Del odio al prejuicio: reflexiones sobre la subjetividad y su prueba en los instrumentos penales antidiscriminación

From Hate to Bias: Reflections on Subjectivity and its Proof in Antidiscrimination Criminal Dispositions

Do ódio ao prejuízo: relexões sobre a subjetividade e a sua prova nos instrumentos penais antidiscriminação

Samuel Augusto Escobar Beltran
Colombia Diversa, Colombia

Del odio al prejuicio: reflexiones sobre la subjetividad y su prueba en los instrumentos penales antidiscriminación

Revista Estudios Socio-Jurídicos, vol. 18, no. 2, 2016

Universidad del Rosario

Recepción: 08 Febrero 2016

Aprobación: 06 Abril 2016

Resumen: A la hora de abordar crímenes en contra de la igualdad, sostenemos la ventaja jurídica y criminológica de adoptar un modelo centrado en el prejuicio, entendido como la caracterización negativa y selección discriminatoria de la víctima por el grupo al que pertenece y no en el odio, el cual implica demostrar la animadversión del sujeto activo hacia el grupo al que pertenece. Esto permitirá que el Derecho Penal tenga mayores posibilidades de atacar las verdaderas causas de la discriminación, las cuales trascienden actitudes individuales. El modelo también permitirá que el contexto en donde se producen los usos jerárquicos y excluyentes de la violencia pueda ser asumido como indicio de un crimen por prejuicio, conforme con las garantías propias del Derecho Penal.

Palabras clave crimen de odio, prejuicio, discriminación, Derecho Penal, Criminología.

Abstract: Regarding crimes against equality, through legal and criminological perspectives we argue the vantage point of adopting a bias crime model, understood as the negative characterization and discriminatory selection of the victim in reason of her belonging to a group, in lieu of hate, which implies evidencing the attacker's hostility towards the group the victim belongs to. This will allow criminal law to have better chances at tackling the true causes of discrimination, which take place beyond individual attitudes. This model will also allow the context in which the hierarchical and symbolic uses of violence occur, to be used as a distinctive sign of a prejudiced crime within the safeguards of criminal law.

Keywords: hate crime, prejudice, discrimination, Criminal Law, Criminology.

Resumo: À hora de abordar crimes contra da igualdade, sustentamos a vantagem jurídica e criminoló­gica de adotar um modelo centrado no prejuízo, entendido como a caracterização negativa e seleção discriminatória da vítima pelo grupo ao que pertence, e não no ódio, o qual implica demonstrar a animadversão do sujeito ativo ao grupo ao que ela pertence. Isto permitirá que o Direito penal tenha maiores possibilidades de atalhar as verdadeiras causas da discriminação, as quais transcendem atitudes individuais. Este modelo igualmente permitirá que o contexto em que se produzem os usos hierárquicos e excludentes da violência possa ser utilizado como um indício de um crime por prejuízo conforme as garantias próprias do Direito penal.

Palavras-chave: Crime de Ódio, Prejuízo, Discriminação, Direito penal, Criminologia.

Introducción

Es innegable el creciente desarrollo legislativo que se ha presentado en nuestro país en materia de protección penal contra la discriminación. Dado que se trata de un nuevo objeto de protección, estas normas suelen adscribirse a lo que la doctrina ha denominado y criticado como la expansión del Derecho Penal (Silva, 2001). No obstante, dado que el Derecho Penal ha sido un instrumento de poder de los grupos dominantes (Escobar, 2015), consideramos, en línea con Gracia (2003), que dicha expansión resulta deseable en la medida en que implica una retoma más democrática del discurso político-criminal, siempre y cuando no se vulneren las garantías propias del ius puniendi.

Ahora bien, las normas penales antidiscriminatorias se han enmarcado en el fenómeno expansivo, entre otras razones, en atención a las críticas frente a su escasa aplicación en la práctica judicial y las posibilidades de atacar la problemática que se pretende combatir (Posada, 2013). Así, se les acusa de ser leyes que se enmarcan en lo que Garland (2001) denomina "acting out", es decir, instrumentos penales que, en vez de estar destinados al control del comportamiento criminal, tienen un fin catártico y expresivo. A juicio nuestro, esta circunstancia se presenta, en gran medida, por la interpretación que se ha hecho de estas disposiciones al asimilarlas al crimen de odio o "hate crime" propio de la legislación estadounidense o en modelos similares que implican la necesidad de demostrar animadversión u hostilidad hacia la víctima (Corte Constitucional, 2014; Salinero, 2013).

Por odio entendemos el sentimiento hostil hacia el grupo al que pertenece la víctima, el cual es utilizado como una forma de marcar la diferencia (Gómez, 2008). En la práctica, una interpretación a partir de este modelo implica la necesidad de demostrar hostilidad hacia el grupo protegido por parte del sujeto activo, aspecto que resulta infinitamente problemático y desacertado, como se verá más adelante. Sin embargo, el odio es apenas una forma como se manifiesta una categoría mayor relativa a la discriminación como es el prejuicio y que no es más que la caracterización de la víctima, usualmente negativa, conforme a estereotipos y falsas generalizaciones acerca del grupo al que esta pertenece (Gómez, 2008).

En oposición a la concepción dominante que sostiene el modelo del odio de cara a las herramientas penales antidiscriminación, argumentaremos que el prejuicio debe ser utilizado como categoría jurídica que abarque tanto la animosidad como la predisposición y la selección discriminatoria de la víctima, así como que la prueba del prejuicio se encuentra indiciariamente en el contexto en donde se produce el hecho y que se encuentra atravesado por relaciones y estructuras de poder. Esto permitirá que dichos instrumentos se puedan utilizar en casos motivados por prejuicios, pero en los que no medie o no se pueda demostrar el odio del sujeto activo hacia el grupo al que pertenece la víctima.

Trabajaremos dos grandes ejes temáticos. En primer lugar, desde la óptica del Derecho estadounidense y de la teoría criminológica, abordaremos la corrección y conveniencia del prejuicio como categoría legal para delimitar un poco más nuestras tesis. El segundo eje demostrará cómo estas tesis se encuentran ya en marcha dentro del ordenamiento jurídico colombiano. Esto nos llevará a concluir las ventajas del prejuicio como concepto con mayor aplicabilidad, pero que permanece dentro de los linderos de un Derecho Penal garantista.

Cabe precisar que no pretendemos resolver todas las cuestiones que puedan presentarse, las cuales requerirán ulteriores desarrollos.

Por motivos de extensión y dadas algunas similitudes que se cristalizarán a lo largo de la exposición, enfocaremos nuestra atención en la perspectiva de género, su identidad y su orientación sexual. Si bien las disposiciones en materia de violencia de género han sido mayoritariamente excluidas de la noción de crímenes de odio en los Estados Unidos (Gómez, 2004), trabajaremos estas en tanto así las han entendido algunos comentaristas latinoamericanos (Ramírez, 2011). Para efectos de lo anterior, entenderemos por género la construcción social que asigna roles, identidades y atributos a las personas con ocasión de sus diferencias biológicas, esto es, por diferencias en cuanto a su sexo (Cedaw, 2010). Por su parte, en línea con los Principios de Yogyakarta, por orientación sexual nos referimos al sentimiento de atracción afectiva, emocional y sexual hacia personas del mismo género, uno distinto o varios, mientras que por identidad de género se hace alusión a la vivencia que cada persona hace de su género mediante el cuerpo y demás expresiones comportamentales y que puede o no identificarse con el sexo que le fue asignado al nacer (Principios de Yogyakarta, 2007).

1. La desmitificación del crimen de odio (hate crime) en defensa de la noción del prejuicio y del contexto en el que se produce

En esta sección argumentaremos la corrección y conveniencia de adoptar el prejuicio como categoría jurídica para reprochar la violencia y la discriminación, en oposición a los crímenes de odio. En primer lugar, demostraremos que la legislación pionera de los Estados Unidos realmente alude al prejuicio y no al odio, lo cual nos permitirá delimitar el verdadero ámbito de protección de dichas normas. En segundo lugar, demostraremos desde la Criminología, en particular desde sus perspectivas críticas y feministas, por qué la noción de prejuicio es mucho más acertada a la hora de entender estas formas de criminalidad. Ello nos permitirá sostener las ventajas del contexto en el que se manifiestan las relaciones de poder y exclusión de cara a su imputación subjetiva y debate en el proceso penal.

1.1. El crimen de odio en Estados Unidos: la diferencia entre odiar y prejuzgar, de cara a las categorías legales

La noción de crimen de odio data desde la década del setenta en Estados Unidos y alcanzó su estatus en 1985 con la presentación del Hate Crime Statistics Act, que se convertiría en ley federal cinco años después y allanaría el camino para tres leyes federales adicionales, así como para numerosas disposiciones estatales en el marco de una discusión política y mediática sobre lo que se denominó una epidemia de crímenes de odio a lo largo de la Nación (Gómez, 2008). Esta caracterización de la violencia como una epidemia en ascenso bien podría encuadrarse como un pánico moral (Cohen, 1980), de no ser por el hecho incuestionable de la ocurrencia de formas de violencia basadas en el prejuicio, aunque exista debate en torno a su real extensión vis à vis pasajes más oscuros de la historia (Jacobs y Potter, 1997). Así, lo importante estriba en que no se confunda el reportaje alarmante del fenómeno —que sí podría construirse como un pánico moral— con la necesidad de una censura racional y encaminada al control de una realidad reprochable, tal como Garland (2008) argumenta respecto al abuso de menores de edad, pese al cubrimiento sensacionalista de los medios estadounidenses en la materia.

Este antecedente es valioso porque pone de relieve que la adopción de estas normas también surgió del trabajo legítimo de numerosas organizaciones y activistas para dar mayor atención a la problemática de la desigualdad (Gómez, 2004). En ese proceso de construcción social, la etiqueta del crimen de odio quedó plasmada en el imaginario colectivo y en el nomen juris de las disposiciones, sin importar que la mayoría de estas distan de la noción de odio y aluden realmente al prejuicio ("bias" o "prejudice"), tal como se evidencia en el hecho de que el modelo más usado, propuesto por la Antidefamation League (ADL), prefiera la expresión "bias crime" (Gómez, 2008, p. 98). De hecho, las disposiciones estadounidenses, que oscilan entre tipos autónomos y circunstancias de agravación, en algunas formulaciones prescinden incluso de la motivación del autor y solo aluden a la selección específica de la víctima por razón de su pertenencia o pertenencia percibida a determinados grupos (Jacobs y Potter, 1997).

En todo caso, debe señalarse que la mayoría de comentaristas y tribunales ha considerado que estos estatutos exigen la demostración del prejuicio como motivación, aunque, por regla general, no requieren que sea expreso o manifiesto; esto, en la práctica, ha permitido que el debate probatorio se convierta, en algunos casos, en una verdadera indagación sobre las actitudes, los pensamientos y las ideas de los acusados (Jacobs y Potter, 1997).

Más allá de la discusión que la formulación legal y la praxis probatoria han suscitado sobre la constitucionalidad de las disposiciones en tanto a si penalizan las ideas o expresiones, la cual se presentó con resultados disímiles en R.A.V v. City of St. Paul y Wisconsin v. Mitchell (Gómez, 2008; Jacobs y Potter, 1997), el recurso al prejuicio como categoría legal tiene una implicación más importante para quienes abordamos la problemática desde el Derecho comparado, dada la distinción conceptual entre odio y prejuicio.

Lo anterior no es ajeno al debate que se ha desarrollado en Estados Unidos en materia de los, ahora sí, mal llamados crímenes de odio. En efecto, ello implica la comunión de dos tipologías diferentes: la animosidad como herramienta jurídica que privilegia las motivaciones odiosas del autor y la selección discriminatoria, en la cual predomina la escogencia de la víctima con base en estereotipos, sin distinción de un animus auctoris adicional (Gómez, 2008). Ahora bien, aunque Gómez (2008) considera que Wisconsin v. Mitchell constituye el aval judicial del modelo de la selección discriminatoria, lo cierto es que dicha decisión no es ajena a las motivaciones del autor; cosa distinta es que tales motivaciones estriben en el prejuicio y no en el odio, dada la redacción de la norma objeto de debate de cara al precedente de inconstitucionalidad sentado en R.A.V. v. City of St. Paul (Jacobs y Potter, 1997).

Esta distinción también se ha presentado, en términos distintos, en desarrollos sociológicos sobre la violencia hacia orientaciones sexuales diversas bajo los conceptos de crimen actuarial y crimen simbólico (Berk, Boyd y Hamner, 1992 citado en Jacobs y Potter, 1997). Así, en el crimen actuarial o instrumental se selecciona a la víctima no por lo que representa para los sujetos activos en términos de odio, sino con base en prejuicios tales como su capacidad adquisitiva y una aversión al conflicto, por ejemplo, al tratarse de hombres gais (Jacobs y Potter, 1997). Por su parte, el crimen simbólico o expresivo se presenta como un mecanismo para expresar una censura respecto a la víctima e, incluso, ir más allá de esta y enviar un mensaje al colectivo del que forma parte (Jacobs y Potter, 1997).

Para seguir este derrotero, una acepción exegética del odio implicaría que solo los crímenes simbólicos, protegidos por el modelo de la animosidad, estarían dentro del ámbito de especial protección de estas normas (Gómez, 2008). Lo anterior ha llevado a que algunos comentaristas consideren preferible el modelo de la animosidad, en tanto la adopción del crimen actuarial o instrumental podría acarrear la invisibilidad del crimen simbólico y que debería haber una diferencia de pena entre el crimen prejuiciado por selección y el crimen prejuiciado por animosidad (Gómez, 2008). Dado el precedente en Wisconsin v. Mitchell, consideramos que ello no es óbice para abandonar el prejuicio como categoría, puesto que un crimen prejuiciado sigue siendo distinto a uno sin prejuicios, aunque ello exige una graduación de pena ante la ausencia de la animosidad. Así, consideramos que hemos argumentado satisfactoriamente la corrección del prejuicio como categoría legal. Esto tiene una implicación trascendental en la medida en que, aunque el prejuicio debe constituirse como una motivación del autor, ello no excluye su comunión con otros motivos, tales como el ánimo de lucro.

En la siguiente subsección desarrollaremos, desde una perspectiva criminológica, por qué es más adecuada la utilización del prejuicio como categoría conceptual que transciende el odio, así como lo que el contexto representa de cara a lo anterior. Cabe aclarar que este no es un mero capricho intelectual, en la medida en que no puede olvidarse que la dogmática penal es una forma más —si no la más importante— de hacer política criminal (Roxin, 1972). Para ello, es imperativo tener en cuenta el rol que ha ido adoptando la Criminología en la conformación del debate público, con miras a ilustrarlo desde la crítica, pero también para auxiliar en la innovación de la política criminal (Loader y Sparks, 2011).

1.2. Perspectivas criminológicas sobre la violencia por prejuicio

Si algo significa la adopción del prejuicio como categoría conceptual y legal que transciende el odio, es que la criminalidad basada en esta no puede escindirse del contexto en donde se produce y, por tanto, "no representa el ánimo particular de un agresor, sino que es síntoma y resultado de una sociedad prejuiciosa" (Colombia Diversa, 2014, p. 10). Lo anterior está a tono con desarrollos teóricos y metodológicos propios de la Criminología, en particular, de sus vertientes críticas y feministas. En efecto, al respecto se ha sostenido que en las sociedades occidentales postindustrializadas reina un esquema de valores adscrito al heteropatriarcado, lo cual implica el posicionamiento del hombre heterosexual sobre las demás categorías relativas al género y a la sexualidad (Messerschmidt, 1997).

Así, la determinación del comportamiento considerado "anormal" o "desviado" es producto de la minucia de los procesos de definición social en los que priman las jerarquías de poder; no en vano la Sociología de la desviación inició sus aproximaciones metodológicas respecto la definición de la orientación sexual diversa a partir de la percepción de quienes se identificaban desde la heterosexualidad (Kitsuse, 1962).

En esta construcción social del género, las mujeres se encuentran sujetas desde la otredad a lo masculino y, con mayor fuerza, aquellas que no se identifican dentro de los dogmas sobre sexualidad, identidad y roles de género, en los que ha primado el concepto de familia como principal herramienta ideológica de dominación (Maqueda, 2014). Por su parte, los estudios nos obligan a distinguir entre aquellas masculinidades dominantes o hegemónicas, frecuentemente asociadas con la rudeza y la autoridad, en oposición a aquellas subordinadas en las cuales suele encasillarse a los hombres gais (Heidensohn y Silvestri, 2012).

La protección violenta de la masculinidad dominante se cristaliza en la aproximación adelantada por Polk (1995) en Australia, al abordar 84 casos de homicidio en Victoria entre 1985 y 1989, correspondientes a confrontaciones en las que se pretendió defender la noción hegemónica del honor masculino. Fueron eventos en los que la violencia surgió de una afrenta a la "propiedad" de un hombre sobre una mujer —lo que toca indirectamente la noción de masculinidad— o por un reto directo a la virilidad en sí. Más aún, esta construcción de la heterosexualidad nos evidencia que, para ser heterosexual, no basta la atracción hacia el género opuesto; se hace igual­mente necesario controlar, reprimir y degradar la homosexualidad y quienes no lo hagan también se convertirán en víctimas de la homofobia (Messerschmidt, 2000). Al respecto, se ha señalado que los hombres heterosexuales incapaces o con aversión al conflicto físico no solo se convierten en objeto de degradación por estar encasillados dentro de una masculinidad subordinada, sino que pueden recurrir a la violencia sexual como mecanismo de resistencia a dicha etiqueta (Messerschmidt, 2000).

Desde esta perspectiva, la masculinidad se convierte en un logro situacional que puede afianzarse o establecerse mediante la criminalidad y cuyo análisis no puede desconocer sus interacciones con otras categorías como la raza o clase social (Heidensohn y Silvestri, 2012). Aunque esta aproximación interseccional avala la importancia del heterosexismo y del patriarcado, no se estanca en ellas ni sugiere que las experiencias de criminalización y victimización son iguales, puesto que están atravesadas por diversas vivencias culturales y estructurales (Hoyle, 2007). De todas formas, esto permite sostener que la violencia es un mecanismo para el (re)establecimiento de jerarquías sociales en constante interacción. Nótese que, desde la óptica de la criminalidad por prejuicio, Gómez (2004) afirma que la violencia tiene esos dos usos: la discriminación entendida como una forma de subordinación o jerarquización y la supresión como mecanismo de exclusión del orden social.

Dada la fluidez y la movilidad de estos usos de la violencia, mal podríamos pretender resolver de tajo cuál corresponde a un crimen expresivo o de animosidad y cuál a un crimen actuarial o de selección; de hecho, consideramos que estas categorías tienen sus propios vasos comunicantes. En todo caso, estas formas de criminalidad parten de prejuicios de género y sexualidad que tienen un aspecto en común, pese a sus múltiples diferencias dado lo ya referido a la interseccionalidad y que se concretan en el no ser o no ser percibido como un hombre heterosexual.

Las anteriores consideraciones nos obligan a concluir, pues, que el contexto en el que se producen y manifiestan las relaciones de poder y exclusión constituye un recurso imprescindible en el análisis etiológico de la violencia basada en prejuicios. Sin embargo, la utilidad del contexto como mecanismo para detectar los prejuicios transciende su posibilidad explicativa en términos criminógenos y cuenta con una aplicación práctica en la imputación y el debate probatorio propio del proceso penal.

Respecto al último aspecto, conforme hemos visto, la praxis probatoria de los crímenes de odio en Estados Unidos se ha convertido, de alguna forma, en una indagación sobre las actitudes de los sujetos activos, pese a que las categorías legales adoptadas no lo exigen. Esto representa un problema, no solo porque puede ser objeto de críticas al señalarse que se trata de una especie del Derecho Penal de autor, como sostienen algunos comentaristas respecto a la legislación española (Salinero, 2013), sino también en la medida en que muchos sujetos activos negarán o disfrazarán su prejuicio, bien porque no lo reconocen como tal o porque sienten vergüenza del mismo (Jacobs y Potter, 1997).

Esto encuentra respaldo en las llamadas técnicas de neutralización, desarrolladas desde el interaccionismo simbólico por Sykes y Matza (1957) y que se han evidenciado dentro y fuera de los tribunales (Escobar, 2015). Dicho marco teórico señala que los delincuentes despliegan racionalizaciones destinadas a proteger su identidad como sujetos morales; se trata de justificaciones que, si bien semejan las categorías legales de exoneración de responsabilidad, rara vez son aceptadas por los tribunales o la sociedad (Sykes y Matza, 1957). Aunque algunas de estas técnicas pueden convertirse en sí en la prueba del prejuicio, como ocurriría respecto a la apelación a lealtades superiores conforme visiones dogmáticas sobre la superioridad de determinadas formas de vida, gran parte de estas se encontrará encaminada a la negación del daño y de la víctima o, incluso, a la presentación de descripciones alternativas o selectivas frente a la conducta punible (Escobar, 2015). Entre estas técnicas se encuentra la evidenciada en las racionalizaciones de perpetradores de atrocidades y violaciones de derechos humanos, conocida como la negación interpretativa: se trata de supuestos en los que el victimario acepta la conducta, pero rechaza la interpretación, extensión o dimensión inherentes a la acusación, con miras a excluir o disminuir su responsabilidad (Cohen, 2001).

Ante esta circunstancia y toda vez que la mayoría de estos crímenes son cometidos por individuos con prejuicios vagos, en oposición a organizaciones con ideologías discriminatorias claramente definidas (Jacobs y Potter), consideramos que el contexto en donde nacen y se manifiestan las relaciones de poder y de exclusión es de utilidad fundamental como construcción indiciaria en la imputación subjetiva del injusto. Si bien en la siguiente sección abordaremos cómo esta misma tesis, al igual que el abandono de la noción de odio o animosidad en favor del prejuicio, ha ido tomando forma dentro de los más recientes desarrollos jurisprudenciales y legales en materia de discriminación y género en nuestro país, se hacen necesarias unas cuantas reflexiones sobre el prejuicio como construcción indiciaria. Es bien sabido que el indicio es una construcción que, a partir de un hecho indicador plenamente probado en el proceso, permite inferir razonablemente un hecho indicado conforme a las reglas de la lógica y la experiencia (Corte Suprema de Justicia, 2008). Desde esta perspectiva, la utilidad probatoria del contexto estribaría de la siguiente forma: un hecho plenamente probado —la selección discriminatoria de la víctima, por ejemplo, por ser un hombre homosexual— nos indica que ello es probable en un contexto en el que median prejuicios que ponen a la víctima en un estado desigual de vulnerabilidad; esto es, el contexto enmarca el hecho indicado dentro del prejuicio. Esto no es ajeno al quehacer jurídico, tal como se evidenciará en cuanto al precedente jurisprudencial del feminicidio. Vale la pena destacar que el prejuicio en materia de violencia contra la población LGBTI ya ha sido construido mediante indicios tanto por mé­dicos legistas como por organizaciones de derechos humanos y señalan como hechos indicativos, entre otros, el ensañamiento con el cuerpo de la víctima, el lugar anatómico en el que son infligidas las lesiones o la visibilidad de su orientación sexual o identidad de género (Colombia Diversa, 2015; Gómez, 2008).

Aunque es entendible que estas tesis sean objeto de cuestionamientos garantistas cuya posible solución discutiremos al final, las ventajas probatorias y explicativas del contexto de cara al prejuicio nos obligan a preguntarnos por qué se ha privilegiado la noción de odio dentro del nomen juris y los discursos político-mediáticos. Para ello, es importante tener en cuenta que el castigo, así como la definición social y legal de lo que merece ser castigado, no pueden escindirse de las interacciones del poder, de manera que estos cumplen un fin instrumental que se concreta en la construcción y (re)dimensión de dichas estructuras (Escobar, 2015). Por ejemplo, en materia de género, dichas interacciones han permitido concluir que el discurso legal, profundamente arraigado en el patriarcado, ha sido utilizado para legitimar la violencia característica de la violación (Cook y Jones, 2007; Matoesian, 1993). En similar sentido, Morrisey (2003) sostiene que la construcción legal y mediática de la violencia doméstica se ha enfocado en la crueldad de los perpetradores, con el fin de suturar las rupturas sociales que ellas producen y evitar una verdadera reflexión o un análisis sobre lo generalizada que es tal conducta y, por tanto, mantener intactas las estructuras que la facilitan.

En este orden de ideas y de acuerdo con lo ya referido a la cobertura de los medios estadounidenses sobre la llamada epidemia de los crímenes de odio, consideramos que la predilección del odio como herramienta del discurso tiene una de sus principales explicaciones en la protección identitaria del cuerpo político y social. Por esta razón, adquieren mayor relevancia los desarrollos legales y jurisprudenciales en el ordenamiento jurídico colombiano que discutiremos a continuación.

2. El ordenamiento jurídico colombiano: desarrollos legales y jurisprudenciales en materia de prejuicio y contexto

En esta sección evidenciaremos la participación de las tesis tratadas —el abandono del odio a favor del prejuicio como categoría legal y la prueba de este mediante el contexto— en el ordenamiento jurídico colombiano. Para ello, enfocaremos nuestra atención en los delitos de acoso sexual, feminicidio, discriminación y hostigamiento. Más adelante, reconduciremos elementos tomados de esa discusión al corpus del Derecho Penal en materia de discriminación y, particularmente, a la circunstancia de mayor punibilidad contemplada en el numeral 3 del Artículo 58 del CP.

2.1. El acoso sexual

Introducido mediante la Ley 1257 de 2008, el Artículo 210A del CP sanciona los actos verbales o físicos de hostigamiento con fines sexuales no consentidos que la víctima se ve obligada a soportar, dada la existencia de una superioridad manifiesta o la presencia de relaciones implícitas de preminencia (Benavides, 2011). Ahora bien, la importancia de este reato de cara a la tesis del contexto se da en la medida en que, precisamente, este es un elemento para su adecuación típica —en este caso particular, objetiva— y su demostración probatoria. En efecto, aunque en algunos casos, como la subordinación laboral o escolar, puede determinarse esta relación con el recurso a normas extrapenales, dada su naturaleza manifiesta, precisar la existencia de una jerarquía implícita en las relaciones sociales necesariamente conlleva recurrir al ámbito y contexto en donde se producen las insinuaciones sexuales.

De hecho, la concreción del acoso en la sujeción de la víctima mediante relaciones de poder implica un reconocimiento de la interseccionalidad de dichas categorías. Al respecto, vale la pena resaltar el ejemplo de interseccionalidad propuesto por Messerschmidt (1997) para profundizar en este fenómeno: un padre de familia, que es operario de una fábrica, bien puede ejercer poder como figura patriarcal en la unidad doméstica, mientras que en su trabajo y en las interacciones de clase se encontrará en un estado de subordinación. Si bien en este caso hay una subordinación laboral; pensemos en su inverso: una mujer ejerce como jefe de obra en una construcción, lo cual la dota de poder considerable respecto a sus subalternos hombres. No obstante, existen ámbitos laborales que han sido considerados como dominados y organizados culturalmente desde lo masculino (Gruber, 1998). Así, el género también permea las relaciones laborales, de manera que es posible que, aun al ser la superior laboral, esta mujer puede verse sometida a relaciones de poder que permitan o faciliten el acoso (Gruber, 1998). Con este supuesto, la única forma en la que podrá demostrarse e imputarse el delito será mediante el contexto general y específico, como prueba de la preminencia implícita que pueden tener sus subalternos hombres.

Más aún, aunque pareciera quedar corto en las categorías jerárquicas explícitas en su redacción, consideramos que este delito permite su adecuación a cualquier relación de dominación-subordinación vía el vocablo "poder". Ello permitirá que también se presente cuando las insinuaciones sexuales se enmarcan en una lógica jerárquica sobre la orientación sexual diversa o la identidad de género. En efecto, si se presentan las mal llamadas violaciones correctivas, puesto que no hay nada que corregir o curar, como una problemática que afecta en particular a las mujeres lesbianas (Lock, 2012), es claro que estas también pueden ser víctimas de este tipo de insinuaciones como una forma menos extrema de la violencia. De hecho, una de las explicaciones de estas violaciones estriba en que las mujeres lesbianas rechazan los avances sexuales constantes (acosadores) de los hombres y, por tanto, rompen con las lógicas inherentes al heterosexismo (Lock, 2012). Ante esta circunstancia, el contexto adquiere significancia en tanto su análisis visibiliza la violencia por prejuicios hacia tal orientación sexual, algo que, con frecuencia, se pierde en otras categorías (Gómez, 2004).

A continuación, abordaremos cómo otro desarrollo introducido por la Ley 1257 de 2008 ha sido interpretado a partir del contexto en donde se producen las relaciones de poder y exclusión por parte de nuestra jurisprudencia, para luego ser completamente diseñado con esa lógica por parte del legislador.

2.2. Del feminicidio como agravante a tipo autónomo

En principio, el feminicidio quedó consagrado en Colombia como un supuesto de homicidio agravado, de conformidad con el numeral 11 del Artículo 104 del CP cuando "se cometiere contra una mujer por el hecho de ser mujer". En tanto constituye un verdadero rechazo del crimen de odio como categoría excluyente, resulta de fundamental importancia el primer fallo proferido por nuestra Sala de Casación Penal en la materia (Corte Suprema de Justicia, 2015).

Los supuestos fácticos y procesales relevantes del caso son los siguientes: la víctima y el procesado tuvieron una relación de pareja y una hija. La relación se caracterizó por ciclos de violencia tales como golpizas e, incluso, nueve puñaladas por parte del victimario a la víctima. La víctima intentó separarse, motivo por el cual el victimario la amenazó y acosó constantemente. El victimario cumplió su palabra y la mató. Por estos hechos, el victimario fue condenado en primera instancia por el delito de homicidio agravado, incluido el agravante de feminicidio, que fue excluido posteriormente por el Tribunal Superior de Medellín ante la apelación presentada por la defensa (Corte Suprema de Justicia, 2015).

La demanda de casación interpuesta por parte de la representación de víctimas argumentó una tesis similar a la nuestra, bajo el entendido de que los estudios de género, al informar sobre el uso de la violencia como medio de control sobre las mujeres resultan vitales para la interpretación del agravante (Corte Suprema de Justicia, 2015). Frente a este argumento, la Fiscalía General de la Nación sostuvo, desde la definición de feminicidio dada por la jurisprudencia interamericana en el caso González y otras (campo algodonero) contra México, que no era procedente el agravante, ya que este se presenta en supuestos de odio o animadversión hacia las mujeres, esto es, cuando se demuestra misoginia por parte del sujeto activo (Corte Suprema de Justicia, 2015). Ante estos dos extremos argumentativos, la Sala de Casación Penal sostuvo como ratio descidendi:

Matar a una mujer porque quien lo hace siente aversión hacia las mujeres, no se duda, es el evento más obvio de un "homicidio de mujer por razones de género", que fue la expresión con la cual se refirió al feminicidio la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia del 16 de noviembre de 009, expedida en el caso GONZÁLEZ Y OTRAS ("CAMPO ALGODONERO") VS. MÉXICO. Pero también ocurre la misma conducta cuando la muerte de la mujer es consecuencia de la violencia en su contra que sucede en un contexto de dominación (público o privado) y donde la causa está asociada a la instrumentalización de que es objeto (Corte Suprema de Justicia, 2015, p. 21).

La Corte remata esta perspectiva señalando que esta situación en ningún momento podrá inferirse por la mera disparidad de sexo entre víctima y victimario y, por tanto, las circunstancias de dominación-subordinación habrán de demostrarse dentro del proceso (Corte Suprema de Justicia, 2015). Esta ratio nos compele a apuntar dos reflexiones transcendentales. En primer lugar, queda claro que la Corte Suprema de Justicia ha rechazado de plano la aproximación exclusiva a la violencia discriminatoria contra las mujeres desde la perspectiva del odio o de la animadversión. A juicio nuestro, ello constituye el aval jurisprudencial del prejuicio como categoría que abarca los usos jerárquicos y excluyentes de la violencia, máxime que lo ha hecho aludiendo a estas dos tipologías. En ese sentido, el contexto de las relaciones de poder y exclusión se convierte en un factor clave para su imputación.

En segundo lugar, que este precedente airme que dicho agravante no pueda presumirse por la mera diferencia de sexo entre victimario y víctima, de ninguna forma implica la negación de nuestra tesis sobre el contexto como prueba indiciaria del prejuicio. Lo que expresa la Corte es que deberán encontrarse evidencias demostrativas del contexto en el caso concreto, pero el contexto de dominación y subordinación seguirá siendo la prueba del prejuicio de género que se sanciona.

Esta interpretación por parte de la Corte Suprema de Justicia ha sido reforzada por el tránsito legislativo del feminicidio como agravante específico a tipo penal autónomo, puesto que se ha señalado expresamente que las relaciones de subordinación, propias del prejuicio al género femenino, constituyen elementos configurativos de ese crimen. La Ley 1761 de 2015 señala que causar muerte a una mujer por ser mujer o por motivos de su identidad de género constituye feminicidio, así como cuando se produce en el contexto de determinados eventos desarrollados por la norma y que son demostrativos de los usos jerárquicos de la violencia. Podemos resumir dichas circunstancias en los siguientes términos: a) la existencia de ciclos de violencia de cualquier tipo sobre la mujer, en particular cuando media una relación previa, por parte del victimario; b) ejercicios de control sobre las decisiones vitales de la mujer, incluida su sexualidad; c) la instrumentalización de la mujer para ejercer control social, y d) el aprovechamiento de relaciones de poder (Congreso de la República, 2015c, art. 104 A).

Una lectura atenta a la norma en mención nos obliga a concluir que refuerza el distanciamiento del odio como única categoría reprochable dentro de la violencia de género y, por el contrario, resalta indicadores de relaciones de poder como elementos clave en la adecuación típica. A juicio nuestro, estas circunstancias son enunciativas y su valor reside en que se trata de eventos que pueden enmarcarse en los usos jerárquicos y excluyentes de la violencia feminicida.

Más aún, esta norma es relevante en tanto protege la identidad de género y la sexualidad femenina como aspectos que no deben ser controlados. Esto permite su adecuación típica cuando la violencia es ejercida por prejuicios ante cualquier decisión de la mujer respecto a su orientación sexual o frente a las personas trans, máxime que, al tratar los agravantes a dicho reato, se aluda directamente al vocablo prejuicio en el literal d del Artículo 104 B del CP. 1 Ahora bien, aunque el asesinato de un hombre trans por motivos prejuiciosos podría configurarse como un feminicidio, porque podría entenderse como una negación violenta de su identidad de género y una sanción por haberse apartado de los roles socialmente prescritos para su sexo asignado al nacer, cabe preguntarse si ello es conveniente, pues la aplicación del feminicidio constituiría una segunda negativa judicial de dicha identidad. Se trata de una pregunta que no pretendemos resolver aquí, pero que no debe pasar por alto en la interpretación que haya de hacerse de este tipo penal.

En síntesis, los desarrollos legales y jurisprudenciales en materia de feminicidio convalidan que hay un tránsito del odio al prejuicio como categoría jurídica y que, en dicho tránsito, el contexto en donde se manifiestan las relaciones de poder y exclusión ocupa un lugar transcendental. A continuación, abordaremos cómo ante la interpretación constitucional dada a los delitos de discriminación y hostigamiento, el Legislador optó por un abandono total del modelo del odio.

2.3. (Re)formulación de los delitos de discriminación y hostigamiento

Ya que no es la intención abordar la totalidad de los elementos típicos de estos delitos, enfocaremos nuestra atención en tres aspectos esenciales de los Artículos 134 A y 134 B del CP: a) su elemento subjetivo; b) la aparente exclusión de la identidad de género, y c) la problemática del error respecto a la pertenencia del sujeto pasivo a los grupos protegidos.

En primer lugar, cabe destacar que desde la doctrina nacional se critican estos tipos no solo por inscribirse en el denominado Derecho Penal simbólico (Posada, 2013), sino también por apartarse del modelo del Derecho Penal del acto (Velásquez, 2013). Esto se debe a que se han interpretado a la luz de un elemento subjetivo especial que exige la presencia de odio, animadversión u hostilidad hacia los colectivos objeto de protección (Posada, 2013; Velásquez, 2013).

En similar sentido, ante una demanda de inconstitucionalidad presentada por la exclusión de las personas con discapacidad, la Corte Constitucional (2014) consideró que el modelo de discriminación sancionado por estos tipos penales es uno que se enmarca en la criminalidad del odio. Según este modelo, los reatos en mención requieren del odio individual del sujeto activo, cuya intencionalidad se manifiesta mediante actos claros e inequívocos, de manera que se atacan las formas más visibles y notorias de la discriminación. Por ello, la Corte considera que no puede corregir la exclusión de las personas con discapacidad, en tanto los patrones de discriminación que las afectan no se ajustan al modelo del odio.

Ahora bien, cuando la Corte Constitucional profería esta sentencia, el Legislador ya estaba discutiendo una reforma a estos tipos para incluir a las personas con discapacidad y que se cristalizó en la Ley 1752 de 2015, la cual en sus Artículos 3 y 4 reformula los grupos protegidos, al adicionar la expresión "personas con discapacidad y por demás razones de discriminación" (Congreso de la República de Colombia, 2015b). La inclusión de la expresión "demás razones de discriminación" obedeció a una sugerencia hecha por el Consejo Superior de Política Criminal (2014), el cual consideró la utilización de una categoría abierta o general como una ventaja para evitar la necesidad de reformar constantemente estas normas.

Pese a que el documento señala que la discusión del proyecto de ley puede ser un buen momento para debatir la vivencia en nuestro país de los discursos de odio (hate speech), vale la pena resaltar que esta sugerencia se hace reconociendo que este no es el objeto central de la propuesta legislativa y que el hate speech constituye apenas una forma de la discriminación no contemplada en estos tipos penales (Consejo Superior de Política Criminal, 2014), lo que reitera que el odio es apenas una forma dentro del universo del prejuicio. La propuesta de manejar categorías amplias o abiertas para la discriminación fue considerada válida y llevó a que el proyecto de ley, en palabras de su ponente, Juan Manuel Galán, tuviera la finalidad de "completar otras poblaciones que en un momento dado de aquí en el futuro puedan surgir y ser objeto de discriminación" (Congreso de la República de Colombia, 2015a).

Esta reformulación de los tipos de discriminación y hostigamiento implica, a juicio nuestro, que el Legislador ha optado por un modelo ajeno a la animosidad o al odio dentro de su ámbito de configuración legislativa y el cual pretende atajar cualquier forma de discriminación. En efecto, mal podría argumentarse que en esta reforma comulgan tanto el modelo de la animosidad como uno abierto de la discriminación cuando las normas no hacen distinción alguna. La adopción de un nuevo modelo implica el abandono total de la animadversión u hostilidad como elemento subjetivo del tipo; esto significa que la delimitación del elemento subjetivo de estos delitos se concreta ahora más allá de la hostilidad individual del sujeto activo y puede enmarcarse en el contexto prejuicioso en donde se presentan las formas estructurales de la discriminación.

En segundo lugar, la inclusión de la expresión "y demás razones de discriminación" zanja el debate sobre la exclusión de la identidad de género como categoría jurídica. No obstante, cabe preguntarse si es válida la interpretación hecha por la doctrina para aquellas conductas acaecidas antes de la reforma, en el sentido de señalar que dicha exclusión genera atipicidad de la conducta cuando se victimiza a las personas trans (Botero, 2013; Posada, 2013). Al respecto consideramos que tal interpretación no es viable, ya que, por un lado, la protección legal y jurisprudencial de la población LGBTI se ha hecho a partir de la prohibición de la discriminación por razones de sexo (Corte Constitucional, 1998) y, por otro, en la medida en que la discriminación a ese sector poblacional surge de prejuicios atinentes a la transgresión del paradigma social del heterosexismo, como demostramos en la anterior sección. Consideramos que podrían adecuarse tales conductas vía el vocablo "sexo", pues los prejuicios por razón de identidad de género le reprochan a la víctima no ajustarse a los cánones de su sexo asignado al nacer, con lo que se rompe la lógica del heterosexismo.

Por último, frente al problema que se presenta cuando el sujeto activo percibe equívocamente al sujeto pasivo como perteneciente a estos grupos, consideramos que se trata de un error irrelevante para el Derecho Penal y permite la adecuación típica de estas conductas. Ello en la medida en que, si consideramos que se trata de un elemento subjetivo, las razones prejuiciosas de la discriminación existen en la conciencia del victimario y no en la objetiva pertenencia de la víctima. Si lo que verdaderamente tutelan estas disposiciones es la igualdad o la no discriminación (Botero, 2013; Velásquez, 2013), realmente dicho ámbito de protección también se ve en peligro cuando el trato discriminatorio se manifiesta por la percepción —así sea equívoca— del autor sobre la pertenencia de alguien a determinado grupo, máxime cuando se ha adoptado un modelo abierto de la discriminación. Estas razones se harán más evidentes en la reconducción que haremos en cuanto a lo que estos desarrollos implican para el restante corpus de normas penales en materia de discriminación.

2.4. Reconducción interpretativa a las demás normas en materia de discriminación: particular énfasis a la circunstancia de mayor punibilidad

Existen otras normas penales que, aunque aluden a la discriminación, aún no hemos discutido. Así, el numeral 4 del Artículo 166 del CP agrava el delito de desaparición forzada cuando este se comete "por motivo que implique alguna forma de discriminación o intolerancia". A su turno, el agravante específico contenido en el numeral 8 del Artículo 211 del CP opera cuando los delitos sexuales son cometidos para generar control social, lo cual puede inscribirse en la lógica de las mal llamadas violaciones correctivas. Asimismo, el reato de tortura, cuando viene acompañado de un homicidio, se distingue del agravante de sevicia por la finalidad del autor que, basada en cualquier motivo discriminatorio o de intolerancia, pretende castigar, disciplinar u obtener una confesión del sujeto pasivo (Corte Suprema de Justicia, 2012).

Estas disposiciones se complementan con la causal de mayor punibilidad contenida en el numeral 3 del Artículo 58, la cual exige que la conducta "esté inspirada en móviles de intolerancia y discriminación referidos a la raza, la etnia, la ideología, la religión o las creencias, sexo u orientación sexual, o alguna enfermedad o minusvalía de la víctima". Antes de continuar, es menester resaltar que consideramos que la exclusión del concepto identidad de género no significa su inaplicabilidad para estos supuestos por las razones ya esbozadas en cuanto la discriminación y el hostigamiento antes de la reforma.

En esta subsección llevaremos la discusión a la causal de mayor punibilidad. Aunque consideramos que ello opera igualmente respecto a la totalidad del corpus penal en materia de discriminación, dado su carácter predominantemente subjetivo, nos enfocaremos en dicha causal por razones de espacio y porque tiene un desarrollo prolijo en la dogmática penal que, incluso, ha dado para que algunos comentaristas la adscriban al modelo de animosidad u odio (Salinero, 2013) al igual que ha ocurrido en la jurisprudencia española (Díaz, 2013).

En nuestra opinión, las consideraciones que preceden esta sección obligan a rechazar semejante interpretación. En primer lugar, no podríamos hablar de odio frente a esta causal cuando también se encuentra la discapacidad o minusvalía de la víctima dentro de los grupos de especial protección. Ello pone de presente el mismo argumento que ya esbozamos en cuanto al cambio de modelo legislativo en torno a los delitos de discriminación y hostigamiento: su ámbito de protección transciende los grupos objeto de patrones discriminatorios que han sido marcados por algún tipo de odio o animadversión y mal podría distinguirse entre la tutela que merecen unos grupos vis à vis otros cuando el legislador no lo hace.

En segundo lugar, esta causal de mayor punibilidad no hace distinción de los delitos en los que puede aplicar. Esta redacción se presenta en similar forma en el articulado del CP chileno y español (Salinero, 2013). Esto ha permitido que un sector de la doctrina vea plausible que se predique la misma incluso cuando comulgan otros motivos, como ocurre con el ánimo de lucro (Díaz, 2007 citado en Salinero, 2013). A juicio nuestro, esto solo es posible si se asume que los motivos discriminatorios estriban en prejuicios de los cuales puede partir una selección estereotipada de la víctima. Así, la adopción de un modelo del odio claramente cercenaría la aplicación de esta causal a un círculo muy restringido de delitos, lo que no se ajustaría a la técnica legislativa adoptada y que la ha ubicado como una causal de mayor punibilidad. Ello se aúna en la medida en que, precisamente, esta causal está diseñada para aplicarse en las circunstancias en las que no procede la imputación de un tipo autónomo o un agravante específico (Corte Suprema de Justicia de Colombia, 2011); por tanto, circunscribir esta causal a la motivación hostil implicaría su casi absoluta inaplicabilidad de cara al Derecho Penal.

En tercer lugar, la lógica del prejuicio nos permitirá sostener una demostración indiciaria a partir del contexto. Esto conduciría a una mejor aplicabilidad de la causal, en tanto ha sido arduamente criticada por la doctrina española dados los problemas probatorios que el odio trae al proceso penal (Díaz, 2013).

En cuarto lugar, la interpretación que se ha hecho del feminicidio implicaría que, por ejemplo, el asesinato de una mujer lesbiana basado en prejuicios sobre su orientación sexual se adecuaría desde el contexto de los usos violentos que transcienden el odio. Si se llegara a interpretar la causal de mayor punibilidad de cara al homicidio de un hombre gay por los mismos motivos, pero desde la perspectiva de la animosidad, ello implicaría su inaplicabilidad. Pese a que se trata de institutos distintos, ello conllevaría a un trato desigual injustificado por supuestos que tienen un contexto similar como origen. Se trataría, pues, de un aspecto que la adopción del prejuicio permite solventar.

Por último, de todas las razones por las cuales consideramos también aplicable el modelo del prejuicio en este supuesto, se encuentra el fundamento teórico de la causal. Para ello, vale la pena resaltar que, desde la dogmática, se han ofrecido perspectivas que cimientan dicha lógica en la teoría del delito, bien en el injusto o en la culpabilidad, otras en la teoría de la pena y unas que enfatizan la necesidad de conjugar ambas perspectivas (Salinero, 2013). Ahora bien, enfocados en la teoría del delito, observamos que no es procedente ubicar el fundamento de estas conductas en la teoría de la culpabilidad, puesto que implicaría un reproche cuestionable al fuero interno del autor (Muñoz y García, 2010), aspecto que ocurre con el modelo de la animosidad. Por eso mismo, el mejor fundamento de esta causal se encuentra en el mayor desvalor del resultado del injusto. Frente a este particular, es acertada la posición de Mir Puig (2011), en tanto ubica esta causal en el plano subjetivo del injusto y señala que su fundamento estriba en que las motivaciones del autor constituyen una negación del principio de igualdad, en la medida en que, como hemos visto, tal es la lógica común e inherente a las disposiciones penales en materia de discriminación que transitaron del odio hacia el prejuicio. Más aún, la fundamentación de la causal en el desvalor subjetivo del injusto permite que la misma sea aplicable sobre supuestos de error, esto es, cuando el sujeto activo incorrectamente percibe a la víctima como perteneciente a los grupos especialmente protegidos, lo que se compadece con la solución adoptada por la doctrina mayoritaria en la materia (Salinero, 2013).

Las anteriores consideraciones enfatizan, por un lado, que son mayores los motivos que permiten la reinterpretación de esta causal con la lógica del prejuicio y, por otro, que la teoría del delito está en capacidades de soportar dicha lógica sin desnaturalizarse. Esto tiene profundas consecuencias de cara a nuestras tesis, como veremos a continuación.

Conclusiones

A lo largo de este texto, hemos argumentado las ventajas del modelo del prejuicio desde perspectivas criminológicas, así como su aplicación legal y jurisprudencial tanto en Estados Unidos como en nuestro país. Ello igualmente respecto a la tesis que sostiene que el prejuicio se puede construir indiciariamente a partir del contexto en donde se manifiestan los usos violentos inspirados en él. Esto implica la necesidad de reconsiderar el corpus del Derecho Penal, así como su debate probatorio en materia discriminatoria desde dicha óptica y abandonar el modelo del odio o de la animosidad como categoría excluyente. A su turno, esto permitirá que tales instrumentos penales tengan una aplicación más adecuada y encaminada a las verdaderas causas del fenómeno discriminatorio.

No obstante, tal como señalamos en nuestra introducción, el presente texto no pretende resolver todas las cuestiones en la materia, sino esbozar los fundamentos que puedan dar lugar a una teoría más general sobre el prejuicio como categoría legal y en la que el contexto en donde se manifiestan las relaciones entre grupos dominantes y subordinados necesariamente ha de tener un lugar transcendental. Al respecto, consideramos que quedan unos aspectos que exigen desarrollos posteriores para alinearse completamente en el marco de un Derecho Penal garantista. Por ejemplo, en materia de la adopción de un modelo basado en el prejuicio, se deberá profundizar la discusión en cuanto al injusto y abordar la problemática desde la teoría de la pena. Por el momento, basta haber evidenciado que el prejuicio tiene cabida en una teoría del delito garantista, si lo entendemos como un mayor desvalor del resultado del injusto a partir de la negación del principio de igualdad.

Ahora bien, en un aspecto más específico, consideramos que aún queda por resolver si la noción del prejuicio debe cobijar siempre los llamados crímenes actuariales, por cuanto numerosos eventos podrían construirse como prejuiciosos desde la óptica de una selección estereotipada de la víctima (Jacobs y Potter, 1997), sin que por ello se vea inmerso el delito en los usos de la violencia por prejuicio. Sin embargo, hay casos en los que la víctima es seleccionada por tales estereotipos y que sí pueden enmarcarse en esa lógica. Nuevamente, piénsese en el ejemplo del hombre gay que es seleccionado para el hurto por prejuicios a su orientación sexual y añádase el hecho de que, una vez en estado de indefensión y asegurado el hurto, es asesinado con sevicia. Por ello, consideramos que un buen punto de partida para la limitación garantista del modelo del prejuicio podrá encontrarse no solo en los usos jerárquicos y excluyentes de la violencia, sino también en la construcción indiciaria que hemos propuesto, en tanto el ensañamiento con el cuerpo de la víctima ya se ha identificado como uno de esos indicios. Otra solución posible podrá hallarse en una graduación de los efectos penales, de acuerdo con la proximidad del prejuicio al odio.

Frente a la construcción indiciaria del prejuicio mediante el contexto, es de esperar que se señale que aunque un hecho pueda enmarcarse en un contexto, no necesariamente implique que ello sea así; se trataría, pues, de un problema sobre la calidad del nexo de certeza o probabilidad que se puede construir entre el hecho indicador y el indicado, que no es más que la distinción entre indicios necesarios y contingentes (Corte Suprema de Justicia, 2008). Para ello, habrá de analizarse el caso, los méritos y la intensidad del hecho indicador respecto a su relación con el prejuicio. En todo caso, cuando se trate de inferencias de probabilidad, la demostración indiciaria del prejuicio se enmarcaría en el garantismo probatorio mediante el tratamiento jurisprudencial que se le ha dado a los indicios contingentes, esto es, la exigencia del concurso de indicios que contextualicen el prejuicio (Corte Suprema de Justicia, 2008). Esto es lo que ocurre en el caso que hemos usado de ejemplo en el párrafo anterior. Así, será necesario pormenorizar las formas en las que podría producirse esta construcción indiciaria y hacer ciertas graduaciones de probabilidad, de acuerdo con la fuerza del contexto. Ello requerirá de la participación de otras disciplinas y campos de estudio, en particular, la Criminología, la Victimología, la Sociología y la Psicología.

Desde estas perspectivas, consideramos que se puede proceder al desarrollo del prejuicio como una categoría que le permitirá al corpus del Derecho Penal en materia discriminatoria tener un verdadero campo de acción y superar las críticas sobre su naturaleza meramente simbólica. No obstante, debemos resaltar el carácter fragmentario y de ultima ratio de las normas penales; no en vano nos hemos preocupado por resaltar que el recurso al prejuicio como categoría jurídica y probatoria debe enmarcarse en el garantismo penal. Por ello, no está de más concluir que la mejor forma para evitar el recurso a las normas penales antidiscriminatorias estriba en la adopción de verdaderas políticas públicas de carácter extrapenal que pretendan atajar las causas estructurales de la discriminación.

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Notas

1 Si bien la inclusión del prejuicio como agravante podría verse como una situación ya contemplada en el tipo base y, por tanto, obliga a la inaplicabilidad del agravante cuando antecedan o concurran circunstancias de control sobre la sexualidad, esta discusión queda para otra ocasión. Para los efectos de las tesis sostenidas en este texto, basta resaltar su existencia como categoría legalmente aceptada.

Información adicional

Para citar este artículo: Escobar, S. (2016). Del odio al prejuicio: reflexiones sobre la subjetividad y su prueba en los instrumentos penales antidiscriminación. Estudios Socio-Jurídicos, 18(2), 175-202. Doi: http://doi.org/10.12804/esj18.02.2016.06