¿Dónde está la política criminal? ¿Cómo estudiarla? Derecho penal y vida cotidiana en estudios sociojurídicos anglosajones*

Where is the Criminal Policy? How to Study it? Criminal Law and Daily Life in Anglo-Saxon Socio-Legal Studies

Onde está a política criminal? Como estudá-la? Direito penal e vida cotidiana nos estudos sociojurídicos anglo-saxões

JAVIERA ARAYA-MORENO **
Université de Montréal, Canadá

¿Dónde está la política criminal? ¿Cómo estudiarla? Derecho penal y vida cotidiana en estudios sociojurídicos anglosajones*

Revista Estudios Socio-Jurídicos, vol. 23, núm. 2, 2021

Universidad del Rosario

Recibido: 04 agosto 2020

Aceptado: 18 enero 2021

Información adicional

Para citar este artículo: Araya-Moreno, J. (2021). ¿Dónde está la política criminal? ¿Cómo estudiarla? Derecho penal y vida cotidiana en estudios sociojurídicos anglosajones. Revista Estudios Socio-Jurídicos, 23(2), 101-129. https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/sociojuridicos/a.9437

Resumen: El artículo revisa la literatura en estudios sociojurídicos anglosajones con el fin de situar metodológica y analíticamente la política criminal en el marco de investigaciones empíricas. Una revisión no exhaustiva y deliberadamente parcial de estudios clásicos y recientes en la tradición denominada derecho y sociedad (law & society), articulada a partir de cómo los estudios revisados abordan el derecho, en general, el derecho penal, en específico, y la vida cotidiana como “sitio” privilegiado de observación, permitió identificar tres pistas de análisis. Primero, que la política criminal se encuentra en el ámbito de lo que se ha denominado el “derecho en acción”. Segundo, que tener acceso a la política criminal requiere tomar distancia de concepciones normativas y estructuralistas del derecho, las que le presuponen una cierta función u objetivo último. Tercero, que estudiar la política criminal tal y como esta se despliega en la vida cotidiana de justiciables y operadores jurídicos implica cuestionar la oposición entre “derecho” y“ sociedad” como distinción estricta que definiría ámbitos discretos de observación para, en cambio, concentrarse en el estudio de prácticas.

Palabras clave: sociología del derecho, política criminal, derecho y sociedad, vida cotidiana.

Abstract: The article reviews scholarly literature in Anglo-Saxon socio-legal studies with the objective of methodologically and analytically placing the criminal policy in the context of empirical research. A non-exhaustive, and deliberately partial, review of classic and recent studies in the law & society tradition, structured around the way in which these studies address law in general, criminal law in particular, and daily life as the privileged “site” for observation, allows for the identification of three analytical hints. First, that the criminal policy can be located in the sphere of what has been called “law-in-action”. Second, that having access to the criminal policy involves moving away from normative and structuralist conceptions of law, which attribute it a certain function or objective. Third, that studying the criminal policy just as it is deployed in the daily lives of legal agents and of people under the jurisdiction of law requires to question the distinction between law and society as one that would define discrete observation spheres and, instead, to focus on the study of practices.

Keywords: Sociology of law, criminal policy, law and society, daily life.

Resumo: O artigo faz uma revisão da literatura em estudos sociojurídicos anglo-saxões, a fim de situar metodológica e analiticamente a política criminal no âmbito da pesquisa empírica. Uma revisão não exaustiva e deliberadamente parcial de estudos clássicos e recentes na tradição denominada “direito e sociedade” (Law & Society), articulada a partir da forma como os estudos revisados abordam o direito em geral, o direito penal em particular e a vida cotidiana como “local” privilegiado de observação, que nos permite identificar três pistas de análise. Em primeiro lugar, que a política criminal se encontra na esfera do que foi denominado de “direito em ação”. Em segundo lugar, o fato de que ter acesso à política criminal requer distanciar-se das concepções normativas e estruturalistas do direito, que pressupõem uma certa função ou objetivo último. Terceiro, que estudar a política criminal conforme ela se desdobra na vida cotidiana dos réus e operadores legais implica questionar a oposição entre “direito” e “sociedade” como uma distinção estrita que definiria áreas distintas de observação para, em vez disso, concentrar-se no estudo de práticas.

Palavras-chave: sociologia do direito, política criminal, direito e sociedade, cotidiano.

Introducción

¿Dónde está la política criminal? ¿Dónde observarla? Las preguntas no están formuladas de manera retórica, como si se tratara de denunciar la inexistencia de una serie coherente, sistemática y deliberada de medidas adoptadas por un Estado para luchar con el crimen y la delincuencia. Esta denuncia es ciertamente aplicable a muchos lugares del mundo y podría ser el objeto de extensos análisis en materia de políticas públicas. Sin embargo, de aquello no se trata este artículo. Más allá de que exista una política criminal explicitada y articulada en documentos oficiales, en todas las sociedades existe alguna manera de tratar con lo que se consideran conductas desviadas. En otras palabras, siempre hay una política criminal de facto. Es a esta última, de hecho, a la que se refieren los trabajos contemporáneos en criminología y derecho penal. ¿Es la política criminal de un país punitivista o garantista? ¿Reposa sobre la prevención del delito o, al contrario, sobre la reparación o castigo una vez los delitos han sido cometidos? ¿Qué acciones o individuos considerados susceptibles de llevarlas a cabo son especialmente rastreadas, investigadas y penalizadas por la política criminal? ¿Sanguinarias acciones de violencia contra otros seres humanos, no tan sanguinarios robos con violencia, pulcros esquemas de estafas y fraudes, o destrucciones de mobiliario urbano?1 Este artículo no responde, tampoco, a ninguna de esas preguntas; propone, en cambio, una reflexión parcial respecto a la posibilidad de observar, analizar y entender, más allá de las lógicas de la doctrina penal, de las teorías del delito o de la criminología, la política criminal a partir del concepto elusivo, pero central para los estudios empíricos en ciencias sociales, de vida cotidiana.

Se trata entonces de suspender, por un momento analítico, las múltiples y ricas teorías que permiten entender la política criminal como un conjunto de disposiciones jurídicas (principalmente códigos penales y procesales penales), como una articulación de instituciones encargadas de aplicar estas disposiciones (policías, ministerios del interior, organizaciones privadas, etc.) o como el resultado agregado de la criminalización

Se trata entonces de suspender, por un momento analítico, las múltiples y ricas teorías que permiten entender la política criminal como un conjunto de disposiciones jurídicas (principalmente códigos penales y procesales penales), como una articulación de instituciones encargadas de aplicar estas disposiciones (policías, ministerios del interior, organizaciones privadas, etc.) o como el resultado agregado de la criminalización y del encarcelamiento de ciertas poblaciones para esbozar una reflexión bastante menos ambiciosa sobre la política criminal como fenómeno empírico. Para hacer este ejercicio, propongo una revisión de distintos trabajos realizados en el marco de lo que se ha denominado la tradición norteamericana de derecho y sociedad —law & society (L&S)—.2 Me interesa movilizar esta literatura no como marco teórico ad-hoc al impasse metodológico que supone responder a la pregunta por la política criminal —punitiva o no—, sino como herramienta heurística para pensar el conjunto de acciones realizadas por una serie de actores involucrados en la administración del crimen y la delincuencia como realidad empírica. Esta literatura no solo permite abordar la política criminal desde la práctica, sino también la investigación social como fuente indispensable de insumos para cualquier reflexión al respecto.3 El artículo se estructura en tres partes. En la primera, se trata de trazar los orígenes y los usos que se le dio a la distinción clásica entre “derecho en los libros” y “derecho en acción” para justificar un estudio del derecho —de todo tipo, no solo derecho penal— que se concentre en la manera en que este es utilizado en la práctica, tanto por quienes están encargados de aplicarlo como por los justiciables. En la segunda parte, el artículo se concentra en el derecho penal como ámbito progresivamente privilegiado de implementación de la política criminal, invitando a tomar distancia respecto a enfoques normativos, funcionalistas y estructuralistas de este. La tercera parte del artículo examina específicamente la noción de vida cotidiana, particularmente cómo esta ha sido aplicada en algunos estudios (revisados a lo largo del artículo), proponiendo evitar una distinción de orden ontológico entre “el derecho”, por un lado, y “la sociedad”, por otro.

El lugar (¿común?) del derecho

Que hablar de política criminal implique hablar de derecho —de proyectos de ley en materia de delincuencia, de códigos penales, de penas para ciertos crímenes y de facultades legales de la policía— es algo muy propio de la tradición anglosajona de estudios sociojurídicos, particularmente de un conjunto de trabajos que se agrupan en la tradición L&S. A partir de la década del 70, e inspirado en el realismo jurídico norteamericano, un grupo de académicos de facultades de derecho de universidades estadounidenses propusieron que el derecho podía ser concebido como una herramienta de política pública. A través de este era posible —dijeron estos autores— producir cambios en la sociedad; volverla, quizás, más justa. El trabajo de juristas no se trataba solamente, entonces, de discutir aspectos de doctrina, lógica deductiva o dogmática vinculados a la aplicación del derecho, sino también a la manera en que este se implementa en la práctica. Para retomar la formulación más típica de esta corriente: en oposición al derecho “en los libros” (law-on-the-books), había que también ir a observar lo que pasaba con el derecho “en acción” (law-in-action). Hablar de política criminal como un conjunto de intervenciones que tienen como objetivo lidiar con el crimen y la delincuencia, ya sea a través de su prevención, su regulación, su castigo o probablemente una combinación de estos, implica necesariamente discutir sobre el derecho y la forma en que se aplica en la realidad y no solo sobre el papel. Implica también, nos dirán los realistas jurídicos, considerar precisamente “lo político” de la política pública, que tiene que ver con las visiones colectivas de lo deseable en una sociedad. En esos años, mientras los juristas europeos estaban más bien preocupados de conceptualizar sistemas jurídicos, los norteamericanos se interesaron en la utilidad del derecho para la reestructuración de relaciones sociales (Sutton, 2001). No es casualidad, por lo mismo, que los autores identificados con esta tradición hayan sido liberales y progresistas en el espectro político estadounidense.

Actualmente, pensar una política pública como —al menos en alguna medida— la aplicación del derecho en la práctica es de una gran banalidad; después de todo, “hoy, todos somos realistas jurídicos” (Trubek, 1990). Concebir el derecho como una herramienta de intervención proactiva en la realidad, la que además puede tener efectos inesperados o incluso opuestos respecto a lo que está escrito, es algo extremadamente común en las investigaciones recientes. Esta tensión se conoce como el problema de la brecha entre el derecho en los libros y el derecho en acción, que se inserta en y cuestiona un tipo de reflexión ampliamente aceptada por la teoría social occidental: la “tesis del espejo derecho-sociedad” (Tamanaha, 2001), según la cual el derecho refleja la sociedad. Los estudios en L&S vinieron a poner este supuesto espejo en cuestión, o al menos a evidenciar la existencia de tensiones entre ambos lados de este. En un estudio clásico, por ejemplo, Blumberg (1967) argumentó que a pesar de que las cortes pueden producir decisiones impecables desde el punto de vista del razonamiento jurídico, estas muestran un desconocimiento respecto a cómo funciona el sistema en la práctica. Según este autor, decisiones paradigmáticas de la Corte Suprema estadounidense —Gideon, Escobedo y Miranda, casos que tratan sobre la interpretación de la Quinta Enmienda—, no consideraron los problemas prácticos que la aplicación de estas decisiones implicaba. En vez de, o además de, analizar las decisiones judiciales, había que ir a mirar qué es lo que pasa cuando estas decisiones se implementan y cómo son tomadas.

Además, los estudios en L&S desarrollaron una amplia vocación crítica y de preocupación respecto a cómo, a través del derecho, es posible mejorar la sociedad. Identificaron, cuando se observaba lo que ocurría en la práctica, la posibilidad de constatar que —en oposición al principio de igualdad ante la ley— el derecho beneficiaba solo a ciertos actores. El famoso estudio de Marc Galanter (1974) muestra, por ejemplo, que quienes tienen más experiencia en litigios judiciales en Estados Unidos —las corporaciones y el gobierno, entre otros— tienen más posibilidades de llegar a un resultado favorable para ellos en los tribunales, que quienes concurren a los tribunales por primera vez. Galanter (1974) abre así una serie de estudios que muestran cómo el sistema judicial favorece entonces a quienes tienen más recursos económicos, simbólicos u de otro tipo.

Con el fin de investigar esta relación entre derecho y sociedad, los investigadores de esta tradición asumieron, además, un problema metodológico y epistemológico: si se necesitaba conocer mejor la sociedad, necesitaban incorporar técnicas y métodos de las ciencias sociales, que les permitieran producir la mejor evidencia empírica posible (Lempert & Sanders, 1986). Con la movilización de técnicas de las ciencias sociales, trataron de comprender lo que pasa con el derecho no en abstracto, sino cuando los individuos lo viven (Sarat, 2004). Las ciencias sociales podían proveer información que los métodos jurídicos no podían mostrar; por ejemplo, que los gerentes de empresas, contrariamente a lo que se creería, ignoraban los contratos, evitaban recurrir a ellos —y a los consejos de sus propios abogados— para privilegiar, en su lugar, formas de relaciones humanas propias del mundo de los negocios, las que diferían ampliamente de lo que concebía el derecho civil que las regulaba (Macaulay, 1963). Sally Engle Merry (1990), en otro trabajo clásico, mostró cómo los estadounidenses de clases trabajadoras tenían expectativas muy diferentes de lo que podían hacer los tribunales menores —small-claims courts— respecto a sus problemas cotidianos, y que nadie, incluidos los jueces, quedaba muy satisfecho con el resultado de esta manera de tratar de resolver los conflictos, a pesar de que el objetivo de la instauración de este tipo de tribunales fue precisamente el contrario: ofrecer a las personas una manera sancionada por el Estado y con cierta legitimidad de resolver sus problemas cotidianos.

Sin embargo, abogar por más ciencias sociales no era tan simple. ¿Qué concepción del derecho estaremos movilizando cuándo llevemos a cabo este tipo de investigaciones en ciencias sociales? Diferentes textos discutieron en qué medida los estudios sociojurídicos debían ser conductistas, interpretativistas o positivistas; si debían concebir el derecho como algo construido socialmente o como un medio para alcanzar un fin, el cual sería nada más y nada menos que el orden social. Estas tensiones van a acompañar los distintos trabajos que, sin embargo, concuerdan con que la idea de un “ordenamiento jurídico” —tan querida para los juristas— es una ficción. En un artículo que adquirió con el tiempo un carácter programático, Trubek (1984) enumeró algunas ideas respecto a la definición del derecho que los estudios sociojurídicos debían asumir. Explica que, aunque exista un conjunto vasto y complejo de principios susceptibles de ser llamados “la doctrina” que se enseñen como tales en las universidades, el derecho no es ni un sistema ni cubre todas las situaciones posibles, pues no existe una visión única, coherente ni predecible de las relaciones humanas. No existiría tampoco una forma neutral ni autónoma de razonamiento jurídico ni es posible suponer que siempre —ni siquiera frecuentemente— el derecho, entre muchos otros factores, sea lo que más determina el comportamiento de las personas. De hecho, la creencia misma en que el sistema jurídico que existe es lo más justo y eficiente posible dentro de las circunstancias, responde a una “falsa legitimación” (Gordon, 1984).

Así, al asumir un compromiso con los estudios empíricos, con métodos y perspectivas externos a este (Friedman, 1986) y, por lo tanto, a una concepción empirista, la inclusión de las ciencias sociales permitió desmontar una serie de creencias respecto al derecho. Al observar el funcionamiento de tribunales, las conversaciones entre abogados y sus clientes y, en general, lo que hacían las personas con lo que ellas consideraban era y hacía el derecho fue posible constatar, entre otras cosas, que el derecho no se aplica a todos por igual, que los actores que aplican la ley tienen un gran margen de maniobra, que muchas de las acciones de justicia son creadas por actores privados con intereses propios, que las personas no resuelven únicamente sus conflictos a través del derecho y que la influencia del derecho en la sociedad norteamericana es indirecta, sutil y ambigua (Macaulay, 1984). Por supuesto, una de las tensiones que emergió respecto al énfasis empirista de este tipo de estudios fue precisamente su capacidad crítica, pues existiría una oposición entre ambos, la que se resolvió proponiendo una especie de “empirismo crítico” (Trubek & Esser, 1989), positivista en el sentido del compromiso con la idea de que el derecho es, después de todo, un hecho social, pero no positivista en el sentido de que su conocimiento llevaría necesariamente a la identificación de reglas de comportamiento de la sociedad, incluidas aquéllas que darían cuenta de una evolución considerada normativamente deseable.

Respecto a la manera en que los individuos entienden sus experiencias, un enfoque que se centre en identificar estos procesos de construcción social y subjetiva de significados y de interpretación se opondría a un enfoque que vea en el derecho una herramienta objetiva para cambiar la sociedad. Es lo que Sarat y Kearns (1993a) llamaron la división entre una visión instrumentalista, que concibe el derecho como algo externo a las prácticas que regula, y una visión constitutivista, que enfatiza las lógicas internas de construcción de sentido del derecho por parte de los individuos que lo utilizan. El trabajo paradigmático en este último sentido es el de dos sociólogas norteamericanas (Ewick & Silbey, 1998), quienes propusieron el concepto de “conciencia jurídica” —legal consciousness— para dar cuenta de la manera en que los justiciables percibían y se explicaban a sí mismos sus experiencias con el derecho en sus vidas cotidianas.4 El “lugar común” del derecho, para estas autoras, no era entonces las salas de audiencias de tribunales o las oficinas de los abogados, sino las conversaciones cotidianas que las personas tenían respecto a multas por estacionarse en un lugar prohibido, divorciarse del cónyuge o tener conflictos con un patrón en el trabajo. Ese estudio inauguró una vasta serie de investigaciones sobre la conciencia jurídica de distintas poblaciones y, sobre todo, reivindicó la presencia del derecho en la vida cotidiana de los justiciables, más allá de que lleven sus conflictos y disputas a un tribunal. El derecho tiene entonces una vida simbólica por sí mismo, más allá de los objetivos previstos o no de una política pública, es parte de la cultura, está “en todas partes” (Sarat, 1990), y no solo en los tribunales.

Las diversas discusiones metodológicas, epistemológicas y ontológicas —¿qué es el derecho?— que animaron el L&S dan cuenta de la diversidad de enfoques. De hecho, no se trató de un conjunto uniforme de investigaciones, no existía una teoría general y no existe tampoco un canon definido (Seron & Silbey, 2004). Se trata de un conjunto ecléctico de investigaciones (Ewick & Sarat, 2015), que dan cuenta de un movimiento intelectual (Friedman, 1986), más que de una escuela. Esta flexibilidad teórica y metodológica, así como la incorporación de distintas disciplinas, es actualmente considerada una virtud (Ewick & Sarat, 2015). Para efectos de la pregunta que motiva este artículo

—¿dónde está la política criminal?—, más allá de su diversidad, el L&S nos invita a cuestionar los supuestos político-filosóficos del derecho y de su implementación, a abordar con métodos empíricos la manera en que el derecho opera en la práctica y a no limitarnos a las organizaciones formales consideradas directamente involucradas en la aplicación del derecho. La vida cotidiana de los justiciables, después de todo, también está en gran medida articulada por las percepciones que estos tienen de lo que es o no legal.

El lugar (¿común?) del derecho penal

La tradición L&S mostró que el derecho no reside exclusivamente en códigos, doctrinas y sentencias judiciales y que el solo análisis doctrinario, la lógica y la filosofía del derecho no son suficientes para dar cuenta cabal de lo que el derecho es y produce y de lo que en su nombre se hace. Esto, por supuesto, lo saben bien los juristas y quienes están directamente confrontados a tener que aplicarlo. Pero la tradición L&S, además de aceptar esta relativa obviedad, la volvió operativa a través de la incorporación de métodos y técnicas de investigación provenientes de las ciencias sociales. No solo los tribunales se volvieron objeto de estudio, sino también las vidas cotidianas de los justiciables, quienes no necesariamente tenían —nos dice esta literatura— que estar al tanto de que estaban interactuando con el derecho, para estar movilizando concepciones de lo legal o siendo sometidos a determinadas normas jurídicas. Situaciones tan banales como estacionarse o discutir con un vecino se volvieron susceptibles de ser examinadas por los estudios sociojurídicos.

El derecho penal, en este contexto, parece de cierta forma la excepción a la presencia del derecho en la vida cotidiana de la gente común. Ser víctima de algún delito, cometerlo, presenciarlo o encontrarse, de una u otra forma, interactuando directamente con el sistema de justicia penal sigue siendo, en principio, una experiencia marginal y, cuando ocurre, extraordinaria. De hecho, pequeños traspiés de comportamiento, como estacionarse en un lugar prohibido, vender cosas en la calle o tener la música muy fuerte en una fiesta, son normalmente regulados por administraciones locales y no por el código penal. Precisamente por esto, sin embargo, el derecho penal sería el que, sin darse cuenta, las personas más respetan y siguen, un tipo de derecho con el que solo reconocemos que interactuamos cuando no lo seguimos. La filosofía naturalista del derecho nos referirá a una relación entre derecho y moral, la filosofía política citará a Hobbes para hablar del orden social que no se cumple y Durkheim (1867/1967) hablará de la “solidaridad mecánica” que el derecho penal garantizaría al alinear los comportamientos con la conciencia colectiva. Malinowski (1926/2017) describió el caso de un trobriandés llamado Kima’i, quien, luego de que otro lo denunciara por mantener una relación adúltera según las costumbres del pueblo, se suicidó invocando el deber de su comunidad de castigarlo. Aunque contra las normas, la relación era ampliamente tolerada hasta que fue públicamente denunciada: cuando la falta es tan evidente, no queda otra —incluso para el mismo infractor— que proceder al castigo.

Otro tipo de estudios empíricos vinieron, sin embargo, a cuestionar esta concepción funcionalista del derecho penal. La Escuela de Chicago en sociología, durante la primera mitad del siglo XX, por ejemplo, mostró que el crimen no era necesariamente anómico y que la desorganización que se imputaba a los barrios marginales de Chicago era de orden social, pero no de orden sociológico: el crimen y la delincuencia seguían ciertas reglas que las ciencias sociales podían descubrir. Estudios de corte marxista propusieron que la criminalización de ciertas conductas, a través de la creación de leyes que las prohíban o sancionen, no tiene nada que ver con su carácter intrínsecamente reprensible, sino más bien con los intereses de ciertas clases sociales. Según Chambliss (1964), por ejemplo, las leyes que castigaban el hecho de ser vagabundo desde el siglo XIV en Inglaterra crearon mano de obra barata disponible para los terratenientes. Cuando los sociólogos de tradiciones más constructivistas observaron los diferentes contextos en los que se aplican las leyes, se dieron cuenta de que no había prácticas que fueran inherente, funcional, estructural o moralmente reprochables en sí, sino que ciertos comportamientos eran calificados por otros —por “la sociedad”— como tales. El trabajo de Howard Becker (1991) es considerado paradigmático en la teorización de este tipo de mecanismo de construcción social dela desviación, observable en las interacciones con otros.

Pero ni un análisis interaccionista o construccionista, por un lado, ni un análisis estructuralista —funcionalista o de clases sociales— del rol del derecho penal como garante de la cohesión social o de la superestructura ,por el otro, responden completamente a nuestros cuestionamientos respecto a dónde está la política criminal y cómo estudiarla. El primer tipo de análisis nos deja dudas respecto a qué interacciones observar —¿qué hacemos con aquellas prácticas que, consideradas desviadas, no son, sin embargo, ni remotamente el objeto del derecho penal?—; el segundo tipo de análisis nos deja dudas respecto a dónde y de manera empírica observar las manifestaciones de esta supuesta estructura. Quizás uno de los trabajos que mejor permite pensar esta tensión es Whigs and Hunters5, libro escrito por el historiador inglés Edward P. Thompson, publicado en 1975. El libro traza el origen de una de las leyes más represivas que haya visto la historia de Inglaterra, la que, promulgada en 1723, creó alrededor de cincuenta nuevos crímenes capitales. Con esta ley, cazar venados, enviar cartas anónimas pidiendo dinero, cortar o dañar árboles, pescar en ciertos estanques y herir ganado, entre otros comportamientos similares se volvieron actividades que podían terminar con quienes las realizaran ahorcados en la plaza del pueblo. Tales acciones, incluso para esa época —o más bien especialmente en esa época— no eran de una gravedad que justificara la imposición de un castigo tan severo, por eso esta ley atrajo la atención de Thompson (1975): ¿por qué el gobierno británico de principios del siglo XVIII estaba tan preocupado por venados, peces y vacas? ¿Qué hacía que los venados fueran entonces tan valorados para que su caza fuera penada con la muerte? ¿Cómo una ley tan sanguinaria pudo haber sido aprobada en una Gran Bretaña que valoraba progresivamente la idea de derechos? A través de un análisis de archivos judiciales y de prensa, Thompson (1975) intentó responder a estas preguntas. Se encontró con que, efectivamente, en algunos bosques existían bandas de cazadores que irrumpían, con la cara tapada o pintada de negro para poder pasar desapercibidos —por eso la ley fue llamada Black Act—, y atacaban los rebaños. Sin embargo, según el mismo Thompson (1975) pudo comprobarlo, estas bandas no constituían ni una amenaza generalizada ni las consecuencias de sus irrupciones eran tan devastadoras. Lo que pasó, más bien, es que el uso de los recursos disponibles en el bosque estaba regido por un complejo sistema de relaciones tradicionales entre distintos actores, quienes sacaban madera, recolectaban frutos, cazaban animales o pescaban, sin que en ese momento existiera la noción de propiedad privada de ciertos terrenos. Al establecerse divisiones en la propiedad de la tierra —definiendo, por ejemplo, zonas exclusivas para la realeza en el bosque de Windsor— la Black Act criminalizó las costumbres de la población e impuso, so pena de muerte, la idea de propiedad privada. Como buen marxista, Thompson (1975) constató que, en este caso, el derecho sirve a la aristocracia inglesa para asentar su propiedad; no obstante, como mal marxista —y de hecho esto le costará muchas críticas (Cole, 2001)— Thompson (1975) insistió en que el derecho, también en este caso, actuó como un freno a la arbitrariedad de las clases dominantes; que el derecho fue, al mismo tiempo, un mecanismo de establecimiento por la fuerza de la propiedad privada y una arena de disputa gracias a la cual muchos acusados pudieron salvarse de morir ahorcados. Pero no importan tanto, para los efectos de este artículo, las conclusiones de Whigs and Hunters en materia de teoría del derecho; me interesa más bien la manera en que Thompson (1975) abordó el estudio del derecho “en acción”, en oposición al derecho “en los libros”, como método de análisis:

[l]a distinción entre el derecho, por un lado, concebido como un elemento de la “superestructura”, y las realidades [actualities] de las fuerzas y relaciones productivas, por otro lado, se vuelve cada vez más insostenible. Pues el derecho era, a menudo, la definición de una práctica agrícola real, como había sido desarrollada desde tiempos inmemoriales. ¿Cómo podemos distinguir entre labrar la tierra y excavar, por un lado, y los derechos sobre tal franja de tierra o sobre tal cantera, por otro? El agricultor o quien vive de los recursos que entrega el bosque [forester] estaba moviéndose, en sus ocupaciones diarias, entre estructuras visibles e invisibles del derecho: este montón de piedras que marcaba la división entre franjas de tierra, ese antiguo roble (…) que marcaba los límites del pastoreo en la localidad, esos otros recuerdos invisibles (pero potentes y algunas veces legalmente aplicables) respecto a qué unidades de gobierno local [parishes] tenían derecho a utilizar tierras baldías y cuáles no, esas series de costumbres, escritas y no escritas, respecto a cuántas sesiones de trabajo [debían realizarse] en la tierra común y en beneficio de quién — ¿sólo para los terratenientes y los dueños vitalicios, o para todos?— (p. 261).6

Thompson (1975) está confrontando, de cierta forma, la pregunta respecto a cómo estudiar la política criminal de la Inglaterra del siglo XVIII. Su enfoque incluye tanto una descripción de los efectos de una ley como proyecto político de instauración de la propiedad privada, como una observación de la compleja red de interacciones entre los diferentes actores que intervenían en la administración de la vida en el bosque: funcionarios de gobierno, curas y jueces, además de terratenientes, miembros de la realeza que gustaban de ir a cazar venados y habitantes del bosque, cuyo sustento dependía de los recursos que podían obtener de él, quienes “estaban moviéndose, en sus ocupaciones diarias, entre estructuras visibles e invisibles del derecho” (Thompson, 1975, p. 261). En Whigs and Hunters, la propiedad privada impuesta por la ley aparece —literalmente, como riesgo efectivo de muerte— en las “ocupaciones diarias” de los habitantes del bosque, no como el resultado de un análisis agregado de sentencias o como un resultado posterior, epifenoménico, deseado o no deseado, de la adopción de la Black Act.

En el trabajo de Thompson (1975), la política criminal es una práctica susceptible de ser observada, con sus implicaciones políticas, directamente en la vida cotidiana de las personas, mas no como un fenómeno sociológico o antropológico que ocurra a sus espaldas. Este autor se distancia, además, de la preocupación por la brecha entre el derecho en los libros y el derecho en acción, para ir a observar ambos aspectos de manera conjunta, y, por si eso fuera poco, elegantemente desmantela las ficciones filosóficas que justifican las facultades punitivas del Estado. La propiedad privada, entendida no como concepto abstracto, sino como posibilidad concreta de ir a cazar venados o pescar en cierto lugar, se instala en la sociedad inglesa de manera mucho más pedestre que a través de la idea de contrato social o de un proyecto, deliberado o no, de una clase social dominante.

El foco puesto en las prácticas efectivas de los individuos, más allá de discusiones doctrinarias, sustenta por lo demás uno de los trabajos considerados paradigmáticos en la tradición L&S: The Process is the Punishment (Feeley, 1992). Para este estudio, Feeley (1992) realizó observaciones en una corte penal de primera instancia [lower court] en New Haven, Connecticut, que combinó con análisis cuantitativos de sentencias. El principal resultado del estudio fue que, contrariamente a lo que se podría esperar de un sistema adversarial de justicia penal, el costo para los acusados en términos de tiempo y dinero para hacer valer sus derechos es significativo. Tan significativo, que muchas veces los acusados prefieren declararse culpables antes que tener que participar en un proceso que, aunque podría terminar absolviéndolos luego de un juicio, implicará que tengan que faltar al trabajo para asistir a citas con abogados y audiencias judiciales, o pagar una fianza o un abogado defensor. Claro, se trata de personas acusadas de delitos menores [misdemeanors] por lo que no arriesgan grandes penas o elevadas multas. Pero eso no impide que los principios del debido proceso —lo que Feeley (1992) llama el “ideal adjudicativo”, que supone que cada una de las partes presenta sus evidencias y argumentos para llegar a un resultado a partir de esta oposición— estén lejos de materializarse en el tratamiento de este tipo de casos. Para fiscales, defensores y jueces lo que determinaría en realidad qué pasa con un caso sería su “valor” como tal: las características de acusados y víctimas, las condiciones en que se produjo el arresto, si el o los acusados tienen antecedentes anteriores, entre otros múltiples factores que les permiten decidir qué tipo de castigo satisfaría una necesidad de justicia “substantiva”, es decir, según su percepción de la situación —y no según la ley, la “justicia formal”— pues el proceso es costoso tanto para los acusados, como para el tribunal. Un juez explica, por ejemplo, que algunos casos son tan insignificantes que no vale la pena dar una pena de cárcel, pero que el imputado no podría pagar la multa que en realidad corresponde, y que entonces decretan suspensiones condicionales [conditional discharges] o libertad condicional [probation] (Feeley, 1992, p. 69).

Cuarenta años después de la publicación del libro de Feeley,7 sus resultados parecen obvios. Los estudios sociojurídicos han mostrado, en una gran cantidad de investigaciones cuantitativas sobre la manera en que los tribunales penales sentencian, que ciertas categorías de acusados son más proclives a recibir sentencias más duras, medidas en el número de sentencias privativas de libertad: en Estados Unidos, cuando se es joven, negro y hombre (Steffensmeier et al., 1998), cuando el tribunal está sobrecargado de causas y el acusado insiste en tener un juicio en vez de aceptar un acuerdo con la fiscalía (Ulmer & Johnson, 2004) y cuando el tribunal es más pequeño o está ubicado en una región donde existe más espacio en las cárceles (Johnson, 2006), por citar solo algunos estudios entre muchos en el conjunto de investigaciones que se han denominado los sentencing studies (estudios de sentencias). En este sentido, el trabajo de Feeley (1992) es un estudio clásico sobre la brecha existente entre el derecho “en acción” y el derecho “en los libros”; no obstante, su contribución no se queda allí, pues nos invita además a observar la política criminal más allá de su resultado en términos de sentencias, del tipo de acción cometida considerada como delito y su carácter moralmente reprochable y de la función que el derecho penal puede jugar en la sociedad. Para Feeley (1992), la política criminal reside en el funcionamiento efectivo de las organizaciones encargadas de aplicarla y administrarla, y en la manera en que estas se relacionan con los justiciables. Es allí donde habría que ir a observarla.

El énfasis en las organizaciones que aplican el derecho penal, particularmente de los tribunales de primera instancia al estilo The Process is the Punishment, abrió interesantes líneas de investigación. Nos aleja de una definición filosófica del derecho penal para proponer, en cambio, una definición operativa basada en una teoría de la acción (Kohler-Hausmann, 2019); es decir, en la práctica concreta de lo que la gente hace en nombre del derecho entre muchas otras actividades, dirigiendo nuestra mirada de investigadores en ciencias sociales hacia la concreción y la banalidad de las labores de juzgados penales. Quizás paradójicamente, de hecho, un libro que evidencia la escasez de juicios termina convirtiéndose en la referencia ineludible para quienes llevan a cabo etnografías de tribunales, revelando que el trabajo de este tipo de organizaciones rebasa con creces la sola producción de sentencias provenientes de juicios. En otro texto clásico, Sudnow (1965) presenta los resultados de sus observaciones en la defensoría penal pública de una ciudad en California, particularmente de las negociaciones entre fiscales y defensores, llegando a la conclusión de que las definiciones —de lo que constituye un robo, abuso sexual, micronarcotráfico, asalto, etc.— que guían la toma de decisiones de los defensores en sus labores cotidianas, tienen más que ver con percepciones respecto a las características de los acusados, a sus biografías delictuales y a la vida diaria en los barrios en los que viven, que con el código penal. Los defensores desarrollan, nos dice Sudnow (1965), una “sabiduría criminológica testeada en la práctica” (p. 275).

La inclinación de los estudios sociojurídicos por el estudio de las organizaciones formales encargadas de aplicar el derecho penal es tensionada, sin embargo, por la pregunta respecto a los límites del alcance de la labor de estas organizaciones8 y su imbricación en dinámicas sociológicas más amplias. ¿En qué medida el trabajo cotidiano de un tribunal se inserta en procesos más amplios de marginalización de ciertas poblaciones (Barrett, 2012; González van Cleve, 2016)? ¿Dónde empieza y dónde termina la política criminal que aplican estas organizaciones? El trabajo de Michel Foucault influenció investigaciones centradas en la manera en que los Estados tratan de resolver el problema del crimen y la delincuencia, ya no intentando principalmente “acabarlo” o “combatirlo”, sino “administrándolo” y “gobernándolo”. Es decir, desarrollando una compleja red de leyes, instituciones y formas de conocimiento experto —asistentes sociales, psicólogos, juristas, sociólogos, criminólogos, jueces, peritos, expertos en seguridad ciudadana y prevención, etc.— que pone en práctica distintas fórmulas de gestión de la “situación criminogénica”(Garland, 1997). Bajo esta perspectiva, las organizaciones que aplican directamente el derecho penal no son, en absoluto, las únicas que se enfrentan con el problema del crimen, y el trabajo de los “burócratas dela calle” —street-level bureaucrats— (Lipsky, 2010; ver también, Maynard- Moody & Musheno, 2003) adquiere tanta relevancia en la gestión del crimen como el de las policías. En el contexto de un derecho penal que no sería solo soberano, sino gubernamental (Sarat, 2004), estos individuos y instituciones están también “haciendo” derecho penal y política criminal.

Esta tendencia coincide, además, con una época en que históricamente más y más ámbitos de nuestras vidas son aprehendidos por las políticas públicas como problemas de seguridad, crimen y delincuencia. Una serie de estudios muestra que la política criminal implementada por los gobiernos corresponde, en realidad, a una manera de “hacer política” de otra forma, estableciendo —bajo la excusa del control del orden— prioridades respecto a qué situaciones merecen realmente el interés de las instituciones públicas (Simon, 2007). Se trata entonces de dar vuelta a la lógica: no es que las burocracias deban resolver problemas que ya están definidos, es que las burocracias, junto con otros actores, contribuyen a la aparición y justificación de ciertos comportamientos como constituyendo un problema público que merece su intervención. Haciendo esto, “politizan” la política criminal. Stuart Hall (1982) y Gusfield (1981) llevaron a cabo estudios que, aunque movilizan marcos teóricos del todo diferentes y no pertenecen a la tradición L&S, son paradigmáticos en este sentido.

Quienes se interesan en estudiar y entender la política criminal observan, entonces, hechos, lugares, comportamientos, documentos, datos y discursos que van más allá de leyes, sentencias y programas de intervención directamente ligados a la gestión del crimen y de la delincuencia no solo porque histórica y contingentemente la política criminal comienza a incluir un espectro más extenso de comportamientos, sino también porque —como los estudios de la tradición L&S lo muestran— la política criminal permea una serie de situaciones, más o menos ordinarias, de la vida cotidiana de los justiciables. El impasse metodológico al que se enfrentaron Thompson o Feeley, en el que tuvieron que encontrar la forma de estudiar las “estructuras visibles e invisibles” del derecho penal, en vez de su función, el proyecto político que eventualmente le subyace o su eficiencia desde un punto de vista de la gestión pública, nos lleva entonces a una concepción radicalmente práctica —pragmática en el sentido filosófico— del derecho penal, una que va más allá de las normas morales que supuestamente lo sustentan, de los proyectos políticos a los que supuestamente beneficia y de los objetivos expresos que supuestamente cumplen las instituciones que lo aplican.

El lugar (¿común?) de la vida cotidiana

Conocer, documentar y descubrir cómo el crimen y la delincuencia ocurren como problemas públicos gestionados a través del derecho penal implican movilizar una estrategia respecto a qué y dónde observar. La tradición anglosajona en estudios sociojurídicos propone múltiples puntos empíricos de entrada para observar la política criminal: siempre y cuando observemos lo que pase con el derecho “en acción” —en oposición a su doctrina, textos y lógicas internas— estaremos haciendo análisis sociojurídicos. Esta es, por lo tanto, una primera pista de respuesta a la pregunta que motiva este artículo: la política criminal se encuentra del lado del derecho “en acción”.

Sin embargo, no es tan simple delimitar cuándo el derecho penal está “en acción”. ¿La interpretación en la práctica de códigos penales y procesales penales? ¿El actuar de la policía? ¿Debates parlamentarios sobre proyectos de ley en materia penal? ¿Sentencias y fallos judiciales en su singularidad y agregados como cifras? ¿El funcionamiento de instituciones como fiscalías, ministerios públicos, defensorías y tribunales penales? ¿El trabajo del poder ejecutivo respecto a la seguridad pública? ¿Las tasas de encarcelamiento de la población y el uso de la prisión como mecanismo preferencial de castigo? ¿Las percepciones de los ciudadanos ordinarios —los justiciables— respecto a lo que debería, o no, ser considerado un delito, y a cómo debería ser castigado? ¿Controversias públicas, y su cobertura mediática, respecto a hechos judiciales, policiales y de seguridad pública? Aunque todas estas preguntas hagan referencia al derecho penal, también la tradición L&S mostró que no es necesario que estemos al tanto de estar lidiando con el derecho, para que tengamos alguna percepción de lo legal. Una “interpretación cultural del derecho” (Mezey, 2003) consiste, por lo demás, en constatar que las cosas que parecían profundamente banales —como vestirse con blue jean— están relacionadas con concepciones jurídicas, lo que queda a menudo en evidencia cuando existen discrepancias y tensiones, como cuando, por ejemplo, la corte suprema italiana descartó, recibiendo un repudio transversal, un delito de violación porque la víctima estaba usando blue jean, prenda que, según la corte, solo podía ser quitada con el consentimiento de la víctima (Calavita, 2001).

Como extensamente se mencionó a lo largo de este texto y como se ha articulado en la mayor parte de los estudios de la tradición L&S revisados, la distinción entre “el derecho” y “la sociedad” permitió justificar un programa de investigación basado en el énfasis en el derecho “en acción”, entendido como lo que pasaba con el derecho en la práctica, abordado necesariamente a través de un enfoque empírico. Una contraposición entre la lógica, la formalidad y la solemnidad del derecho “en los libros”, por un lado, y el caos, la incoherencia y el desorden que caracterizaría al derecho “en acción”, por el otro, justificó estudios que buscaron reconocer y examinar el derecho en su cotidianidad (Greenhouse, Yngvesson, & Engel, 2018; Sarat & Kearns, 1993b). Se trató entonces de ampliar los potenciales sitios en los cuales era posible observar cómo se despliega el derecho en acción, con el fin de descentrar la investigación desde los estudios de las leyes y su aplicación, incluidos los estudios de la brecha, hacia las normatividades de la vida cotidiana: las relaciones entre vecinos, los letreros de tránsito, las disputas por cómo distribuir los bienes en un divorcio e incluso los instructivos que explican cómo usar un electrodoméstico recién comprado (Silbey & Cavicchi, 2005) son, para este tipo de análisis, espacios en los que es posible observar cómo las personas acatan, reinterpretan y resisten al derecho. El proyecto de Ewick y Silbey (1998) sobre conciencia jurídica ha sido, en este sentido, profundamente prolífico tanto en cuanto a las discusiones teóricas que ha motivado (ver, entre otros, Silbey, 2005; Chua & Engel, 2019; Commaille & Lacour, 2018), como a las investigaciones empíricas que se han realizado inspiradas en este concepto, las que incluyen terrenos de investigación tan disímiles como reuniones de migrantes indocumentados en organizaciones comunitarias (Abrego, 2011), compañías de servicios de taxi (Hoffman, 2003), exesposos negociando las condiciones para su divorcio (Sarat & Felstiner, 1995) y esquemas de evasión de impuestos (Cornut St-Pierre, 2019), en que los autores han estudiado cómo, en la práctica y en situaciones concretas, los justiciables —desde migrantes indocumentados hasta abogados financieros de élite— conciben el derecho y su relación con este, utilizando sus herramientas y categorías, más allá de cómo y para qué estas fueron diseñadas e implementadas.

Sin embargo, la oposición entre derecho y sociedad llevó a una aparente reificación de dos ámbitos distintos en los que llevar a cabo investigaciones en ciencias sociales; con el segundo, “la sociedad”, correspondiendo de cierta forma al del despliegue de la vida cotidiana. Como si, en un lado —el asociado al “derecho”— hubiera hombres mayores vestidos con togas discutiendo tediosamente algo escrito en un libro polvoriento y, en el otro lado —el asociado a “la sociedad”— hubiera personas llevando vidas más o menos caóticas, pero ciertamente desprovistas de la solemnidad del derecho, tratando de hacer sentido de este (Valverde, 2003). En sus trabajos clásicos, Michel de Certeau (1990) y Henri Lefebvre (1958) teorizaron sobre la cotidianidad como objeto de investigación, mostrando cómo esta se resiste al discurso, lo que ya, en sí, genera una serie de desafíos para quienes se propongan describirla, enfatizando, además, en cómo la vida cotidiana no tiene necesariamente una autonomía, un carácter discreto o mayor autenticidad respecto de otras fuerzas que no la determinan, pero forman parte de ella, como el derecho. En otras palabras, no hay frontera ontológicamente distinguible entre la vida cotidiana y el derecho (Valverde, 2003), se trata más bien de, al estudiar la política criminal tal y como se despliega en la práctica, suspender las preconcepciones respecto a lo que la vida cotidiana es y no es, como si ponerse toga, discutir la coma de un proyecto de ley, ser víctima de un robo o ser condenado por homicidio no fuera, de cierta manera, cotidiano para ciertas personas, en ciertas circunstancias. La cotidianidad no hace referencia a la frecuencia de una situación, sino a la posibilidad de ser abordada a través de un enfoque empírico que sitúa la experiencia en el centro de la indagación. Más allá de la imposibilidad de completamente llevar a cabo un proyecto de descripción de la vida cotidiana, valdría la pena el intento, ya que el trabajo de las instituciones encargadas de resolver problemas —problem-solving institutions— (Marcus, 1993), como aquéllas que administran más directamente el derecho penal, reposa precisamente sobre la promesa irrealizable de aprehender la vida cotidiana a través de discursos, documentos y dispositivos varios.

Volviendo específicamente al derecho penal, delimitar cuándo este está “en acción” puede volverse, en este sentido, una tarea vana. Sobre todo, cuando la política criminal se ha convertido en las últimas décadas en gestión —management— de la seguridad como problema colectivo, cuya existencia se da por sentada, y no tanto del castigo y la rehabilitación de delincuentes (Feeley & Simon, 1994). El foco puesto en la idea de gestión, en vez de la idea de castigo —paradójicamente pues más y más comportamientos serían gestionados como si se trataran de crímenes que merecen cada vez castigos más duros, “giro punitivo” o “punitivista”— permite abrir espacios de observación y de documentación de la manera en que la política criminal opera en la práctica, pero no permite demarcar estos espacios de manera estricta. Las etnografías de organizaciones involucradas en la administración de la justicia penal, incluyendo las policías (ver por ejemplo, Barrett, 2013; Fassin, 2011; González Van Cleve, 2016; Kohler-Hausmann, 2018; Stuart, 2016), pero también de barrios marginalizados en los que una gran parte de la población se encuentra sujeta al control continuo por parte del sistema de justicia penal —ver la revisión realizada por Ríos, Carney & Kelekay (2017) de los múltiples trabajos que existen al respecto— se han enfrentado al desafío de estudiar la política criminal en la vida cotidiana de barrios y comunidades

Finalmente, estudiar la política criminal en la vida cotidiana implica, además, alejarse —quizás solo parcial y momentáneamente— de un enfoque normativo respecto tanto de las prácticas que se observen, como del proyecto político macrosociológico que parezca justificarlas. Se trata de alejarse de evaluaciones respecto de la eficiencia y la eficacia de políticas públicas (Sarat & Silbey, 1988), de la identificación de invenciones jurídicas y de gobernanza como herramientas para la implementación de un proyecto político, represivo o no (Valverde, 2011) y, en general, del supuesto normativo según el cual el derecho representaría un orden social consensual, legítimo y legitimado (Tamanaha, 1997). ¿Significa esto que debemos llevar a cabo estudios e investigaciones incapaces de aprehender la dimensión política —vinculada a la distribución del poder, de la violencia y de la coerción— del derecho? Aunque se trate de llevar a cabo un enfoque en cierta forma “desprovisto de poder” —powerless approach— (Liu, 2015) como un requerimiento analítico, esto no significa abandonar una perspectiva crítica. Después de todo, cuestionar las bases filosófico-políticas del derecho es, en sí, bastante crítico en el contexto de una producción científica inicialmente inquieta por volverlo más fiel a estas bases, lo que se encuentra en las raíces de la tradición L&S.

Conclusión

¿Dónde está la política criminal? La pregunta está formulada de forma retórica y no busca ser respondida de manera exhaustiva.9 Por el contrario, a través de una revisión de la literatura en estudios sociojurídicos anglosajones, se trató más bien de encontrar pistas que permitan orientar eventualmente investigaciones empíricas que se interesen, de distintas maneras, en la política criminal.10 A modo de conclusión, es posible enunciar tres pistas, elaboradas a partir de la revisión de la manera en que los distintos estudios citados han abordado la pregunta respecto a dónde y cómo estudiar la política criminal. Primero, que la política criminal se encuentra en el ámbito de lo que se ha denominado el “derecho en acción” y puede ser aprehendida a través de estudios empíricos sobre cómo el derecho penal se aplica en la práctica, ya sea en lo que ocurre en los tribunales de justicia, las oficinas de defensores penales públicos, en las calles con las policías, en barrios marginalizados o en las negociaciones entre fiscales y abogados defensores. Segundo, que tener acceso a la política criminal requiere tomar distancia de concepciones normativas y estructuralistas del derecho, las que le presuponen necesariamente una cierta función o un determinado objetivo último, como el “orden social”. Finalmente, que estudiar la política criminal tal y como esta se despliega en la vida cotidiana de los justiciables y operadores jurídicos implica movilizar métodos empíricos que reposen sobre una concepción no idealizada de la vida cotidiana que, más que restringir potenciales terrenos de investigación a personas comunes, a ciertas instituciones o a ciertos materiales, invita a una concepción radicalmente práctica —pragmática en el sentido filosófico— de la política criminal, una que va más allá de las normas morales que supuestamente la sustentan, de los proyectos políticos a los que supuestamente beneficia y de los objetivos expresos que supuestamente cumplen las instituciones que la implementan.

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Notas

* Este artículo fue financiado con una beca de doctorado del Social Sciences and Humanities Research Council (SSHRC) de Canadá.

1 Algunos de los estudios empíricos recientes que se interesan en estas discusiones en países latinoamericanos son Morales (2012) y Fuentes (2004).

2 El artículo ignora una serie de trabajos realizados por la academia latinoamericana en estudios sociojurídicos, que han evolucionado, de cierta manera, en diálogo con la literatura anglosajona, respecto a la cual tienen, por supuesto, especificidades. Esta carencia se inserta ciertamente en lógicas coloniales de producción del conocimiento, cuyo análisis va más allá de los objetivos de este artículo que, no obstante, juegan necesariamente un rol en la elección de enfoques teóricos y metodológicos. García Villegas y Rodríguez (2003), Rodríguez-Garavito (2011, 2015) y Sieder et al. (2019) realizaron o revisaron reflexiones sistemáticas respecto a estudios sociojurídicos inspirados en la tradición L&S en América Latina.

3 Existen, además, diferencias relevantes entre los sistemas de common law y el derecho de tradición civil utilizado en América Latina. Sin embargo, el estudio del despliegue del derecho en la práctica implica precisamente ir más allá de estas diferencias, que pueden ser parte de las posibles respuestas a preguntas de investigación, pero no las agotan.

4 Existe un gran conjunto de investigadores que se han interesado en cómo los justiciables viven el derecho, o más bien “la legalidad”, en sus vidas cotidianas, sin que necesariamente tengan que entrar en contacto con alguna organización encargada de administrarlo (Commaille y Lacour, 2018).

5 Whigs and Hunters no se inscribe en la tradición L&S. Sin embargo, se trata de un trabajo ampliamente citado por autores que luego se interesarán en esta tradición, razón por la que me permito evocarlo. Ver, por ejemplo, Goodale (2017, capítulo 5), la excelente reseña que hace W. G. Carson (1977) o el epílogo de Tamanaha (2006). Thompson (1975) también es citado por Bourdieu (1986) en su archiconocido artículo sobre el campo del derecho.

6 Traducción propia. Cita original: “the distinction between law, on the one hand, conceived of as an element of ‘superstructure’, and the actualities of productive forces and relations on the other hand, becomes more and more untenable. For law was often a definition of actual agrarian practice, as it had been pursued ‘time out of mind’. How can we distinguish between the activity of farming or of quarrying and the rights to this strip of land or to that quarry? The farmer or forester in his daily occupation was moving within visible or invisible structures of law: this merestone which marked the division between strips; that ancient oak (…) which marked the limits of the parish grazing; those other invisible (but potent and sometimes legally enforceable) memories as to which parishes had the right to take turfs in this waste and which parishes had not; this written or unwritten customal which decided how many stints on the common land and for whom–for copyholders and freeholders only, or for all inhabitants?” (Thompson, 1975, p. 261).

7 El libro fue publicado por primera vez en 1979.

8 Aquí resulta imposible no pensar en la policía. La literatura al respecto es extensa y reconoce su especificidad en comparación con otras organizaciones, particularmente porque tiene la posibilidad de hacer uso legítimo de la violencia física, gran poder discrecionario y una familiaridad con el crimen, que la llevaría a tener una relación estrecha, cotidiana —erótica (Taussig, 1996)— con este (Bell, 2004).

9 Además, la pregunta por el “dónde” hace referencia al espacio, lo que resulta paradójico pues este artículo no se hace cargo de la rica literatura existente en geografía legal —ver por ejemplo el libro recientemente editado por Castro (2020)—, la que ciertamente podría contribuir con excelentes elementos de respuesta.

10 Este artículo se inserta en la reflexión que sustenta la tesis doctoral de la autora, la que, basándose en un enfoque etnográfico, describe cómo la delincuencia es socialmente construida como problema público en el sentido propuesto por John Dewey (2012) y del pragmatismo norteamericano. Mi interés por la literatura anglosajona en L&S nace entonces de la búsqueda de herramientas metodológicas que me permitieran abordar un terreno de investigación sobrecargado a la vez de perspectivas normativas y especificidades técnicas respecto al derecho y lo legal.

Notas de autor

** Socióloga (Universidad de Chile), magíster en sociología (Universidad de Montréal) y candidata a Ph.D. en sociología (Universidad de Montréal). Sus intereses de investigación se concentran en cómo el derecho y las burocracias configuran las vidas cotidianas de las personas, particularmente leyes e instituciones involucradas en la gestión de la inmigración y del control del crimen y la delincuencia. Département de Sociologie, Université de Montréal, Montréal, Canadá. Correo electrónico: javiera.fernanda.araya.moreno@umontreal.ca Orcid: https://orcid.org/0000-0002-6863-6211