Desafíos
ISSN:0124-4035 | eISSN:2145-5112

Suárez, Andrés Fernando. El Silencio del horror: Guerra y masacres en Colombia. Siglo del Hombre Editores, Universidad EAFIT y Universidad del Rosario, 2022. 221 pp.

Carolina Robledo

Suárez, Andrés Fernando. El Silencio del horror: Guerra y masacres en Colombia. Siglo del Hombre Editores, Universidad EAFIT y Universidad del Rosario, 2022. 221 pp.

Desafíos, vol. 34, 2022

Universidad del Rosario

Carolina Robledo

Conacyt - Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), México


Título: El Silencio del horror: Guerra y masacres en Colombia

Autor: Andrés Fernando Suárez

Editorial: Siglo del Hombre Editores, Universidad EAFIT y Universidad del Rosario

Año de edición: 2022

Páginas: 221

ISBN:

Mucho se ha escrito sobre el conflicto armado colombiano y, en particular, sobre las violencias que lo constituyen y que se ejercen en su mayoría contra la población civil. Desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, violencia sexual, desplazamiento y masacres hacen parte de los restos de la guerra, que se ensamblan para avanzar hacia la comprensión del pasado reciente.

A pesar de estos esfuerzos, sabemos bien que la memoria del conflicto no es un proyecto completo, y que corre el riesgo de dar pasos hacia atrás o de congelarse en cualquier momento. Por eso, resulta tan importante promover, desde todas las disciplinas y saberes, la capacidad de comprensión de las formas más degradantes de la guerra, pues estas constituyen la expresividad de estructuras sociales que deben transformarse profundamente, y que no solo interpelan a los actores armados, sino también a quienes hemos sido espectadores pasivos de sus atrocidades.

Mirando en retrospectiva el conflicto, desde la comodidad de las ciudades, hoy podemos ver con una dosis necesaria de autocrítica que vivimos las masacres como algo que ocurría en territorios ajenos a nuestra experiencia de país. Los medios de comunicación tuvieron mucho que ver en el modo de banalizar estos actos, pues los presentaron como parte de un paisaje rutinario, asediado por la idea de normalidad, mientras en los territorios rurales se libraba una guerra devastadora. o todas las masacres merecieron reportajes periodísticos serios, la mayoría fueron narradas a través de los boletines de prensa elaborados por las Fuerzas Armadas con lo tendenciosa que pudiera ser su interpretación del conflicto. Esta realidad marcó una especie de naturalización de la violencia extrema, que se tradujo en un régimen moral de permisividad social para su ejercicio.

El libro de Andrés Suárez se dirige hacia el esfuerzo ético por contrarrestar este estado de banalización recordándonos el carácter extraordinario de la masacre, un crimen excesivo y particularmente expresivo. Es justamente esta cualidad comunicativa lo que hace de la masacre un objeto de estudio interesante para la sociología y en especial para el autor, quien se propone analizarla como un acto estructurado y estructurante de lo social.

El trabajo de Suárez se suma al de las académicas colombianas María Victoria Uribe (1990) y Elsa Blair (2005), quienes desde la antropología y la sociología contribuyeron a entender el carácter excesivo de la violencia en Colombia, particularmente de aquellos crímenes considerados extremos. A partir del diálogo que sostiene con las académicas colombianas y con la literatura universal sobre la masacre, Andrés Suárez busca transcender una mirada estática del fenómeno, considerando que este no se presenta del mismo modo en todos los conflictos y ni siquiera en todas las etapas de nuestra propia guerra, sino que posee una naturaleza dinámica y sufre profundas transformaciones según las condiciones de lugar y tiempo en las que se presente.

Este argumento está sostenido en un trabajo metodológico riguroso que incluye fuentes diversas de información como las estadísticas, los testimonios, los expedientes, la prensa y otros documentos con los que el autor ha tenido contacto a lo largo de años de experiencia como investigador en diversos equipos de trabajo, incluyendo el Centro Nacional de Memoria Histórica y el Observatorio de la Memoria y el Conflicto de Colombia.

En el libro el autor sostiene que la masacre es un encuentro entre el poder absoluto del perpetrador y la impotencia total de un número plural de víctimas; una matanza que se ejerce cara a cara contra aquellos que no tienen la capacidad de defenderse, cuyos cuerpos masacrados son expuestos públicamente para cumplir con la eficacia comunicativa del crimen. Esta definición es valiosa política y metodológicamente, pues establece un borde para distinguir la masacre de otros crímenes en el contexto de guerra, evitando que se desnaturalice su especificidad, sus intencionalidades y sus consecuencias. Del mismo modo que permite operacionalizar el conteo y la caracterización del fenómeno, para observar las transformaciones que sufre a lo largo del tiempo y a través del espacio.

En el debate teórico que sostiene la obra, Suárez cuestiona el supuesto de que la masacre sea siempre un acto de violencia que implica la sevicia, es decir, que toda masacre incluya un tratamiento degradante de los cuerpos, como había sostenido María Victoria Uribe (1990) a partir de su observación de este crimen en el periodo de la violencia bipartidista. Suárez establece una diferenciación importante, pues observa que las masacres del conflicto armado no poseen el carácter ritual y simbólico de aquellas documentadas por la antropóloga, caracterizadas por el tratamiento degradante de los cuerpos, la presencia de cortes significativos y la disposición ritual de los cuerpos en la escena final. El autor afirma que el exceso de la masacre proviene de la dimensión masiva de la muerte de víctimas inermes y no del tratamiento degradante de los cuerpos. De modo que hay masacres, aunque no se presenten cuerpos mutilados, fragmentados o rotos, pues matar masivamente resulta “más importante para los actores armados que hacerlo con sevicia” (p. 115).

Para sustentar este argumento, el autor señala que solo 6,3% de las masacres documentadas en el conflicto armado colombiano presenta actos de crueldad contra los cuerpos, prevaleciendo un uso estratégico y táctico del crimen. Suárez nos dice que la baja prevalencia en el exceso, a partir de la década de los sesenta, es producto de un aprendizaje de los actores en favor de la contención y la dosificación de la crueldad; al fin y al cabo, dosificar la violencia hace viable a largo plazo el negocio de la guerra. La poca presencia de actos de sevicia no exime a la masacre de ser un espectáculo de terror con gran capacidad de irradiación expresiva, cuyos efectos son explicados por el autor en relación con los territorios, la vida de las poblaciones y la dinámica propia del conflicto.

Para su análisis de largo plazo, el autor tiene en cuenta tres periodos históricos del conflicto colombiano, que van desde 1958 hasta el 2021, después de la firma de los Acuerdos de Paz entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC-EP. La variabilidad temporal se establece a través de un análisis de los elementos de contexto, que marcan usos distintos de la masacre e innovaciones en su ejecución, sin negar la continuidad histórica de su uso, como un tipo de “memoria de sangre” (Blair, 2005, p. 38), que constituye los hilos con los que se borda la guerra en Colombia.

En cuanto a la mirada geográfica propone una clasificación en regiones, según la incidencia del fenómeno en cada periodo. Así, pasa del análisis de cuatro regiones, que concentraron el 70% de las masacres a inicios del conflicto, a 22 regiones en las que se presentó el 78% de estos actos en épocas más recientes, demostrando con ello el carácter expansivo del crimen y la intensidad de su repetición local. Con esta mirada a los territorios, el autor sugiere la necesidad de comprender las dinámicas regionales del conflicto, para superar el enfoque reduccionista de la guerra basada en un relato nacional plano. Siguiendo a autores como Kalyvas (2004), el sociólogo prefiere no perder de vista la convergencia de dinámicas locales y temporales, que imprimen a cada guerra un carácter particular y a veces ambivalente.

Suárez demuestra que, si bien la masacre ha sido un recurso persistente de todos los actores armados, existen profundas diferencias en el modo y la intensidad con que cada victimario la ha ejercido. Al respecto, valiéndose de datos estadísticos, sostiene que la mayoría de las masacres son atribuibles a los grupos paramilitares, quienes habrían perpetrado el 63% del total en los tres periodos mencionados, mientras que las guerrillas serían responsables del 21% y los agentes del Estado del 8,7%.

En cuanto a las víctimas, la mayoría de ellas han sido de sectores pauperizados del mundo rural, autoridades políticas, líderes de organizaciones sociales o reconocidos dirigentes sociales y comunitarios, activistas o militantes de movimientos sociales, así como grupos socialmente marginados a los que se les impuso un tipo de “limpieza social” (delincuentes, consumidores, etc.). Los datos presentados por Suárez dejan ver una tendencia de los actores del conflicto armado colombiano a “atacar casi exclusivamente a la población civil y extender progresivamente la victimización a un número mayor de sectores sociales” (p. 145), de modo que al hacerse más masiva la muerte también se hace menos selectiva.

La investigación indica que el 73% de las masacres se llevó a cabo en zonas rurales, reforzando con ello su baja visibilidad nacional y la intensidad del impacto a nivel local. Así mismo, la mayoría de ellas tuvieron un número bajo de víctimas (entre cuatro y cinco), lo que demuestra que “hubo una estrategia intencional y deliberada de producir mayor terror elevando la frecuencia de las masacres, pero preservando su bajo perfil” (p. 78).

En cuanto a las intencionalidades que orientan este crimen, Suárez ofrece una explicación acerca de los contextos situacionales en los que las masacres se presentan con lógicas diferenciadas y propósitos distintos. Por un lado, nos dice el autor, las masacres pueden tener propósitos territorializados, en las que importa más el lugar de la masacre que los cuerpos que son masacrados. Este tipo de masacres son útiles en momentos de incursión, consolidación o legitimación de un grupo armado en un territorio, con el interés de subordinar a su población, desplazarla o afirmar la autoridad a través de lógicas de terror.

Por otro lado, están las masacres que no tienen un interés sobre el territorio, sino que se orientan hacia la desestabilización y el exterminio de poblaciones concretas. Aquí el cuerpo importa más que el lugar. Los paramilitares practicaron este tipo de masacres con fines de neutralización de la disidencia política, ejercida sobre partidos, líderes sociales o militantes de izquierda.

Respecto al modo en que las masacres son ejecutadas, los detalles que ofrece Suárez son bastantes para entender que cada actor posee un reportorio propio y que establecen entre sí una relación comunicativa, de modo que una masacre es siempre un recurso estratégico en el marco de la confrontación y la interacción con otros actores armados. Para dar cuenta de la densidad expresiva que adquiere la masacre, el autor narra casos concretos en los que se documentan las técnicas de asalto, retención, ejecución, incursión, interceptación, confinamiento, uso de listas y sorteos para elegir a las víctimas, estrategias todas que resultaron disruptivas de la cotidianidad y transgresoras de los límites morales de la sociedad y del propio conflicto.

El análisis pormenorizado que ofrece el libro, en torno a las dimensiones de la masacre, demuestra que la guerra es una relación social en la que los actores ensayan diversos modos de actuar para lograr efectos que le beneficien. Si bien esto niega la existencia de una dinámica universal o una definición única y total de la masacre, demuestra también la prevalencia del exceso de la violencia a pesar de los ajustes e innovaciones que ha tenido la guerra a lo largo del conflicto y los esfuerzos normativos a nivel global por regular sus consecuencias humanas.

Para terminar, debe decirse que, aunque este libro posa su mirada en Colombia, hace también una contribución a los estudios internacionales sobre la crueldad en las guerras contemporáneas, que señalan cómo el exceso ha dejado de ser la excepción para convertirse en rutina en contextos de conflicto o violencia masiva (Franco, 2016; Cavarero, 2009). Sabemos que la guerra muta y que los esfuerzos por minimizar las responsabilidades y ocultar la verdad permanecen vigentes. Hemos visto cómo, en años recientes, el Estado colombiano ha insistido en el uso de eufemismos para nombrar a las masacres, evitando con ello afrontar la gravedad de estos actos de aniquilación sistemática, al tiempo que su ocurrencia ha aumentado de manera considerable desde 2020.

El lenguaje habilita la guerra, por eso es tan oportuna la contribución de este libro en un momento histórico que requiere claridad. Al fin y al cabo, el conocimiento científico es otra forma de avanzar hacia la dignificación de la condición humana, allí donde esta ha sufrido una degradación extrema.

Referencias

Blair, E. (2005). Muertes violentas: La teatralización de exceso. Universidad de Antioquia.

Cavarero, A. (2009). Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea. Anthropos, Universidad Autónoma Metropolitana.

Franco, J. (2016). Una modernidad cruel. Fondo de Cultura Económica.

Kalyvas, S. N. (2004). La ontología de la ‘violencia política’: acción e identidad en las guerras civiles. Análisis Político, (52), 51-76. https://revistas.unal.edu.co/index.php/anpol/article/view/80459

Uribe, M. V. (1990). Matar, rematar y contramatar. Las masacres de la violencia en el Tolima 1948-1964. CINEP.

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