de la actividad comercial informal como expresión de una política pública patrimonial de recuperación social del espacio público, decantaron más tarde en acciones de expulsión de comerciantes de las áreas patrimoniales o turísticas del Centro Histórico, como parte de un discurso de recuperación de la seguridad urbana y el ornato: el comercio informal fue visto como actividad delincuencial, “fachada” de acciones criminales, o como expresiones cotidianas que “afean” el paisaje urbano.

Entre las administraciones de Jamil Mahuad (1992-1998) y Paco Moncayo (2000-2009), dichos procesos darían soporte a políticas urbanas mimetizadoras y excluyentes de lo popular, particularmente aquellas que tienen lugar en los entornos patrimoniales “esenciales” de la urbe, o en los recorridos turísticos más importantes, si bien se registraron algunos esfuerzos de racionalización e incorporación social del comercio callejero.

Los ecos de este discurso alcanzaron, incluso, la órbita de las representaciones culturales, como la literatura breve de ficción producida en esos años, donde la contrahechura de personajes mendigos, prostitutas y maleantes cohabita con el paisaje derruido de un patrimonio monumental venido a menos por causa de desastres naturales, abandono e invasión, transfigurando los entornos históricos en espacios lúgubres y poblados de seres contrahechos, maculados por el lumpen:

[…], la virgencita [una prostituta no vidente aquejada por el albinismo] se dirige hacia la nave de la izquierda: hacia el ángulo de piedra tallada en donde —antes del terremoto […] y los consecuentes saqueos— se erguía con ribetes de pan de oro y encofrados de madera el altar de san Antonio de Padua.

Hoy no es sino un rincón, un muro oscurecido con hollín de cocinetas y reverberos de las comidas y canelazos. La nave central ha perdido casi todo su techo barroco y la mayor parte de sus cúpulas antes pobladas de querubines rechonchos asidos de sus cornetas. Por eso, la tempestad se precipita en el templo como una catarata que revienta las baldosas antes de rebotar en sus paredes desconchadas, en sus concavidades aún acústicas, convirtiendo a la Iglesia de Santodomingo en la réplica de un gigantesco barco hundiéndose en el último diluvio. […], salpican en el oído […] las voces bajas, superpuestas, de los gamines, los monocordes diálogos de los campesinos y las maldiciones solitarias de los borrachos. Agazapados en los rincones, en los residuos de los confesionarios, en el interior de los caídos altares, fetalmente amontonados, se guarecen de la lluvia, del frío y del hambre (Ruales, 1994, pp. 12-14).

El Plan Maestro hizo, un importante insumo al desarrollo planificado de la zona, que tuvo sus reflejos en acciones de puesta en valor del patrimonio cultural histórico, atención sobre las dinámicas socioculturales que marcan los tiempos vitales de tales espacios y una preocupación por su población habitante y usufructuaria. Con todo, las políticas patrimoniales impulsadas de los noventa reforzaron más tarde un enfoque monumentalista y conservacionista como respuesta a la urgente necesidad de recuperación de los edificios e inmuebles, golpeados por el sismo de 1987.

3.2. Patrimonio y profesionalización del saber histórico

Es preciso anotar que las iniciativas de preservación y puesta en valor del patrimonio edificado (y de los bienes muebles allí contenidos), emprendidas entre la segunda mitad de los setenta y hasta los noventa, se sostuvieron en una importante investigación histórica de corte profesional 9 . Tales indagaciones encontraron su base de información empírica proveniente de archivos, con el fin de otorgar densidad histórica a los esfuerzos de conservación monumental de conventos e iglesias 10 .

Este fue un momento clave en el desarrollo del discurso patrimonial autorizado de Quito, en la medida en que sustentó su accionar conservacionista en la indagación histórica y de archivo, posible gracias a la oferta de historiadores profesionales cuyas pesquisas dieron paso a consideraciones más informadas sobre el valor del patrimonio tangible de la ciudad, en un andarivel de comprensión distinto al de la Academia de Historia. El modelo de manejo de los bienes patrimoniales que empezaría a replicarse, como reverberación del tratamiento de las relaciones entre historia nacional–identidad–patrimonio cultural, sería puesto en marcha por la Dirección Cultural del Banco Central del Ecuador, influido especialmente por la visión cultural de Hernán Crespo Toral (VV. AA, 2009).

4. 1992-2000. Política patrimonial, inversión inmobiliaria y despoblamiento

Mientras que la inversión en conservación del patrimonio monumental histórico se desplegó ampliamente (por medio de las agencias locales e internacionales de gestión creadas para el efecto y para el desarrollo de proyectos complementarios como el Fondo de Salvamento, Empresa del Centro Histórico y Junta de Andalucía), alcanzando los niveles de conservación y puesta en valor de los inmuebles históricos que la urbe ahora ostenta, ¿qué ocurrió con la población de dichas áreas en años recientes? La inversión en el patrimonio edificado y en soluciones habitacionales, centros comerciales y servicios de movilidad, correspondientes a los periodos de 1988-1992, 1992-1998 y 1998-2000 (las alcaldías de Rodrigo Paz, Mahuad, Roque Sevilla y la primera administración de Paco Moncayo) ¿qué impacto tuvieron en el aumento de la pobreza (plasmado en el auge del comercio informal), el despoblamiento del Centro Histórico (que modifica su fisonomía de ciudad dormitorio a la de ciudad comercial) o en reconversiones en las actividades económicas de sus habitantes (adaptadas o no a los nuevos contextos espaciales y usos que impone la regeneración urbana)?

Durante la última década de vida del Centro Histórico de Quito se aprecia un repunte casi explosivo del comercio in formal tanto en sus áreas patrimoniales como en espacios antes habitados y recorridos turísticos; diversificación de ofertas populares de alimentación y expendio de artículos, aunados al fracaso de varios emprendimientos comerciales y hoteleros tipo boutique; desplazamiento de la población habitante hacia otras zonas urbanas y refuncionalización de casas y edificios que se arriendan como almacenes, restaurantes y comedores.

El efecto de las políticas patrimoniales de conservación y las economías populares atañe también a la desactivación de las solidaridades que articulaban las actividades económicas urbanas y su reemplazo por otras expresiones organizadas desde problemáticas muy concretas, ceñidas a aspectos considerados prioritarios para la recomposición de la habitabilidad del Centro Histórico y su paulatina gentrificación. Entre estos constan proyectos habitacionales presentados como ofertas destinadas a quienes tuviesen intención de “ir a vivir al centro” o para mejorar la situación habitacional de quienes ya forman parte del paisaje social del sector 11 .

El aumento del comercio informal en este periodo tuvo estrecha relación con dos factores que incidieron directamente en el panorama socioeconómico ecuatoriano, la crisis económica de fines de los años noventa, cuyo punto más crítico fue el llamado Feriado Bancario y la migración forzosa que la debacle financiera trajo consigo. Ambos factores contribuyeron al auge de formas de economía doméstica basadas en emprendimientos no formales y en la diversificación de actividades dedicadas a la provisión de servicios de bajo costo, mutaciones en las actividades artesanales con la introducción de técnicas industriales de procesamiento, cambios en el uso de las edificaciones de las zonas patrimoniales para dar paso a pequeñas industrias textiles, serigrafía y estampado, imprentas y servicios de reproducción gráfica, almacenes de electrodomésticos, tiendas de bisutería, locutorios telefónicos, entre otros.

Estos cambios vinieron aparejados a una reconfiguración del monumentalismo dentro de la política patrimonial local, que puede sopesarse en las inversiones realizadas por el Fonsal, especialmente, en la restauración de bienes edificados, regeneración de espacios públicos y en su contribución a la formación un campo profesionalizado de restauradores, conservadores y museólogos 12 .

De acuerdo con esta caracterización, al periodo abierto a fines de los ochenta por la crisis del patrimonio edificado y que concluye con la quiebra económica de fines de los años noventa, le corresponde la configuración de un discurso patrimonial autorizado en el que la recuperación monumental y conservacionismo son los factores concluyentes de la gestión del recurso cultural urbano tangible.

Dicha consolidación apresta la conformación de un primer campo profesional local para el manejo, preservación y gestión de los bienes y la puesta en marcha de acciones orientadas a mimetizar y segregar las actividades informales. Esa planificación coincidió con el aparecimiento de un tercer modelo de crecimiento de la ciudad, en sentido longitudinal-latitudinal orientado a la ocupación de laderas y zonas de protección de la ciudad, y la incorporación de los valles aledaños de Quito a su mancha urbana (modelo ovoide de crecimiento) (Godard, 2015) desarrollo que cederá lugar, en poco tiempo, a otro caracterizado por el ensanchamiento de las manchas de poblamiento en los valles y parroquias del DMQ conectadas a la mancha principal de la ciudad (Godard, 2015).

Coda

El recorrido aquí propuesto permite apreciar que las políticas patrimoniales de Quito en su planificación urbana cristalizaron en emprendimientos institucionales orientados prioritariamente a la conservación monumental del legado edificado (1944–1960), concebido como expresión matricial de la herencia cultural hispánica, primero (1960–1970) y, más tarde, como conjunto monumental turístico elevado al estatus de patrimonio cultural de la humanidad (1970-1980).

Tal discurso patrimonial mostró, en varias etapas, visos de incorporación de dimensiones sociales y, aunque siempre supeditado al paradigma conservacionista (1990-2000), estimuló también la conformación de todo un campo técnico y profesional especializado en la gestión y conservación de los legados tangibles, que fue de la mano con la consolidación del campo profesional de la historia como disciplina. En cuanto a la cultura popular y sus expresiones aquí revisadas (comercio y religiosidad), el panorama ofrecido permite corroborar que aquella fue considerada casi siempre como un problema dentro de los marcos de visión del monumentalismo, salvo en la década de los noventa, cuando se propuso su incorporación al panorama sociocultural de la ciudad.

Lejos de interrogar los aspectos que inciden en el incremento de las actividades económicas “informales”, apreciar en sus mutaciones religiosas demandas sociales más precisas, que inviten a la redefinición de la nociones de patrimonio cultural en relación con las formas asociativas de los habitantes y comerciantes del Centro Histórico o permitir la conformación de tejidos sociales populares, el actual discurso patrimonial autorizado reedita visiones desvalorizadas sobre tales expresiones, estigmatizándolas como peligrosas, ilegales, poco estéticas o escasamente ornamentales.

Una visión que actualmente (2007 hasta la fecha), luce aún más patente en los recientes emprendimientos inmobiliarios en el Centro Histórico, orientados a “revitalizar el espacio patrimonial” por medio de la compra de inmuebles históricos para ser entregados a embajadas y sedes consulares, derrocamiento de edificios modernos para el emplazamiento de parques o la construcción de la estación de metro en el núcleo patrimonial más importante de la ciudad (la plaza de San Francisco). Acciones en las cuales el Estado lleva la batuta de unas decisiones sobre las cuales el municipio, al parecer, se presenta como mero ejecutor, antes que como agente rector de las decisiones en cuanto al gobierno de la ciudad y la administración de sus áreas históricas (Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda, 2013).

Dinámica vigorosamente reforzada por las atribuciones otorgadas al gobierno central, en desmedro de los gobiernos locales y seccionales por la nueva legislación relacionada con el manejo del territorio (Código Orgánico de Organización Territorial, 2010).

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Notas

* Agradezco a Álvaro Campuzano por su apoyo a la investigación de la cual este artículo es una síntesis. Además a Mónica Lacarrieu, Kim Clark y Ernesto Capello. También a Henri Godard y Rosemarie Terán Najas, por sus comentarios.

1 Ley de Patrimonio Artístico de febrero de 1945 y con base en el art. 145 de la Constitución del mismo año.

2 Siguiendo la reflexión de Bustos, la historiadora Terán señala que: “Los primeros atisbos de preocupación sistemática por la preservación de los testimonios del pasado los emprende la Academia de Historia, a la que el Estado le asigna por decreto la responsabilidad de velar por el cuidado del patrimonio artístico del país, concepto en plena construcción en el cual se priorizaron colecciones de arte religioso, monumentos nacionales, objetos y sitios arqueológicos (Bustos, 2011, p. 215).” (Terán, 2014b, p. 53)

3 El otro fundamento de esta política patrimonial es con la caracterización funcional del escenario del “casco colonial” como espacio de la burocracia estatal y local. El centro de la ciudad de-viene en escenario de la política nacional y local, aspecto identificado plenamente en el Plan de Odriozola.

4 No obstante, la década de los sesenta atestiguó uno de los hechos de destrucción del patrimonio edificado más traumáticos para la ciudad. En 1961, durante la alcaldía de Julio Moreno Espinosa (1959-1962) fue derrocado el Palacio Municipal. El nuevo edificio fue erigido durante la alcaldía de Jaime del Castillo (1967-1970).

5 Las primeras reuniones de las Asambleas de Dios en Quito (1962) fueron en oficinas arrendadas en el edificio frente a la antigua sede de la Empresa Nacional de Correos (hoy Vicepresidencia de la República). Fueron animadas por un grupo de jóvenes pastores y misioneros estadounidenses. Luego, la congregación se trasladó al barrio de San Blas, muy cerca de la Plaza del Teatro y funcionó en una casa adecuada como panadería, comprada con recursos traídos por misioneros estadounidenses. (Martha Cruz, testimonio, marzo 23 de 2014). Ver, además, Padilla, 2008.

6 El Plan Maestro fue concebido dentro de una cooperación tripartita entre el Municipio de Quito, la Agencia de Cooperación Española y la Comisión Nacional del Quinto Centenario, en el marco de las efemérides de los 500 años de la llegada europea a América.

7 Desde el año 1988 al 1998, el municipio de Quito fue administrado por alcaldes de la Democracia Cristiana. Tanto Rodrigo Paz (1988-1992) como Jamil Mahuad (1992-1998) caracterizaron sus administraciones por una importante transformación de los patrones burocráticos del cabildo que permitieron la implantación de modelos de gestión eficientes y se establecieron entidades dedicadas a la recuperación y gestión del patrimonio monumental, luego del terremoto de 1987. Sería en la alcaldía de Mahuad que el Fondo de Salvamento (Fonsal) adquiriría su fisonomía autónoma de gestión y se pondrán en marcha los emprendimientos más importantes de regeneración urbana de las zonas histórico-patrimoniales (Samaniego, 2007, pp. 203-243).

8 La construcción imaginaria del Centro Histórico de Quito continúa, desde las perspectivas municipal y estatal, proyectando la imagen turística de una urbe conventual. Formulación estereotípica que oblitera las manifestaciones religiosas cotidianas en el sector y que son las que articulan las dinámicas más interesantes, las cuales entrecruzan las prácticas devocionales y las economías locales (Cabrera Hanna, 2011; Muratorio, 2003).

9 Las intervenciones en los conventos dominicos (emprendidas por el proyecto de cooperación Ecuador– Bélgica, ECUABEL), por ejemplo, se nutren de sendas investigaciones históricas orientadas a reflexionar históricamente las transformaciones arquitectónicas y de uso de los espacios conventuales, en diálogo con sus usos religiosos, sociales y artísticos.

10 Ver, por ejemplo, Oleas Gallo, 1992; Terán, 1994; Van Aerschot, 1994 y Deschamp, 1994.

11 Casa de los Siete Patios, Plan de Vivienda de San Blas o de la Avenida 24 de mayo, entre otros.

12 En este sentido, siguen pendientes dos líneas de investigación: una para estudiar el tipo de inversión realizada por el Fonsal en determinados bienes patrimoniales; y otra sobre el desarrollo del campo profesional y técnico relacionado con la conservación y restauración de dichos legados. Dentro de las políticas patrimoniales emprendidas desde los ochenta hasta la primera década del 2000, estuvo la formación de cuadros técnicos para la conservación del patrimonio mueble, especialmente religioso, en la llamada Escuela Taller de Quito. Y, concomitantemente, al menos una universidad local ofertó programas de formación profesional en temas afines a la conservación y la museología.

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