Yurman, F.  (2010). Identidad y juventud. Anuario Electrónico de Estudios en Comunicación Social "Disertaciones", 3 (1), Artículo 1. Disponible en la siguiente dirección electrónica: http://erevistas.saber.ula.ve/index.php/Disertaciones/

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Identidad y juventud
Identity and Youth

* Yurman, Fernando, Psicoanalista argentino-venezolano.

 

Indice

 

La juventud, aunque comprometida con este soporte corporal, es una entidad más abstracta, más determinada por una cambiante dimensión imaginaria y simbólica. Juventud e identidad están tramadas porque una aspira, incluso con cambios, al mantenimiento, la otra, incluso con mantenimiento, al cambio. Esta fricción es esencial. Aquí ya no por el peso de la historia dominante en una sociedad, sino por el simple ciclo vital que sostiene la historia, y quizás la trasciende. Lugar de ideales, donde retornan las normas trasmitidas con una posibilidad de reinicio. La identidad es por ello una referencia insoslayable para aproximarnos a este período. En ese ámbito, como en un molinete, se arremolinan las diversas formas identificatorias y discernirlas resulta fundamental. A la heterogeneidad social y cultural, a la globalización y los nuevos lugares y pertenencias, se suma hoy el desdibujamiento de lo que se llamaba juventud. Probablemente el internet, esa aldea sin tiempo y espacio, donde cualquiera es el centro del círculo y simultáneamente resulta excéntrico, determinan a "la juventud" como la nueva antigüedad. El sujeto digital absorbe como un secante todas las edades y la virtualidad lo transforma. Cada mañana habrá de elegir entre mirar la calle por la ventana de su casa o mirar el planeta por la pantalla de su computadora, y esa divergencia inevitable lo constituye, determina su identidad, lo confronta con su cuerpo y con un Otro cada vez más fantasmal. Las alianzas y desencuentros entre virtualidad y realidad debaten otra temporalidad, y las generaciones, la clásica juventud, pierde sus viejas fronteras.

Palabras clave: Identidad, Juventud, Cambios epocales

Recibido: 10 de diciembre de 2009
Aceptado: 30 de diciembre de 2009

 

Youth is an abstract entity, determined by an imaginary and symbolical changing dimension. Youth and identity are linked because both of them desire simultaneously the change and establishment. This friction is essential, not only because of social history but because of life cycles. This is a field of ideals, where rules return with the possibility of restarting. Identity is indeed an avoidable reference to get close to this period, so identity forms must be distinguished. To social and cultural differences, and globalization and new places, we can add the crumbling process of youth. Probably Internet –a place with no time and no space- determines this youth as a new form of an ancient time. Digital citizen absorb all ages, and is been changed by virtuality. Each morning one should choose between look through the home window, or to the get the planet through de computer; and this divergence constitutes this citizen, his/her identity, face his/her own body and his/her alter. Links and unlinks between virtuality and reality debate on a different temporality, and ages (like youth) lose their traditional limits.

Key words: Identity, youth, time changes

Submission date: December 10th, 2009
Acceptance date: December 30th 2009

 

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Recientemente fui impresionado por el film “District 9”, de Neil Blomkamp, una imaginativa ficción con alienígenas que descienden en Sudáfrica. El drama se despliega en un vasto campo de concentración donde los humanos habían aprisionado cruelmente a los extraños viajeros del espacio. El enfoque me pareció notablemente nuevo, y el conocimiento de que su director y productor no pasaban de la treintena, confirmó la idea de haber asistido a una de esas señales irremediables de  un giro generacional. Lo sorprendente no era el tema. La relativización de la especie humana en la vastedad del cosmos ya la habían ilustrado muchos creadores, y fue muy enfatizada por Ray Bradbury en  sus “Crónicas Marcianas”; la transformación y mutación monstruosa ya se había desplegado con honesta fascinación por Mary Shelley y Briam Stocker, y con malicioso horror por el film “La mosca”; la condición multitudinaria de la miseria acorralada la mostraron varios films documentales y dramáticos sobre las favelas de Brasil, y todos los noticieros pletóricos de hambrunas y  guerras africanas . Lo nuevo, lo que hacía sentir que estaba terciando la mirada de otra generación, era la facilidad  con que la especie humana del film adquiría, en acto y en discurso, su status de monstruoso. Los alienígenas se humanizaban al mismo tiempo que los humanos perdían su condición. Ese vuelco no era imaginario, requería el íntimo convencimiento de una generación que ya había vivido normalmente la inhumanidad de lo humano. Solamente los miembros de una generación que ya no considera la tierra como una madre privilegiada y enorme, que carece de la ilusión de lo paradisíaco y lo remoto de hace sólo cincuenta años, y siente la naturaleza como frágil soporte vital amenazado de catástrofe, y no como aquel hermético testigo de lo perecedero que mimaron los filósofos, y que ya se habituó por los progresos de la genética a otras filiaciones posibles, y por la electrónica a otros cuerpos hipotéticos, puede representar – no necesariamente imaginar- este film. El racismo, el prejuicio, la intolerancia, son aquí una condición esencial de la especie; humanidad vista ya fuera de la historia, en la mutación que padeció mientras trataba de encontrar su definición histórica esencial. Sin postularlo, como sucede con el arte, ilustra con riqueza lo que había anticipado escuetamente Deleuze “la forma hombre ha caducado”. Solamente una joven generación pudo habitar este cambio de manera tan holgada, quizás porque también ya es un mutante. Tratar hoy la identidad incluye tratar esa mutación, lo que solapa los dos términos de este artículo: identidad y juventud.

 

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2. La  invención de la juventud         

La adolescencia  y la infancia remiten a una clasificación cultural, ya que la infancia no existía con la misma definición que hoy en “El lazarillo de Tormes” o en las pinturas medievales de los ángeles, ni la adolescencia tuvo siempre el carácter notorio que le otorgó la revolución industrial al diferenciar las edades productivas, pero están nítidamente conformadas por el registro biológico. Los órganos informan los contenidos de la primera dependencia y adelantan los caracteres sexuales de la pubertad. En cambio  la juventud, aunque comprometida con este soporte corporal, es una entidad más abstracta, más determinada por una cambiante dimensión imaginaria y simbólica.  Así como la noción histórica de antigüedad le debió buena parte de su aura en el siglo XVIII a la exaltación dorada de la infancia,  la de juventud resulta muy  afiliada a la noción de progreso, al cambio evolutivo, ese inicio de nuevas edades que alentaba el positivismo. La juventud  es uno de los ideales secretos del movimiento romántico, cuya usual vocación de destrucción, aventura y muerte, fue también una manera paradójica  de petrificarla. La muerte protege la intemporalidad que rodea la juventud. Precisamente, con el Werther, Goethe inició el prestigio juvenil fusionado con el brillo oscuro del suicidio. No es casual tampoco que en las visiones culturales del arte la juventud esté asociada a las vanguardias, término importado del orden militar y cuya prestigiosa ubicación de combate  es la más cercana a la muerte. De manera que permanencia y desaparición acechan esta “edad dorada”.  Quizás porque todavía la única manera eficiente de evitar la vejez es morirse antes, o porque esta oscura afinidad señala su sentido social: pacto entre lo heredado y lo nuevo, entre lo que nace y conserva. No es solo un gozne histórico, una semblanza social, también es un capítulo del alma, sucede poéticamente como  “el esplendor en la hierba” de la nostalgia de Worsdworth, o como en la de un verso de Emily Dickinson ” porque nunca volveremos ahí”. La juventud, cuyo esplendor metafórico nos exalta desde la política,  en  la “Joven Italia” o en “Los jóvenes turcos”,  o desde el recuerdo, como en los dulzones valses sobre “El divino tesoro”, atraviesa toda nuestra configuración social y subjetiva. Extrañamente, fuera de la literatura, su reconocimiento fue tardío. Durkheim funda la sociología con un estudio sobre el suicidio, pero será el nacimiento lo que otorgará, unos setenta años más tarde,  la inclusión social de la juventud. Este coeficiente, la emergencia generacional, no había sido contemplado, como si la sociedad se pensase bajo el modo de la eternidad (rebatido por la abundancia de amor y muerte en las novelas románticas de entonces).

La contradicción social que envuelve la presencia duradera de “lo joven” fue advertida por algunos teóricos de la escuela de Frankfurt, como Adorno y Horkheimer, que notaron en la descripción de las sociedades una tensión entre las instituciones definidas y las nuevas fuerzas emergentes. La condición de “Flanneur”, la escritura  impresionista y divagante de Walter Benjamin, no es independiente de esta captación,  ya originada en Simmel  y su vitalista percepción del mundo. “El pasado solo puede captarse como imagen que relampaguea” emite Benjamín desde esa juventud absoluta. Hija de este nido teórico, debemos a Hannah Arendt  la fértil  posibilidad de reflexionar el cambio social desde el nacimiento y no desde la muerte, ya que otorgó a la tasa de natalidad una referencia histórica no menor que la de la tasa de mortalidad. En ese punto, brutalmente demográfico, se encuentra también envuelto nuestro tema. 
Juventud e identidad están tramadas porque una aspira, incluso con cambios, al mantenimiento, la otra, incluso con mantenimiento, al cambio. Esta fricción es esencial. Aquí ya no por el peso de la historia dominante en una sociedad, sino por el simple ciclo vital que sostiene la historia, y quizás la trasciende. La inevitable herencia histórica, la “pesadilla de los muertos sobre los vivos”, debe transportarse generacionalmente1.   Esa articulación gira sobre nuestra subjetividad y la determina, y lleva impresa un dilema central. No hay otra realidad más real que resida más hondamente que esta construcción controversial. La ruptura sucede dentro de ella y  tiene una condición bifronte. Exige siempre aceptar una herencia, porque lo nuevo no puede reconocerse como nuevo si es absolutamente nuevo. A su vez, la identidad, cuando no es un resto inerte sino una trasmisión viva, habrá de arriesgarse al intercambio con los otros, con las cosas y con el tiempo, y a sus movimientos inciertos. El hijo edípico, para matar al padre, primero deberá tenerlo, aunque sea bajo el modo del sometimiento, y el padre para trasmitir su poder debe hacerlo circular hasta gestar un interlocutor. Como puede advertirse, el ángulo sociológico de Hanna Arendt y el psicoanalítico de Sigmund Freud están íntimamente concernidos.

 

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3. La identidad y sus debates

Para el psicoanálisis, la identidad, excepto en las corrientes culturalistas o casos como el de E. Erickson, fue tratada como un  presupuesto pocas veces explícito, muchas veces ambiguo, y siempre central. La configuración de la personalidad, los estilos mentales, las estructuras, la psicopatología, los  complejos, las formas básicas, invocan siempre una continuidad, una unidad organizadora, de modo que sin nombrarla subyace la noción de identidad. La identificación, mecanismo que se supone matriz,  paradójicamente no la exige. Mientras en otros casos es un principio estructural, la identificación como proceso es un movimiento imaginario, asimila dos índices entre sí, y en esa fusión gesta el sujeto que se soporta en esa marca.  Por esa configuración imaginaria el Yo no sabe que es fundamentalmente un Tu, y la identificación se habrá de sostener siempre en una dimensión de conflicto que mantiene tal  equívoco. No hay yo originario, y no hay tampoco identidades originarias, son construcciones que suponen retroactivamente un origen.  Con todo, esa ficción es necesaria. Así como todas las formas teóricas emplean la identidad para estructurarse, también la subjetividad se sostiene sobre esa condición.  La identidad, como forma porosa, sustancia maleable que sostiene y permite la mezcla, es inherente a las funciones del Yo.  El aprendizaje  - que requiere la metáfora como apropiación de lo extraño, esto es la identificación y la extensión de la mismidad-  se ejercen sobre una estructura previa no ajena a la identidad. La patología, y su repetición encerrante, también la invoca.  Es la identidad una condición necesaria, una categoría insoslayable en la dimensión teórica, simbólica e imaginaria, pero esta tentada siempre por la deformación. No hay subjetividad que no esté en pugna con una identidad. No ocurre sólo en el registro de la subjetividad individual, las identidades nacionales – que suscitan referencias participativas y a veces estimulan la cohesión productiva- están siempre acechadas por la enfermedad identificatoria que es el fascismo; los mitos de autoctonía, que organizan la jubilosa memoria compartida, guardan siempre la pasión xenofóbica  de su identidad imaginaria. De modo que la identidad, más que un ideal absoluto y ordenador, es una condición necesaria que habrá  de valorarse en un contexto. La identidad es el soporte que permite operar fluidamente al yo, pero también el colesterol que lo rigidifica. Los debates clínicos sobre la labilidad del Yo, el Yo como encubrimiento imaginario del pulso del inconsciente, o el déficit Yoico que explica algunas patologías, suelen girar sobre la cambiante evaluación de esta naturaleza a su vez cambiante.  La despersonalización, el extrañamiento, el sentimiento de lo ominoso, alteran la identidad y la sensación de “mismidad”, pero no hay proceso psicoanalítico productivo que no implique la angustia de esas anomalías, costo inevitable de las genuinas  transformaciones, único y tormentoso camino de una mutación valiosa. Luego del cambio, se habrá de retomar a una mismidad distinta, otro modo de saber vivir  la identidad.

Las tendencias excluyentes trataron a esta categoría psicoanalítica con una estéril pugnacidad. La crítica al concepto de Self y al Yo como dimensión sólo representativa y no funcional, lo distorsionó conceptualmente. Ello fue propiciado por el prejuicio de la identidad como un mecanismo adaptativo americano confrontado con el “existencial” vacío creativo de la fuente francesa. La falta de justicia con el término lo convirtió en mera  cifra ideológica, no en categoría teórica merecedora de reflexión por su resonancia en ámbitos sociales y subjetivos.
Al cuestionamiento masivo, se sumó la aceptación acrítica, para impedir también su progreso teórico. La valoración sin condiciones de la identidad, derivada de tendencias normativas e ideales adaptativos, determinó en su momento la definición de la adolescencia como una crisis de la identidad, una suerte de síndrome normal. Definición solidaria con la freudiana “etapa de latencia”, período que nunca existió, excepto en las ilusiones educativas que se filtraron al psicoanálisis. Se privilegiaba en tal caso la continuidad parental, no la ruptura y transformación creativa, que no es sólo identificatoria sino también cognoscitiva y lógica. La juventud como emergencia final de esa etapa arrastra la complejidad de este pasaje. Lugar de ideales, donde retornan las normas trasmitidas con una posibilidad de reinicio. La identidad es por ello una referencia insoslayable para aproximarnos a este período. En ese ámbito, como en un molinete,  se arremolinan las diversas formas identificatorias y discernirlas resulta fundamental. A la heterogeneidad social y cultural, a la globalización y los nuevos lugares y pertenencias, se suma hoy el desdibujamiento de lo que se llamaba juventud.

 

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4. La nueva antigüedad

Fuera de la adolescencia y sus determinaciones hormonales, la juventud, más que un momento biológico, por su diversidad histórica y demográfica resulta un valor cultural. También, con otro sesgo, esto sucede con  la niñez y la vejez : no existía la infancia en tiempos de “El lazarillo de Tormes”, ni la adolescencia en los de “Tom Jones”, o incluso en los de “Tom Sawyer”. Pero  alentada por el ímpetu romántico, que quizás propiciaba fotografía, esa otra invención  del arte de la “fugacidad”, la juventud,  desplegó toda su magia en el siglo XIX y XX.  Desde el Werther, Juventud y muerte están ligadas en la literatura, como también la especulación existencial que siempre la acompañó. El ideal de juventud y muerte sostiene en Thomas Mann “Muerte en Venecia”, y en E.A.Poe  “El retrato ovalado” o “Annabel Lee”, o en Oscar Wilde “El retrato de Dorian Grey”. La belleza en esos casos debía ser pasajera, un esplendor estético en pérdida, como también facilitaban usualmente las tuberculosis de la ópera y los folletines. Conciente de aquel desvarío epocal, en respuesta a una carta preocupada frondosamente por la muerte, Freud respondió a la remitente que por su gran inquietud adivinaba que  debía ser muy joven. Ese solapamiento de ideales llego hasta nuestros días, y atraviesa  las leyendas de cantantes de rock segados heroicamente por una sobredosis, como también la necrofilia que suele rodear los rebeldes con fin prematuro.

Sin embargo, la variación en el modo de cambio generacional obliga a hacer discriminaciones relevantes. La adolescencia hace tiempo se acerca  y pierde diferencia con la juventud, ya que su poder de consumo y su capacidad de gestar ideales la torna protagonista. Hace décadas que el cuerpo adolescente es el modelo de los cuerpos adultos (que se han quedado sin referencia) y hace años que el “saber” electrónico genera en los adolescentes una autoridad real sobre los adultos puesto que el ciclo de las generaciones tecnológicas supera totalmente a las biológicas. Los adultos son hoy migrantes digitales, mientras que los jóvenes son nativos originarios de esa civilización. La asimetría natural del pasado ha dado una vuelta de campana que incide en la configuración identidades y redefine otra vez la juventud. Por otro lado, los cambios productivos, económicos y tecnológicos trastornan  las referencias evolutivas. Se ha definido esta época como de “un iluminismo tecnológico”, lo que una sola generación atrás hubiera sido un oxímoron; actualmente el sustantivo y el adverbio se siguen peleando, pero sólo en aquellos mayores que todavía sienten los valores de la cultura enfrentados mortalmente con la máquina. La vejez ya no es el lugar reverenciado de la experiencia, y ello implica también un trastorno en el carácter del ensueño juvenil.  La juventud actualmente puede tomar una dimensión crepuscular, merced a las nuevas rentas. Sucede que la modalidad en las ocupaciones cambia, y junto con la acumulación económica cambia la del tiempo, y las horas liberadas de los ordenamientos convencionales suscitan un calendario de edades simultáneas. El programa de una vida virtual en la pantalla que desarrolló el sitio “Second life”, indica de manera flagrante esta duplicación del tiempo. Vidas imaginarias que fusionan lo que se llamaba lo real y su simulacro.  No es una modificación simplemente cronológica, sino del sistema narrativo que acuña el tiempo. No casualmente cuando yo comencé mi práctica clínica los jóvenes pacientes relataban sus vidas con la forma amplia y parabólica de  novelas o películas, mientras ahora lo hacen de manera fragmentada como los videoclips. Ese sistema narrativo nuevo, tan ligado a las nuevas formas de la patología, como los trastornos narcisistas o las vivencias lacunares de los borderlines, no es necesariamente patológica, procede de sus actuales experiencias tecnológicas, y de su modo de imprimir el tiempo: El zapping es más importante que la historia.

El cambio sucede no sólo en el plano de los ideales, o de la sintaxis con que se vive el tiempo biográfico, también incluye el esquema corporal. El caso de Michael Jackson, ese ideal de comiquita, la figura plana automatizada en una adolescencia crónica, fue también una representación de los nuevos cuerpos, y una reformulación del viejo tema juventud-muerte en la eternidad del rectángulo luminoso. A pesar de las dos dimensiones de su aspiración, la muerte real devastó a sus seguidores con la pérdida de la inmortalidad de la pantalla, y de la infancia que cultivaba.  También los cuerpos-símbolos de los videojuego, las figuras animadas de tendencia devoradora y caníbal que se desplazan en ese universo lumínico son ilustraciones de nuevos ideales del cuerpo, dimensiones pulsionales casi sin registro narrativo. La parcialidad, el fragmento suelto en el tiempo y el espacio, dejan abolida la juventud como “etapa”.
Probablemente el internet, esa aldea sin tiempo y espacio, donde cualquiera es el centro del círculo y simultáneamente resulta excéntrico, determinan a “la juventud” como la nueva antigüedad. El sujeto digital absorbe como un secante todas las edades y la virtualidad lo transforma. Cada mañana habrá de elegir entre mirar la calle por la ventana de su casa o mirar el planeta por la pantalla de su computadora, y esa divergencia inevitable lo constituye, determina su identidad, lo confronta con su cuerpo y con un Otro cada vez más fantasmal. Las alianzas y desencuentros entre virtualidad y realidad debaten otra temporalidad, y las generaciones, la clásica juventud, pierde sus viejas fronteras. En la alta  velocidad con que la tecnología hace mutar las cosas, la política y el planeta, el tiempo de la juventud no encaja como antes. A veces desaparece. Deriva  de una división de la vida humana que la acompañó por siglos, la ordenó y suministró ideales, pero hoy tiende a disolverse. No puede habitar un proceso que se focaliza en fragmentos, partículas vivenciales, texturas instantáneas, y no en los grandes tejidos de tiempo que confeccionaban el sentido. Esa transformación se advierte incluso en la clínica con niños, cada vez más afectados por una pérdida de distancia con los padres. Padecen una creciente simetría “democrática” que los hace inermes adultos tempranos, más capaces, más exigidos, y también más desamparados de referencias que los limiten; frutos de la abolición de etapas, estos niños no encontrarán luego una juventud de “despegue” porque ya no será demandada. No estarán afectados por una “deuda simbólica”, puntada que siempre hilvanó las generaciones. Es la experiencia viva en el episodio clínico de lo que quizás resulta un desenlace histórico. La juventud era parte de una transmisión que implicaba enfáticamente la verticalidad. Hoy, y  no sólo por la influencia del internet, la transversalidad y el espacio mucho más que el tiempo acumulado son los que configuran las nuevas identidades.  Quizás aquel vínculo de juventud y muerte, que había viajado tanto con el lirismo romántico, haya pasado a la realidad y este materializando su última escena.

 

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5. Referencias Bibliográficas

  1. Anonimo  (1993). La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Madrid: Castalia (Clásicos Castalia).
  2. Arendt,  H. (1993). La condición humana. Barcelona: Paidós.
  3. Benjamin, W. (1996). La dialéctica del suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago de Chile: ARCIS-LOM.
  4. Blomkamp, N.  (2009). District 9. Los Ángeles: Tristar Films.
  5. Bradbury, R. (1950). Crónicas Marcianas. Madrid: Arrebato.
  6. Dickinson, E.(1955). The Poems of Emily Dickinson.  Cambridge
  7. Durkheim, E. (1985). El Suicidio. Madrid: Akal Universitaria.
  8. Erikson, Erik (2000). El ciclo vital completado. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica.
  9. Freud. S. (1873-1939). Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu.
  10. Goethe, J. W. (2002). Los sufrimientos del joven Werther. Barcelona: Planeta.
  11. Shelley, M. (2003). Frankenstein or the Modern Prometheus. Londres: Penguin Popular Classics
  12. Stocker, B. (2005). Drácula. Barcelona: Ediciones B.

 

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NOTAS

1. Este transporte, que ha dado lugar a los conceptos opuestos de memoria colectiva e histórica y a las especulaciones de Gramsci sobre el poder de las superestructuras, soslaya el materialismo burdo de aquellos que consideran la aseveración “el rancho  está en la cabeza” como simple reduccionismo psicologista, en vez de la compartida “realidad” humana, esto es de una construcción simbólica imaginaria que siempre se debate generacionalmente.