Desafíos
ISSN:0124-4035 | eISSN:2145-5112

La gobernanza ambiental global tras el Acuerdo de París y los ODS: crisis ambiental, pandemia y conflicto geopolítico sistémico

MATÍAS FRANCHINI, ANA CAROLINA EVANGELISTA MAUAD

La gobernanza ambiental global tras el Acuerdo de París y los ODS: crisis ambiental, pandemia y conflicto geopolítico sistémico

Desafíos, vol. 34, núm. 1, 2022

Universidad del Rosario

MATÍAS FRANCHINI *

Universidad del Rosario, Colombia


ANA CAROLINA EVANGELISTA MAUAD **

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Información adicional

Para citar este artículo: Franchini, M., & Evangelista Mauad, A. C. (2022). La gobernanza ambiental global tras el Acuerdo de París y los ODS: crisis ambiental, pandemia y conflicto geopolítico sistémico. Desafíos, 34(1), 1-28. https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/desafios/a.11880

Introducción

Las cuestiones ambientales en las relaciones internacionales han sido frecuentemente entendidas y abordadas desde la perspectiva de la gobernanza multinivel o policéntrica (Andonova et al., 2009; O’Neill, 2009; Ostrom, 2009). Esto es, destacando la existencia (y necesidad) de interacciones entre diversos actores (de lo local a lo global y de lo público a lo privado) para mitigar estos desafíos, que suelen ser técnicamente complejos y multicausales, transnacionales o transfronterizos, con horizontes temporales extensos y, frecuentemente, con carácter periférico en la agenda pública. La gestión de la estabilidad de la atmósfera, por ejemplo, envuelve el compromiso de los Estados y las instituciones internacionales por ellos creadas, la comunidad científica, las organizaciones ambientales, las empresas privadas, los movimientos sociales e indígenas, quienes interactúan en diferentes planos, creando una compleja red de gobernanza. Más aún, este abordaje de gobernanza tiende a destacar la insuficiencia de la acción de los Estados-Nación para dar respuesta a los desafíos al resaltar la ausencia de un actor individual o conjunto de actores lo suficientemente poderosos como para solucionar el problema de forma unilateral. En este marco, el camino es la complejidad y la cooperación.

La pandemia de COVID-19 ha agregado otros elementos centrales de complejidad a esta discusión, pues ha puesto de relieve el carácter interdependiente de los asuntos globales. Así, en el debate global se han destacado desde el efecto de la pandemia sobre los residuos hasta el eventual impacto sobre la conciencia de la humanidad en relación con sus destinos compartidos, pasando por la inicial (y a la postre frustrada) expectativa por la baja de emisiones de dióxido de carbono (CO2) y la contaminación por material particulado en los meses iniciales de la pandemia, marcados por las cuarentenas obligatorias.

Estas características de interconexión y carácter planetario de los desafíos ambientales han sido resaltadas de forma explícita por el marco analítico del Antropoceno y las fronteras planetarias que se han consolidado como vectores para analizar la crisis ambiental global desde fines de la década de los 2000 (Franchini et al., 2017; Rockström et al., 2009).

Un desafío central asociado a este proceso de cambio sistémico es que el desarrollo de todos los sistemas políticos, económicos y normativos que hemos conocido hasta el momento fueron pensados para funcionar bajo las condiciones más o menos controladas del Holoceno. El Antropoceno cambia ese marco de referencia estable y fuerza a una adaptación a ese nuevo escenario físico, que incluye nuevas formas institucionales y dinámicas en la gestión de los asuntos humanos. La principal demanda en este sentido es la de una cooperación profunda y transversal, esto es, una demanda por gobernanza global, que significa sustituir progresivamente el predominio de los intereses egoístas e inmediatos de las sociedades e individuos por la búsqueda de bienes globales de largo plazo.

Está claro que esta transformación profunda y multidimensional se está mostrando difícil y lenta, circunstancias que retrasan las adaptaciones fundamentales demandadas por esta nueva época, entre ellas el abandono del soberanismo por parte de la mayoría de los Estados, la construcción de organizaciones internacionales ambientales con capacidad real de guiar comportamientos o la incorporación de las externalidades ambientales al precio de los productos y servicios (Franchini et al., 2017). De todos modos, esta demanda por gobernanza global ha sido capturada por los dos instrumentos políticos que han dado el marco de la cooperación ambiental desde 2015: el Acuerdo de París y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

En efecto, una parte central de la operacionalización de la gobernanza ambiental global ha sido el establecimiento de acuerdos internacionales básicos sobre temas difíciles de gestionar. En ese sentido, el 2015 fue simbólico al registrar la firma de dos grandes compromisos por parte de la comunidad internacional. Primero, la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó, el 25 de septiembre, el documento que estableció los 17 ODS, concebidos como una agenda concreta para guiar la concepción y aplicación de políticas públicas hasta el año 2030. Los ODS fueron creados para sustituir los Objetivos del Milenio (ODM) e incorporaron como punto fundamental la sostenibilidad como guía de todas las metas, esta vez aplicable a todos los países del mundo, no solo a los países en desarrollo como en el caso de los ODM. Por ser un documento adoptado por la Asamblea General, significó que todos los países lo aceptaron y se comprometieron a cumplir con las metas. Subsecuentemente, diferentes actores desde el sector privado, universidades, ONG y gobiernos subnacionales también publicaron sus intenciones de adoptar los ODS como línea para el establecimiento de sus actividades (Kamau et al., 2018).

Segundo, el 12 de diciembre de 2015, los 196 países parte de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) adoptaron al final de la COP 21 el Acuerdo de París (AP), tras años de negociaciones frustradas para la creación de un marco normativo para sustituir el Protocolo de Kioto. La firma del AP solo fue posible por una transformación significativa de la lógica de la gobernanza climática que había imperado desde inicios de los 90, esto es, el abandono de la búsqueda de un acuerdo vinculante con metas preestablecidas de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) con base en las alertas emitidas por los reportes del IPCC —también llamado de enfoque top-down— (Falkner, 2016). Así, en París, la lógica pasó a ser definida por las contribuciones nacionalmente determinadas (NDC por sus siglas en inglés): las metas de mitigación que los propios países establecieron según sus criterios —también llamado enfoque bottom-up—, con la aspiración de que el agregado de las contribuciones evite un incremento de 2ºC en la temperatura media global en 2100, y el compromiso más difuso de trabajar para mantener ese aumento debajo de 1,5ºC. El AP fue celebrado como una victoria diplomática frente a las dificultades iniciales, pero el alegado éxito dejó a analistas y científicos aprensivos sobre los reales impactos en la reducción futura de emisiones, en la medida en que estas dependerán fundamentalmente del nivel de ambición e implementación de las NdC (Falkner, 2016; Dimitrov, 2016; Allan, 2019; Dimitrov et al., 2019).

Es en este marco que emergen las preguntas que abordamos en el presente artículo y edición especial de Desafíos: ¿Cuál ha sido la trayectoria de la gobernanza ambiental global tras el marco establecido en 2015 por el Acuerdo Climático de París y los ODS? ¿Cuál ha sido el comportamiento de diversos actores sobre la cuestión? ¿A través de cuáles mecanismos? Y, finalmente, ¿han limitado estas acciones la velocidad de la crisis ambiental global? La respuesta que ofrece esta edición es tanto analítica como empírica. En este artículo, ofrecemos un marco para analizar la trayectoria de la gobernanza global analizando el papel de diferentes actores ubicados en diferentes sectores y áreas de gobernanza, al tiempo que ofrecemos un desarrollo empírico general sobre cada uno de ellos. En los tres artículos que forman parte de esta edición especial, se analizan de forma específica temas y actores particulares.

En “El cambio climático como problema global: herramientas jurídicas para conciliar ambición y eficacia y el rol del Acuerdo de París”, Francisca Aguayo Armijo pone de relieve las soluciones híbridas que incorpora el AP, como forma de conciliar, de un lado, la ambición de las respuestas internacionales a los desafíos del cambio climático y, de otro, la necesidad de garantizar la participación universal de los Estados en dicho esfuerzo. En ese camino, la autora hace un recorrido por la diversidad de herramientas ofrecidas por el derecho internacional que han sido utilizadas a lo largo de las negociaciones en el marco de la CMNUCC.

Por su lado, María del Pilar Bueno, Patricio Yamin Vázquez y Joél Hernán González, en su artículo “Equipos negociadores y cobertura de las agendas climáticas en las COP: el caso de Argentina entre 2012 y 2019”, analizan el papel de las delegaciones argentinas en las negociaciones de la Convención del Clima en la cobertura que el país ha logrado con relación a los temas tratados en esta. En ese marco, además de ofrecer un análisis profundo sobre la participación de Argentina en dichas negociaciones, “[…] se busca mostrar la relevancia y el potencial aporte que pueden hacer estudios cualitativos en profundidad sobre las delegaciones y su participación para la comprensión del accionar de los Estados dentro de la negociación” (pp. 4-5).

Finalmente, Sol Mora presenta un análisis sobre el papel de China en el modelo global de producción porcina en el artículo “Industria porcina china, sistema agroalimentario global y crisis ambiental. Reflexiones a partir del caso argentino”. En él, basado en un enfoque neogramsciano de la economía política internacional y los estudios agrarios críticos, la autora relaciona el papel relevante y creciente del gigante asiático en el sistema agroalimentario global, con el traslado de parte de su producción porcina a Argentina. En ese marco, dicha expansión obedece a la reproducción de las lógicas constitutivas del sistema agroalimentario global, incluidos los efectos negativos en términos ambientales y sanitarios.

En lo que sigue, el presente artículo está dividido de la siguiente forma: en el primer segmento analizamos la evolución de la crisis ambiental siguiendo reportes científicos; en el segundo, hacemos un repaso de la evolución en diferentes áreas, actores e instituciones; finalmente, presentamos las conclusiones.

La evidencia científica como marco de la crisis ambiental global

Junto con la demanda por gobernanza global, la otra característica central de los desafíos ambientales es su gravedad y urgencia, lo que ha derivado en la (correcta) popularización del concepto de crisis ambiental global. Esta dimensión ha sido resaltada desde hace por lo menos una década y media por reportes científicos como el Cuarto informe de evaluación del panel intergubernamental de cambio climático — IPCC— (2007) y la seminal investigación de Rockström et al. (2009)sobre el Antropoceno. El término también ha ganado atención en los medios de comunicación, con algunos importantes canales como The Guardian tomando la decisión de usar el término para referirse al presente momento. Igualmente, movimientos de jóvenes como el “Friday for Futures” han reforzado la necesidad de comunicar la urgencia por medio de conceptos como “crisis ambiental global”, “crisis climática”, o “emergencia climática”.

Al margen de estas referencias generales, diversas evidencias sostienen el argumento de una intensificación de la crisis del sistema terrestre desde 2015. En primer lugar, la intensidad y frecuencia de los eventos climáticos extremos se ha acelerado, lo que prueba que la crisis ambiental ya forma parte de la vida cotidiana. Por ejemplo, la temporada de ciclones en el Atlántico en 2017 fue devastadora, esta dejó como resultado grandes pérdidas humanas y materiales. En particular, el huracán María provocó la muerte de más de 2 mil personas en Puerto Rico y Dominica, y se estima que solo el huracán Harvey significó pérdidas por más $125 billones de dólares americanos. Al mismo tiempo, se calcula que entre 2015 y 2017 se produjeron más de 8 mil muertes atribuidas a olas de calor, otro de los efectos esperados de la inestabilidad creciente de la atmosfera (WMO, 2019). Otros ejemplos de extremos climáticos han sido los incendios devastadores ocurridos en Australia en la temporada 2019-2020, y en California, Rusia y Oriente Medio en 2021. Inundaciones catastróficas también han sido observadas en Europa occidental en 2021.

Al mismo tiempo, observamos una aceleración en la degradación de ecosistemas naturales, con incrementos de las tasas de deforestación en biomas fundamentales como la Amazonía. La pérdida de biodiversidad asociada con estos procesos es una preocupación central en la crisis ambiental, ya que la integridad de la misma es central para evitar la inestabilidad del sistema terrestre (Steffen et al., 2015).

Los reportes del IPCC (2021) presentan datos que sugieren que estamos cerca a sobrepasar puntos de equilibrio importantes para la estabilidad del sistema climático, además de reafirmar la acción humana como principal vector de desestabilización del sistema Tierra. Los denominados tiping points son indicadores de límites que, una vez excedidos, no permiten regresar al status quo anterior, al tiempo que marcan el inicio de cambios altamente inciertos y potencialmente catastróficos. Un ejemplo sería sobrepasar la tasa de deforestación de la Amazonía entre el 20 y 40 %, lo que podría significar el inicio del proceso de savanización indefectible del bosque. Los datos de 2019 daban cuenta de un total de la pérdida del 17 % de la Amazonía, una alarma peligrosa para toda la región sudamericana y el mundo (Lenton et al., 2019).

Además de las alertas de la comunidad científica implicada directamente con la investigación ambiental, la urgencia del desafío transbordó a otras áreas, incluyendo la de los análisis económicos y de desarrollo. Dos documentos han explicitado este movimiento: el reporte de riesgos globales del Forum Economico Munidal —WEF, por sus siglas en inglés— (2020) y el reporte de Índice de Desarrollo Humano (IDH) publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP, por sus siglas en inglés) a fines de 2020. El primero apuntó por primera vez que la mayoría de los riesgos a la economía mundial son de orden ambiental, mientras que el segundo fue completamente revisitado para incorporar el Antropoceno como guía para repensar el desarrollo económico y humano en medio de la emergencia climática.

Uno de los elementos comunes a estos tipos de informes es la constatación de la insuficiencia de los avances de la gobernanza para cubrir las demandas de la ciencia. Así, estos ofrecen datos cada vez más robustos y proponen caminos posibles para evitar la aceleración de la crisis ambiental que, sin embargo, encuentran poco eco en las decisiones políticas. Este diagnóstico incluye a los dos instrumentos centrales que aquí consideramos, el AP y los ODS. En este sentido, es importante recordar que cuando se firmaron estos dos documentos internacionales, ya existía en la comunidad científica la conciencia de la urgencia y la gravedad de la crisis. En los años posteriores a 2015 esta percepción se difundió hacia otros actores, lo que aceleró nuevamente el debate global sobre los bienes comunes y el destino compartido de la humanidad generado por la pandemia.

Evolución de la gobernanza policéntrica ambiental

La conclusión del segmento anterior apunta a un agravamiento de la crisis ambiental desde 2015, junto a la noción de que la ventana de acción para mitigar sus efectos más nocivos se hace cada vez más pequeña. En este segmento, nos volcamos a analizar qué han hecho diversos agentes de la gobernanza ambiental en diferentes niveles para mitigar esa crisis.

Sin embargo, antes de repasar dichas acciones, es necesario destacar un elemento de contexto planetario que ha alterado identidades, intereses y comportamientos desde principios de 2020. En este sentido, está claro que aun cuando los efectos de la pandemia de COVID-19 sobre individuos y sociedades son inciertos, es posible hacer una serie de reflexiones sobre su impacto en la gobernanza ambiental, que oscilan entre ambiguos y negativos.

En primer lugar, las expectativas iniciales de una reducción sostenida de la huella ambiental de la humanidad se comprobaron equivocadas. En efecto, las consecuencias de las cuarentenas iniciales y la recesión global subsecuente en términos de reducción de las emisiones de GEI, consumo de energía y presión sobre ecosistemas fueron de corto plazo, al tiempo que la utilización masiva de equipamiento médico ha generado una crisis global de residuos. En segundo lugar, también frente a las expectativas iniciales de que el inmenso volumen de gasto público volcado a la contención de la crisis económica tuviera un fuerte contenido ambiental, el resultado ha sido decepcionante, ya que los Estados en general privilegiaron el crecimiento convencional sobre el desarrollo sostenible (UNDP, 2020). La economía global se ha recuperado de la recesión pandémica con algunas particularidades como el alto endeudamiento público, la disrupción de las cadenas de valor global y la alta inflación; sin embargo, la estructura de estímulos que guía a los actores económicos continúa siendo el lucro a corto plazo sin mayores transformaciones en términos de sostenibilidad.

Finalmente, existieron también ciertas expectativas iniciales de que la humanidad pudiera desarrollar una conciencia más profunda sobre sus desafíos comunes a raíz del problema compartido de la pandemia y la necesidad de cooperar para solucionarlo de forma rápida y efectiva. El paralelo aquí entre la naturaleza compartida de la pandemia y los desafíos ambientales aparecía como obvio, y la expectativa era que si lográbamos cooperar profundamente —renunciando a intereses egoístas entre los actores internacionales— en medio de la pandemia, tal vez este instinto cooperativo se extrapolaría a los desafíos del Antropoceno. Sin embargo, el resultado en este caso también dejó ambigüedades y el predominio de intereses particulares con ataques cruzados sobre los orígenes de la cepa inicial de la COVID-19, la postura defensiva de China frente a las misiones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para investigarlo o el acaparamiento inicial de las vacunas por parte de algunos países occidentales en el primer semestre de 2021.

En este sentido, la pandemia mostró que parte de la humanidad es capaz de movilizar rápida y eficazmente grandes recursos económicos y tecnológicos, públicos y privados, para hacerle frente a problemas globales inminentes y amenazantes. Pero que aun en este marco, la satisfacción de intereses individuales y la protección de las sociedades nacionales predominan sobre los bienes colectivos, lo que deja a las poblaciones más vulnerables del planeta con acceso limitado a los beneficios. Quizás esta sea la lección más valiosa —y dolorosa— que la pandemia ha dejado para abordar la crisis ambiental global: enfrentando crisis existenciales, la humanidad es capaz de reaccionar, pero de forma tardía, costosa y excluyente.

Política internacional ambiental

Fluctuaciones en el sistema internacional

La lógica de la cooperación ambiental internacional depende en parte del flujo del sistema internacional en términos de cooperación y conflicto, esto es, en qué medida el estado general de los asuntos internacionales favorece los acuerdos y consensos en torno a los problemas comunes de la humanidad o no. Como ejemplo, el avance de la agenda ambiental durante la Río 92 tuvo como trasfondo la distensión política que trajo el fin de la Guerra Fría. Algo similar puede ser afirmado en relación con el AP y los ODS establecidos en un periodo de relativa distensión del sistema. En este sentido, el periodo inmediatamente posterior a la firma de estos dos instrumentos se ha caracterizado por un aumento de los patrones conflictivos en el sistema internacional, tomando características dramáticas e inciertas tras la invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022, reavivando un proceso de enfrentamiento entre grandes potencias no visto en décadas.

Aun cuando los contornos y el corolario del conflicto no están claramente establecidos, es difícil pensar que este no traiga consecuencias profundamente negativas para la gobernanza global, incluida la ambiental. En primer lugar, la dinámica de enfrentamiento entre Occidente y Rusia, iniciada por la anexión de Crimea por parte de esta última potencia en 2014 se ha consolidado drásticamente, generando un conflicto geopolítico en el este de Europa de difícil solución en el corto plazo. En segundo lugar, ese mismo conflicto puede derivar en un estado de enfrentamiento permanente de grandes potencias en el sistema internacional, dependiendo de la posición de China, que más abajo analizamos. En este marco, si se establecen líneas de fractura con consolidación de esferas de influencia entre Occidente y el eje Sino-ruso, las posibilidades de cooperación entre los mayores emisores de GEI globales (China, EE. UU. y la Unión Europea —UE—) se volverían casi nulas. En tercer lugar, los impulsos cooperativos del sistema se podrían degradar aún más si a la competencia geopolítica entre potencias se agrega una dimensión de proteccionismo económico, cortando de esta forma los lazos económicos entre ellas, particularmente China y Occidente. En cuarto lugar, es previsible que las preocupaciones ambientales decaigan aún más en las prioridades de las sociedades, ya fuertemente golpeadas por la pandemia, la recesión económica de 2020 y la inflación. A esto se agrega un crecimiento de la preocupación por cuestiones directas de seguridad, particularmente en Europa.

Fuera de la cuestión ucraniana, otro de los elementos centrales de la degradación de la cooperación en el sistema internacional después de 2015 ha sido el progresivo enfrentamiento entre China y Occidente, particularmente EE. UU. Esto ha llevado a algunos analistas a afirmar la existencia de una nueva guerra fría, de carácter tanto geopolítico (particularmente en Asia), como económico y tecnológico, en el marco de una economía global altamente interdependiente. Al margen de la existencia o no de una nueva guerra fría, lo cierto es que ha habido una degradación de las relaciones económicas entre las potencias, particularmente tras las sanciones comerciales establecidas por Donald Trump contra China, mantenidas por Joe Biden. Asimismo, se han acentuado una serie de desacuerdos en el ámbito de los derechos humanos —la crítica sostenida de Occidente a la situación de los uigures en China, la deriva autoritaria en Hong Kong— y la situación geopolítica en el estrecho de Taiwán. Más aún, existe la percepción cada vez más arraigada entre las élites chinas de que Occidente— y en particular EE. UU.— es una amenaza para sus intereses, al tiempo que el status quo de la política americana —tanto republicana como demócrata— concibe a China como su principal adversario en el orden global.

En este sentido, las perspectivas existentes una década atrás de que China progresivamente se insertaría en el orden liberal internacional han sido descartadas. En este marco, será definitivo para las relaciones entre Occidente y China cuál será la postura que esta tome frente a la invasión de Ucrania. Si China pone todo su peso geopolítico y económico detrás de la aventura de Putin, esto significará un cambio radical en el orden del sistema internacional y sus reglas de defensa de la soberanía. También redundará en un progresivo estado de conflicto entre las grandes potencias del sistema —EE. UU., China y la UE—. Finalmente, puede redundar en un proceso de degradación de la interdependencia económica global, particularmente entre China y Occidente, lo que puede ser otro ingrediente de conflicto.

El ascenso de liderazgos y movimientos nacionalistas y populistas en el sistema internacional, particularmente en el núcleo occidental, ha sido otro de los rasgos del sistema internacional post-2015. Los ejemplos más claros han sido Donald Trump en EE. UU. y el Brexit en el Reino Unido, pero también el ascenso de partidos de extrema derecha en Europa, de Alemania a Hungría. Fuera del núcleo occidental, ejemplos de este movimiento han sido Jair Bolsonaro en Brasil, Modi en la India o Erdogan en Turquía. Al margen de las marcadas diferencias entre estos movimientos y líderes, estos tienden a ser típicamente antiambiente, que se origina en una visión de maximización extrema de los intereses soberanos de sus Estados, que deja poco espacio para la construcción de bienes comunes globales (The Economist, 2016).

En definitiva, los desarrollos anteriores, particularmente la crisis de Ucrania, plantean la potencial redefinición profunda del orden de la posguerra fría, abriendo un periodo prolongado de conflicto sistémico, no convergente con la gobernanza de los bienes comunes globales, entre ellos la integridad del sistema terrestre.

Negociaciones internacionales ambientales

Las negociaciones y acuerdos internacionales continúan siendo una pieza relevante de la compleja estructura de gobernanza ambiental global y en este ámbito se han observado movimientos relevantes en el periodo aquí analizado. Lo primero para destacar es que tanto el AP como los ODS no significaron el final del camino. Por el contrario, una vez firmados se inició un periodo de negociación sobre los mecanismos de implementación, reporte y monitoreo de las metas acordadas.

En este sentido, aunque los ODS no establecieron metas cuantitativas en el documento adoptado en 2015, los países firmantes empezaron procesos domésticos de incorporación de los objetivos a sus planes de políticas públicas y lo mismo han hecho empresas privadas, universidades y organizaciones de la sociedad civil. Por lo tanto, las métricas y su proceso de monitoreo quedó más circunscrito a los ámbitos locales.

No obstante, diversas iniciativas han surgido con el intento de hacer monitoreo y reporte de los avances de los ODS de manera comparada, buscando identificar y responsabilizar a los países por sus promesas y acciones como es el caso del antiguo SDG Index & Dashboards ahora Sustainable Development Report (Schmidt-Traub et al., 2017).

Por otro lado, la agenda de trabajo subsecuente a la firma del AP ha sido más directa en términos de metas a cumplir, responsabilidades distribuidas entre los firmantes y posibilidades de monitoreo y reporte. En este sentido, las discusiones en los tres años posteriores a París estuvieron centradas en la definición de las reglas para la implementación del acuerdo, el llamado Paris Rulebook (Van Asselt et al., 2018).

Como ya afirmamos, el AP estableció como núcleo del sistema a las NDC que cada país debe establecer y comprometer ante la CMNUCC; estas deben contener metas en términos de mitigación y adaptación. Sin embargo, para fase subsecuente quedaron otra serie de decisiones, la mayoría de las cuales fueron adoptadas en 2018, en la COP24 de Katowice. En este libro de reglas de París pasan a valer revisiones cada cinco años de las NDC con el objetivo de hacer monitoreo e impulsar aumento en la ambición de las metas de cada uno de los países.

En ese proceso también se establecieron las revisiones globales (global stocktake) orientadas a un análisis del progreso colectivo teniendo en cuenta las metas globales de mantener la temperatura global abajo de los 2ºC hasta 2100 y preferencialmente inferior a 1,5ºC. En la COP 26 de Glasgow en 2021 fueron adoptadas una serie de medidas que suplementan a las anteriores para aumentar la transparencia del proceso de NDC. La negociación del Paris Rulebook, sin embargo, fue incapaz de cerrar algunos puntos de difícil consenso, como el de pérdidas y daños, que busca mecanismos para compensar a aquellos países afectados por los efectos del cambio climático.

Con el objetivo de asegurar una participación más amplia en la gobernanza climática post París y aumentar los niveles de ambición de los compromisos, la CMNUCC estableció los Diálogos Talanoa, un mecanismo para fomentar el debate entre los países, la sociedad civil, el sector privado y los gobiernos locales alrededor del proceso de planeación e implementación de las NDC. Esta propuesta ha procurado romper con la estructura rígida de negociaciones centradas en las delegaciones oficiales y compartir el debate con diferentes actores, impulsando de esa forma la visión de una gobernanza policéntrica.

Con los esfuerzos múltiples de ampliar la ambición en las negociaciones y la presión de coaliciones como el High Ambition Coalition, aparecieron por primera vez un conjunto de metas para alcanzar la carbono-neutralidad para 2050. Estas metas implican la reducción sustancial de emisiones de Co2 en grado suficiente para que el remanente sea absorbido por sumideros, como el océano o los bosques, y han significado uno de los avances más relevantes en el periodo aquí analizado. En este marco, más de 70 países, incluyendo los mayores emisores globales —China, EE. UU. y la UE— han comprometido metas de emisión cero, cubriendo alrededor de ¾ de las emisiones globales. El esfuerzo también ha incluido a otros agentes de la gobernanza ambiental global como empresas, ciudades, instituciones educativas y entidades financieras (United Nations, 2022). Para concentrar dichos esfuerzos fue creada en 2020 la Climate Ambition Alliance, liderada por los gobiernos de Chile y el Reino Unido, que cuenta con el apoyo del PNUD, UN Climate Change y los Campeones Climáticos de Alto Nivel (Climate Initiatives Platform, 2022).

Las metas de carbono neto cero se han vuelto una especie de nuevo marco de referencia para la acción climática futura; sin embargo, existen incertidumbres con relación a la consistencia técnica de sus objetivos y las diferentes métricas utilizadas, la dificultad de verificación de cumplimiento, la falta de consistencia entre las acciones actuales y las metas de carbono neutralidad de muchos países y empresas o el efecto que este marco pueda tener sobre la gestión de otros desafíos ambientales (WEF, 2022).

Finalmente, otro avance destacable en las negociaciones ambientales ha sido la estrategia propuesta en 2021 por la Convención sobre Diversidad Biológica —pendiente de ser aprobada— en un intento por mitigar los procesos de pérdida de biodiversidad, que ni siquiera los periodos de aislamiento en la pandemia fueron suficientes para desacelerar (Mace et al., 2018; Brondizio et al., 2019; UNEP, 2020).

Economía política en las potencias ambientales

En otros trabajos hemos afirmado que es posible analizar la evolución de la gobernanza ambiental enfocándonos en las grandes potencias del sistema (Viola et al., 2012; Viola & Franchini, 2018). Esto es, los actores estatales con alta capacidad de alterar el resultado de esta área de gobernanza. Estas potencias combinan grandes economías, alta proporción de las emisiones globales, alto capital de tecnologías verdes e influencia política. Así, las grandes potencias ambientales del sistema son EE. UU., China y la UE.

El nivel de compromiso de las potencias ambientales ha variado en el periodo aquí considerado, aunque el balance general es negativo, con la excepción de la UE, que ha continuado siendo el actor más comprometido en términos de sostenibilidad entre los tres, profundizando sus políticas comunitarias y de cooperación internacional. En este sentido, la UE se ha comprometido frente a la CMNUCC con una meta NDC para el año 2030 de al menos 55 % de reducción de emisiones de GEI, teniendo como base 1990. El Thinktank Carbon Action Tracker (CAT) ha considerado esta NDC, que es vinculante según la normativa europea, como un paso en el sentido correcto (CAT Climate Target Update Tracker, 2022b).

En el marco del Pacto Verde Europeo, considerado la principal guía de política en la materia, se han establecido metas de energía (40 % de participación de energías renovables en la matriz para 2030), transporte, vivienda y cooperación financiera. El objetivo final de dicho instrumento es la neutralidad de carbono para el año 2050 (European Commission, 2022). Es importante destacar en este punto que la guerra en Ucrania y la decisión de la UE de romper la dependencia del gas ruso, alterará los cálculos iniciales en relación con la transición energética, lo que generará un aumento del consumo de combustibles fósiles —carbón principalmente— en el corto plazo.

Por su lado, China ha combinado elementos positivos, como la inversión e incorporación de energías renovables, con elementos negativos, particularmente en el área de estímulo, producción y consumo de combustibles fósiles. Así, China es el mayor consumidor de carbón a nivel global, representa más de la mitad del consumo mundial desde 2011 que llegó al 56 % en 2020 (International Energy Agency, 2022). Al mismo tiempo, fue responsable por más de la mitad de la expansión de la capacidad instalada de energías renovables en 2020 (Ratcliffe, 2021). La contaminación y la utilización de recursos naturales —minerales, suelo y agua— ha continuado una marcha acelerada. En el balance, los desarrollos negativos sobrepasan a los positivos.

La NDC sometida por China en 2020 ha sido considerada como altamente insuficiente por el CAT, en la medida en que no establece un año de pico de emisiones anterior a 2030 y no incorpora una meta clara de mitigación para ese mismo año. La meta de carbono neutralidad, comprometida para “antes de 2060” ha sido considerada como pobre por el CAT Climate Target Update Tracker (2022a).

El caso de EE. UU. ha sido el que más ha variado, ya que la elección de Donald Trump un año después del AP trajo un líder anticiencia y antiambiente a la Casa Blanca. Como resultado, Trump desmontó regulaciones ambientales —particularmente las relativas a las usinas eléctricas de su antecesor Barack Obama— y en el área internacional se retiró del AP y redujo la cooperación ambiental. La elección de Joe Biden en 2020 no solo devolvió a los EE. UU. a la arena internacional ambiental, sino que ha colocado como elemento central de su agenda política la lucha contra el cambio climático. En relación a la NDC de 2020, el CAT la ha considerado insuficiente aunque ha destacado el aumento de ambición en relación con la contribución de 2015. La nueva meta busca reducir entre 50 y 52 % las emisiones en 2030 con relación a 2005 (Climate Action Tracker, 2022).

En América Latina la gobernanza ambiental también se ha degradado entre los principales actores estatales. El caso más saliente es el de Brasil no solo por ser la primera potencia ambiental de América Latina —poseedora de casi la mitad del bioma amazónico, cuya integridad es fundamental para la estabilidad del sistema terrestre—, sino porque su presidente, Jair Bolsonaro (2019-2022), se convirtió en el primer mandatario latinoamericano negacionista del clima y abiertamente antiambiente, al punto que lideró un proceso de desmonte de la protección ambiental en su país que derivó en cifras históricas de deforestación amazónica (Franchini et al., 2020). Más aún, en el ámbito internacional, operó junto a Donald Trump para debilitar el AP. Tras la elección de Biden, Bolsonaro ha moderado su discurso, pero en la práctica su política anti ambiental ha continuado (Franchini et al., 2020).

La segunda potencia ambiental regional, México, también ha visto degradado su compromiso ambiental desde 2015 (Franchini, 2021). Después de un pico de liderazgo ambiental en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), el compromiso fue degradándose durante el sexenio de Peña Nieto (2012-2018), particularmente en el área de cambio climático. Este proceso se ha agravado durante la administración de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) ya que ha definido como elemento central del desarrollo mexicano la producción de petróleo, reeditando un discurso nacionalista fósil similar al del presidente Cárdenas en los años 30.

Argentina, la tercera economía de la región y emisora de GEI, ha mantenido su perfil conservador en este periodo, aunque con algún avance en términos de incorporación de energías renovables no convencionales en la administración de Mauricio Macri (2015-2019). Este proceso se ha desacelerado durante la presidencia de Alberto Fernández (2019-2023) que ha hecho una apuesta por la explotación de combustibles fósiles como motor de crecimiento (Franchini, 2021). Tras la elección de Biden, la administración Fernández ha aumentado su compromiso discursivo con la crisis climática, aunque es todavía temprano para saber si esto se traducirá en medidas concretas, dado el escenario de profunda crisis económica por la que atraviesa dicho país.

Finalmente, la cuarta economía regional, Colombia, ha tenido una trayectoria algo ambigua (Franchini, 2021). Durante la segunda presidencia de Juan Manuel Santos (2014-2018), el país avanzó en la incorporación de mecanismos de gobernanza ambiental doméstica —como la Ley de Cambio Climático de 2018— y en términos de compromiso internacional —fue uno de los líderes en el proceso que llevó a la adopción de los ODS en 2015—. Durante el gobierno de Iván Duque (2018-2022), el gobierno colombiano volvió a tomar compromisos internacionales relativamente ambiciosos con la actualización de la NDC en 2020. Sin embargo, la situación ambiental en el país se ha agravado, particularmente en relación con el fuerte aumento de la deforestación en la Amazonía a partir de 2016, que ha llevado a un notable aumento de emisiones de GEI (Presidencia de la República, 2021). En este sentido, aun cuando Colombia se ha presentado como un líder ambiental en la región, restan grandes desafíos en términos de implementación (Edwards & Franchini, 2021).

Sector Privado, tecnología y transición energética

Los desafíos ambientales del Antropoceno están directamente relacionados con los patrones de producción y consumo a nivel global; en el marco de una economía de mercado globalizada, los principales actores de este proceso son las firmas privadas, particularmente las de gran envergadura tanto en el área de las cadenas de valor global como de las finanzas. Aquí el balance sobre la agencia de estos actores sobre la crisis ambiental es negativo, ya que la estructura de incentivos para la mayoría de los agentes económicos considera los efectos ambientales apenas como externalidades, esto es, como desarrollos que están fuera de su estructura de costos y cálculos de beneficios. Sin embargo, es posible destacar una serie de movimientos relevantes de actores privados que son convergentes con la mitigación de la crisis ambiental global.

Una de las áreas de mayor avance ha sido la de las energías renovables no convencionales —solar y eólica—, que se han expandido como proporción de la matriz energética global tras un proceso sistemático de reducción de precios que las ha colocado en la capacidad de competir con las tradicionales fuentes fósiles. Este proceso ha sido generado por la inversión privada con apoyos de variado tipo por parte de los Estados.

Así, la proporción de energías renovables (hídrica, solar, eólica y bioenergía) en la matriz eléctrica global (en términos de capacidad instalada) ha pasado de 25,1 % en 2011 a 36,6 % en 2020 (Irena, 2021). Además, este es un proceso en fuerte aceleración, ya que en 2020 la expansión de este tipo de energía fue algo mayor al 10 %; del total de nueva generación de energía instalada en ese año aproximadamente 80 % fue renovable (Irena, 2021). Las protagonistas de esta expansión han sido la energía solar —cuya capacidad instalada se ha multiplicado por 10 entre 2011 y 2020— y la energía eólica —cuya capacidad instalada se ha casi cuadruplicado en el mismo periodo—. En 2020, ambas tecnologías representaron casi la mitad de la capacidad instalada renovable a nivel mundial, aun cuando eran menos del 25 % en 2011 (Irena, 2021). El vector detrás de este proceso ha sido una sostenida caída de los precios del kilovatio/hora generado por ambas tecnologías, que en el caso de la energía solar ha sido de 81 % entre 2011 y 2019 y de entre 30 y 40 % en el caso de la energía eólica. En promedio global, estos costos han demostrado ser menores a los de la energía generada por el carbón, lo que es realmente un cambio radical (Irena, 2020).

En América Latina, esta tendencia de avance de las energías renovables en la matriz eléctrica también se ha manifestado particularmente en Chile, Costa Rica, Ecuador y México (Irena, 2021). Es claro que esta expansión convive con incrementos en fuentes fósiles, que siguen siendo fuertemente subsidiadas por los Estados aunque con gran heterogeneidad.

Otro movimiento positivo que se ha consolidado en el periodo aquí analizado ha sido el compromiso de grandes empresas transnacionales

con la reducción de sus huellas de carbono, en particular el lanzamiento de la Plataforma Climate Pledge. Esta iniciativa de Amazon está orientada a consolidar compromisos de emisiones cero de grandes empresas para 2040, así como el reporte regular de sus emisiones; hasta el momento, grandes firmas como HP, Maesrk, Mercedes Benz, Procter & Gamble y Salesforce forman parte de la iniciativa (Climate Pledge, 2022). Fuera de esta plataforma, otras grandes empresas como Google o Volkswagen han hecho compromisos similares.

Como afirmamos anteriormente, los compromisos de cero emisiones netas se han convertido en el más reciente estándar de compromisos climáticos de Estados y empresas en el periodo que aquí analizamos. Esto es sin duda un movimiento positivo aunque grandes desafíos permanecen en términos de la consistencia de estos compromisos, así como su implementación y verificación (WEF, 2022).

En el área de las finanzas, una amplia serie de inversores y de universidades a fondos de pensión, pasando por gobiernos y entidades filantrópicas ha estado desprendiéndose (divestment) de activos en los sectores más dañinos al medio ambiente, particularmente en el área de combustibles fósiles. La plataforma Divest Invest, por ejemplo, reúne el compromiso de inversores individuales y corporativos que en conjunto controlan alrededor de $40 trillones de dólares americanos ( Divest Invest Website, 2022). Sin embargo, parte de las acciones destacadas han sido compradas por fondos de inversión indiferentes a las cuestiones ambientales, generando grandes lucros (Fletcher & Brower, 2021), algo que probablemente se acelerará con el impacto de la invasión rusa en Ucrania y el aumento de precio de los combustibles fósiles.

Actores no estatales

La literatura de los desafíos ambientales tiende a resaltar la relevancia de una variedad de actores más allá de los Estados e instituciones internacionales a la hora de abordar su análisis. Esto se relaciona con la destacada agencia que han tenido en la definición e intentos de ecuación de los desafíos ambientales —a diferencia de otras áreas de gobernanza— desde su emergencia global en la década de 1970. Como ejemplo, basta recordar la intensa participación de ONG y otros actores en la Conferencia de Estocolmo de 1972 y en la Río 92 (Speth & Haas, 2007; Haas, 2016). Todo este desarrollo está basado en la premisa empírica y analítica de que la acción de los Estados noes suficiente para lidiar con estos complejos desafíos. Como también afirmamos, tanto el AP cuanto los ODS han creado mecanismos para fortalecer la participación de diversos actores. Como resultado de estos mecanismos y la propia lógica de difusión de poder hacia actores no estatales que se ha fortalecido desde la década de 1990, la agencia de estos actores en la gobernanza ambiental global ha continuado su ascenso.

En primer lugar, la comunidad científica —o comunidad epistémica ambiental (Hass, 2016)— ha mantenido su capacidad de influir la agenda ambiental en varias esferas. Uno de estos ejemplos ha sido la difusión del concepto de Antropoceno y las fronteras planetarias, extrapolando las fronteras del debate académico y permeando el debate público y el diseño de políticas públicas, llegando a cambiar incluso el cálculo del IDH (UNDP, 2021).

Con relación a la agenda climática, un ejemplo relevante de la actuación de la comunidad científica, esta vez concentrada en organizaciones tipo think tanks, ha sido la evaluación y monitoreo de las NDC de los Estados. En efecto, el AP no estableció métricas unificadas para que los países presenten sus metas de mitigación para el año 2030, lo que dificulta su comparación y relación con la meta de 2ºC. Para lidiar con la cuestión, algunas organizaciones (World Resouces Institute1, Carbon Action Tracker2 o The Grantham Research Institute on Climate Change and the Environment3) realizan la parametrización de las contribuciones y les asignan un nivel de ambición, lo que también está relacionado con la conocida estrategia de naming and shaming, esto es, nombrar a los actores que están depredando el medio ambiente bajo la expectativa de que la vergüenza los haga cambiar de actitud.

Al mismo tiempo, también como parte de los resultados de años de participación intensa en las negociaciones de cambio climático impulsadas por la CMNUCC, en 2014 (COP20) fue creado un repositorio de iniciativas de actores no estatales: la plataforma Nazca. La idea de la plataforma es exponer las iniciativas de actores como empresas privadas, universidades, bancos, ONG, movimientos de la sociedad civil y gobiernos subnacionales con el objetivo de crear momentum y esperar que más grupos asuman compromisos de mitigación y adaptación, una vez más usando la estrategia del naming and shaming (Van der Ven et al., 2017; Bäckstrand et al., 2017).

El seguimiento de la implementación de los ODS utiliza mecanismos similares para mitigar la ausencia de mecanismos más duros de aplicación. Así, ciudades, universidades y el sector privado han manifestado sus intenciones de contribuir para el éxito de los ODS. Por ejemplo, las ciudades y gobiernos locales han sido uno de los actores no estatales a reportar acciones en los reportes oficiales, así como otros grupos importantes como poblaciones indígenas, el sector privado y los sindicatos.

En el escenario formal de las negociaciones ambientales globales, un actor que ha estado presente desde la conferencia de Río de Janeiro de 1992, pero que ha venido ganando cada vez más espacio, es la juventud. Desde la definición de desarrollo sostenible establecida por el Reporte Brundtland en 1987, la visión de que los problemas ambientales globales demandan una perspectiva intergeneracional ha guiado el debate con figuras como Severn Suzuki incomodando los negociadores oficiales durante la mencionada Río 92 (Knappe & Schmidt, 2021). Más recientemente, la sueca Greta Thunberg, el colombiano Francisco Vera y la brasileña Txai Suruí han sido capaces de llevar su mensaje al núcleo de las negociaciones ambientales internacionales, presionando a las élites políticas globales a no olvidar que la decisiones tomadas —o dejadas de tomar— hoy tienen impacto directo en sus vidas y la de su generación.

Como ha quedado evidenciado, la participación de los actores no estatales en la gobernanza ambiental global se ha incrementado en el periodo aquí analizado, y está cada vez mas claro que imposible solucionar la crisis de contaminación de plásticos sin el CEO de Coca Cola, planear ciudades resilientes sin los alcaldes o pensar en futuros sostenibles sin la juventud. Sin embargo, su participación en las negociaciones formales continua siendo marginal, en los espacios paralelos de los side events, haciendo que la gobernanza ambiental global sea parcialmente policéntrica y todavía dominada por la lógica multilateral basada en Estados Nacionales (Kuyper & Bäckstrand, 2016).

Conclusión

El panorama de la gobernanza ambiental a casi siete años de la firma del AP y la adopción de los ODS se muestra heterogéneo, ambiguo, y a la postre, negativo. De un lado, podemos observar avances en cada uno de los principales niveles de la gobernanza: gobiernos y empresas tomando compromisos de carbono neutralidad para 2050, parte del mercado financiero desprendiéndose de inversiones en combustibles fósiles, la irrupción de la juventud como actor climático destacado entre otras manifestaciones relevantes de la sociedad civil, las ciudades globales —de sur a norte y de este a oeste— comprometidas con la diseminación e implementación de políticas de mitigación y adaptación, la adopción generalizada de los ODS al diseño e implementación de políticas a nivel global y el avance de las negociaciones en relación al Libro de reglas de París.

Sin embargo, estos desarrollos positivos han estado más que sobre compensados por los de signo negativo: la meta agregada para 2030 de las NDC corresponde solo un tercio del esfuerzo necesario para evitar el umbral de los 2ºC a fin de siglo, descontando que sean implementadas, lo que no es una certeza (UNEP, 2021, p. 2021); los compromisos de carbono neutralidad para mitad de siglo aparecen todavía más como piezas retóricas que caminos concretos de descarbonización en la mayoría de los países, y la estructura de incentivos de la mayoría de los actores económicos continúa privilegiando el lucro de corto plazo sobre el desarrollo sostenible. Finalmente, el dato más fundamental tiene que ver con la acumulación de evidencias científicas de que la crisis ambiental global se ha acelerado, tras el marco de 2015.

En el contexto más amplio de la política internacional, la invasión rusa a Ucrania y la respuesta de las grandes potencias auguran un futuro de conflictividad sistémica y pérdida de centralidad de los desafíos ambientales en la agenda internacional y doméstica, lo que probablemente dificultará la necesaria cooperación en el área. Finalmente, la pandemia de COVID-19 ha vuelto a mostrar las dificultades de la humanidad a la hora de privilegiar la construcción de bienes colectivos por sobre la satisfacción de los intereses inmediatos y egoístas de las sociedades nacionales, exactamente lo contrario que necesitamos para administrar la crisis ambiental. Como ya afirmamos, quizás la lección más valiosa —y dolorosa— que la pandemia ha dejado es que, enfrentando las crisis existenciales, la humanidad es solo capaz de reaccionar (no anticipar), pero de forma tardía, costosa y excluyente. Por lo tanto, los escenarios imaginados y las propuestas de políticas presentes en los ODS y en el AP demandarán revisión en los próximos años teniendo en cuenta las múltiples transformaciones desde su creación, hace menos de una década. Este es el mundo de la gran aceleración.

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Notas

1 https://www.wri.org/

2 https://climateactiontracker.org/climate-target-update-tracker/

3 https://www.lse.ac.uk/granthaminstitute/

Notas de autor

* Universidad del Rosario (Colombia). Correo electrónico: matias.franchini@urosario.edu.co. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6831-5944

** Pontificia Universidad Javeriana, sede Bogotá (Colombia). Correo electrónico: evangelistamauad.ana@javeriana.edu.co. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6167-6712

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